El ser humano sólo puede alcanzar la salvación a través de la gracia divina, aunque sea a costa de su libertad” (Postulado jansenista).

Veo una muchedumbre de hombres semejantes e iguales que giran sin descanso sobre sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres con los que llenan su alma. Cada uno de ellos retirado aparte y como extraño al destino de todos los demás…” (Alexis de Tocqueville. La democracia americana, 1835).

I)- Títulos de crédito sobre fondo verde, luego fundido a otro verde de igual tono; el paño de una mesa de juego sobre el que unas manos dejan caer cartas de póker. Una voz en off dice que desde pequeño quiso los espacios abiertos, nunca se imaginó que de adulto iba a pasar años en prisión. Corte y, en blanco y negro, vemos escenas del interior de una cárcel, hombres jugando a las cartas; solitario en su celda el dueño de la voz off escribe en un cuaderno, relata su prisión, sus hábitos y aprendizajes: leer y jugar cartas. Otra vez un plano detalle de una mano repartiéndolas, funde al paño verde de una mesa de juego en la que, junto a otros, está William Tell, el hombre al que antes hemos visto en la cárcel.

El prólogo de la última película de Schrader parece el de una historia carcelaria, así como su desarrollo parece el de una película de juego. El contador de cartas no es ni una ni otra pero participa de ambas o, más bien, iguala a la cárcel con el juego y viceversa, expandiéndolos más allá de sus ámbitos para transformarlos en metáforas del lugar en que ambos existen. Cárcel y casinos, el montaje por fundido equipara a una y otros declarando que Tell sigue siendo un prisionero aun cuando haya salido de la cárcel. El hombre que eligió para sí un nombre de héroe legendario (en realidad se llama William Tillich), se desplaza por todo su país siguiendo la huella del juego, de un casino a otro aplicando el sistema que aprendió en la cárcel, ganando pequeñas sumas que le permitan vivir sin llamar la atención de los dueños del azar. Road movie de oscuridad, su vida pasa del ambiente penumbroso de las salas de juego, con el rumor de fondo, mecánico y narcotizante de las máquinas y la música monocorde que suena en el vacío, al de las carreteras. No hay más luz en éstas que en los interiores lúdicos en donde juega. Casi ningún plano diurno y exterior prescinde de los colores apagados, de los ruidos en sordina. El resto son cuartos de moteles shepardianos, cubos sórdidos e iguales a los que Tell uniforma con el blanco sudario de las sábanas con las que envuelve todo el mobiliario. Allí, rodeado por el blanco fúnebre de su paranoia, duerme y subsiste Tell entre una escala y otra.

II)- Desde hace tiempo la road movie, ese drama en permanente movimiento dentro del cual surgían los conflictos y sus resoluciones, ha dejado de ser en el cine americano una flecha que vuela recta hacia el oeste. En cambio es común que sus protagonistas se desplacen en círculo, cuando no lo hacen en espiral. El círculo es una figura geométrica perfecta en cuanto no tiene salida. El dilema circular, el de la road movie como género, el de Tell en la película de Schrader, es el síntoma de una enfermedad social, la de una forma de vida que ha llegado a su cenit y, como un sol que se apaga, busca subsistir girando sobre sí misma. Todo es igual en el trazo circular, una inmensa copia de algún modelo platónico original que no está ya en el topus uranus, sino en algún lóbrego subsuelo.

Detrás de esa figura geométrica, empujándola, bloqueando la salida de cada uno, está la culpa. La culpa colectiva y original que nace de la matriz religiosa americana, de la que Schrader formó alguna vez parte en su versión más extremista: el calvinismo. Pero están también las culpas concretas que caen sobre los Tell/Tillich de ese mundo. Tell ha sido soldado, un torturador de Guantánamo que fue a la cárcel entregado por sus jefes a cambio de la libertad de éstos. Un “perejil” siniestro y culposo. En los recuerdos y pesadillas de Tell explotan los sonidos del horror, los de las torturas y vejaciones, las voces de mando de su jefe, el Mayor Gordo. Todo sosiego y toda oscuridad son pocas para compensarlo, toda forma de vida es apenas sobrevivencia después de ser un verdugo del infierno concentracionario. Tampoco nadie puede huir de ese ruedo; en él se reencuentra con Gordo y conoce a Circk, el hijo de otro torturador como él que quiere vengar en Gordo el suicidio de su padre, un salvaje acosado por la culpa.

III)- Tell y Circk giran juntos, uno en fuga perpetua, el otro en busca de venganza. Tell es un padre putativo que quiere enderezar la vida del joven; al dúo se suma La Linda, una mestiza atrapada en el círculo del juego, en su caso como buscadora de talentos entre los jugadores. Con su presencia se integra el trío de una especie de familia ensamblada por las carencias. El pretexto de La Linda es convertir a Tell en un jugador exitoso; ella sabe que no hay éxito posible, atrapada como está en el ruedo del azar, arrojada a él por alguien que amó y la traicionó; escéptica y perdedora en el amor pretende ganar en el juego. El giro del trío se transforma en un remolino cada vez más vertiginoso, los tres juntos con motivos y destinos diferentes.

Viajes, salas de juego, la presencia imperturbable del magnífico Oscar Isaac como Tell, su enfrentamiento con un rival de juego que gira en su mismo circuito; un energúmeno que viste una musculosa con los colores de la bandera americana y al que un desvaído coro de seguidores alienta con un “¡América, América!”, cada vez que levanta los brazos en triunfo. Este triste representante de la fanfarria americana no es un yanqui, o un hombre del Medio Oeste imbuido de los valores xenófobos del americano medio, sino un ucraniano (la película se filmó antes de la guerra ¿Existen las casualidades?). No hay más que eso; sin embargo ronda una permanente sensación de catástrofe, de peligro y angustia; la figura de Gordo aparece y desaparece, se desdibuja como un pretexto para poner en juego los sentimientos de Tell y Circk. El primero no arriesga, va a lo mínimo y seguro para sobrevivir hasta que cede a la tentación lúdico-amorosa de La Linda. El segundo apenas lo hace, arriesga en el paño lo imprescindible para satisfacer a su protector. Su objetivo es la venganza y el riesgo la propia inmolación. Circk va directo hacia él.

IV)- En First Reformed, su película anterior, Schrader recreaba a Diario de un cura rural de su maestro Bresson, guiando a su protagonista religioso hacia un apocalipsis de violencia como hipotética salvación colectiva, de la que lo apartaba al final, ofreciendo en cambio como sacrificio la propia vida del pastor, ya condenado por la enfermedad. En El contador de cartas, en cambio, la violencia y la venganza se concretan casi como una necesidad; parece que Schrader hubiera constatado que no hay otra alternativa ante los Gordo de este mundo. Lo hace en una escena magistral, en la que el fuera de campo y la elusión expanden la potencia y el sentido de los hechos. La oscuridad y el ascetismo de la puesta en escena son de pura raíz bressoniana. El cierre del círculo, y de la película, con Tell en el mismo lugar en donde comenzó, aceptando el fin de su road movie personal, es una particular versión del ascenso a la gracia janseniana de Bresson; para alcanzarla hay que pasar el Rubicón de la violencia, parece decir Schrader. Y su conclusión, contemporánea de la guerra, da miedo. Es difícil mirar de frente a la verdad.

The Card Counter (Estados Unidos, 2021). Guion y dirección: Paul Schrader. Fotografía: Alexander Dynan. Música: Robert Levon Been y Giancarlo Vulcano. Reparto: Oscar Isaac, Tye Sheridan, Tiffany Haddish, Willem Dafoe, Bobby C. King, Alexander Babara, Marcus Wayne, Don Lay, Britton Webb, Hassel Kromer. Duración: 112 minutos.

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