I. Poco después de los títulos, Veinte días sin guerra presenta una prueba de fuego para el espectador: el plano corto sin cortes de unos diez minutos de duración se fija en un hombre en sombras contando algo que no sabemos en qué derivará pero siembra la inquietud sobre cuál será el ritmo y las estrategias formales de una película y un director sobre el que lo ignoramos todo. Mientras miraba la escena recordé la densidad expresionista de los primeros planos en The Master, de Paul Thomas Anderson, quien nunca lo sostuvo tanto tiempo pero también lo usa para extrañar al que mira y esculpir la interioridad enigmática de personajes en situaciones desesperadas, como este hombre que le cuenta a otro -en buena medida, somos nosotros porque el plano se vuelve subjetivo menos debido a la ubicación de la cámara que a la duración de la escucha- el adulterio de su mujer mientras estaba en el frente de batalla y la tortura psicológica posterior a esa instancia, con unos claroscuros y un tempo que el estadounidense despliega como pocos en el marco del cine industrial de gran presupuesto, ese que precisa de un capital financiero considerable, sólo disponible gracias a grandes estados o corporaciones, y una vez conseguido lo dilapida en atascar el flujo lúbrico del espectáculo publicitarlo, en contradecirlo, en dilatar sus pliegues.
En el primer plano secuencia de la película, antes de los títulos, nunca está del todo claro quién habla y cuándo lo hace, de modo que el lugar de enunciación de la escena, todo lo que tenemos visto de la película hasta entonces, es opaco, impenetrable. La voz en off se mezcla con parlamentos de los dos o tres personajes que ocupan el plano, y los distintos niveles de sonido no ayudan a fijar con seguridad la fuente. Finalmente distinguí entre todas esas voces una que corresponde a la de quien será el protagonista, un oficial del ejército rojo –el oyente de ese torturado personaje anecdótico a quien la película le dedicó tanto tiempo al comienzo para no ocuparse nunca más de él- al que le dan los días de licencia del título, viaja en tren, mira a un mujer que tiene una media agujereada, lagrimea y le devuelve la mirada en el invernal, atestado y luminoso pasillo de uno de los vagones, llega a su pueblo, discute con un director de cine la adaptación de uno de sus relatos (instancia que le permite al realizador opinar lateralmente sobre política estética) y trata de vivir un poco antes de volver al teatro de operaciones, espacio dramático referencial del género bélico y preferido de cualquier estado para construir heroicidad, que sólo vemos al principio y al final de la película a contrapelo de las intenciones oficiales. El paréntesis temporal que da nombre a la película incluye otras libertades formales fabulosas, como la de la escena en que unos personajes se toman una fotografía mientras la banda sonora deja escuchar las palabras de algunos de los personajes en el plano y calla otras, hasta que intempestiva y ralentizadamente un acontecimiento estalla y generaliza la extrañeza.
II. Mientras miraba la representación de los actos políticos y culturales comunistas en pueblos chicos de Mi amigo Ivan Lapshin no podía dejar de pensar en los de Platform y otras películas del chino Jian Zhang-ke, así como un plano general fijo filmado con luz natural de un puerto marítimo al atardecer, tan importante como para aparecer primero en blanco y negro y después a color además de cerrar la película, me recordaron A City of Sadness, en la que Hou Hsiao-hsien inserta planos crepusculares de una bahía que funcionan como separadores de situaciones domésticas. Esos planos han sido comparados con los de Yazujiro Ozu (Café Lumiere es un homenaje del director taiwanés al director japonés) y no parecen estar ahí solamente como indicadores geográficos. El tiempo se condensa en ellos; el cúmulo de vidas que albergan en su interior forma parte de la naturaleza a través de la luz, que pauta el paso moroso del día a la noche, tanto como de la cultura, no sólo porque hay rastros humanos también lumínicos sino por el encuadre y el tiempo interno, que sugieren breve pero enfáticamente el silencio y la contemplación, quebrando la lógica de las escenas anteriores y posteriores, multitudinarias y polifónicas (relativismo del destino individual y nacional cuya elegía filma Sokurov en Sacrificio de la tarde, corto en que la declinación de la luz y la de la unión de repúblicas socialistas soviéticas aúnan sus congojas), sin necesidad de extenderse más que unos breves segundos.
III. Las caras curtidas de dos campesinos mojados por un aguacero tupido abren Control en los caminos, la primera película de German si no contamos Sedmoy sputnik, dirigida junto a Grigori Aronov, y la más clásica de todas las suyas. Una gota de sangre se atasca entre la nariz y la boca de uno de ellos, que se pasa la manga sobre los pelos duros y ralos que no alcanzan a llamarse bigote. El plano general posterior abre la mirada a un lodazal interminable del que toda huella se ha borrado y donde sólo hay un ancho pozo lleno de papas. Un camión cisterna del ejército de ocupación nazi conducido por desertores rusos maniobra hasta el borde con cadenas en las ruedas para poder desplazarse, y luego descarga combustible sobre la cosecha para malograrla. A la lluvia ni siquiera la corta el cambio de plano, que nos traslada hasta una formación ferroviaria de carga rodeada de cabezas de ganado. La cámara sigue a dos oficiales que marcan las puertas de los vagones con tiza. El travelling continúa hasta el último de ellos y los títulos se imprimen sobre la claridad del plano finalmente abierto al paisaje azotado por el temporal. Poco después nos encontramos viendo a través del iris de la mira de un fusil. No sabemos si la segunda voz en off de la película conversa virtualmente consigo misma, con nosotros, con un posible acompañante de la subjetiva telescópica o con sus futuras víctimas, soldados alemanes que morirán ametrallados de inmediato. Desatada la balacera, un camión en llamas pasa por el plano con un sidecar a la rastra sobre el que se bambolea el cadáver de su conductor. Una explosión espanta a un caballo de tiro que no puede salir galopando, prisionero del carro al que continúa acollarado, y un campesino soviético armado abandona su puesto de combate por ir detrás de su vaca que trota asustada por la bomba.
IV. El hombre no tiene sesenta años, es bajito y usa bigotes. Va hacia la parte posterior de la camioneta militar, acomoda el hombro derecho contra ella para empujar mejor y dice, levantando un poco la voz sin desdibujar la amable y sincera sonrisa que permanece en su cara pese a todo lo que ha pasado: “¡Vamos, muchachos! ¡Por la patria!”. La música, que de tan breve no alcanza a ser lírica, mucho menos épica o marcial, no amplifica su arenga callejera y circunstancial, es apenas una puntuación no exenta de melancolía. Después de ella no hay nada; Control en los caminos termina y nos deja un par de dados rebotando en el cubilete: esa última palabra y la mirada del protagonista, que acompaña la satisfacción del personaje pero también coquetea con un fuera de campo que es, por un lado, el de su interior -alegría, gratitud y orgullo personales reavivados por el encuentro previo con un ex soldado de su compañía, ahora superior, que lo acaba de reconocer mientras iba en un jeep, se baja, lo abraza agradecido por todo lo que hizo por él durante la guerra y se va sólo después de haber brindado en su homenaje- y con otro que es el del lugar que ocupa la cámara eludida por sus ojos yendo y viniendo de sí mismo al exterior y de izquierda a derecha, no sin gracia ni pudor (a diferencia de Margaritha Terekova en El espejo, quien miraba a cámara pese a querernos convencer de que no lo hacía a propósito).
Los cuatro personajes más relevantes de las tres películas de German que conozco son hombres de aproximadamente cincuenta años que no tienen familia y están en medio de una guerra o cerca de la muerte, como en Mi amigo Ivan Lapshin, que no deja de ser un policial protagonizado por un comisario durante la segunda mitad de la década del 30.. Ninguno de esos hombres es padre y, sin embargo, la paternidad ronda todas y cada una de estas ficciones. Mi amigo Ivan Lapshin está contada por un hombre que era un chico de diez años cuando suceden los hechos que recuerda desde un presente a colores pronto sustituido por el blanco y negro del pasado, tachonado de insertos cromáticos irregulares y líricos. Uno de los dos protagonistas de Control en los caminos no tendrá tiempo de tener hijos y el otro, acaso, sí, o quizás los tuvo antes y no lo sabemos, pero todo indica que ha suplido –o extendido- esa función con los miembros de su regimiento, mientras que el de Veinte días sin guerra parece tener la vida circunscrita a ese limitado espacio de tiempo en el que sólo hay lugar para amar circunstancialmente a una mujer e irse. La idea de una pareja con hijos parece quedar en todos los casos suspendida, cuando no brutalmente destruida, por la conflagración, como lo sugieren varios episodios con viudas y huérfanos en retirada, ciudades desiertas o en ruinas y peregrinajes de madres y niños detrás de soldados que se pierden en el desierto blanco de la nieve que ciega y sepulta. Los protagonistas de estas tres películas viven un tiempo histórico o dramático en el que la paternidad es inconcebible, además de uno existencial en el que la certeza de no volver a ser hijos se nota asimilada en las miradas y los gestos sobrios, librados de apremios, sapientes, abiertos a instantes de encuentro, placer y camaradería. Son hombres de cuerpos gastados por la historia, responsables de quienes los rodean y de sí mismos, advertidos de que no hay absoluto conciliador si no transcurso, suma de preciosas elecciones.
Aquí puede leerse un texto de Marcos Rodríguez sobre el mismo director.
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