Hablar de cine de género es decir mucho y nada a la vez. Para el que escribe esta nota aquí y ahora consiste en un sistema de relatos que permita sentirse representada en la ficción a una gran variedad de público, el más cabal exponente del cine como hecho social aglutinante. Esta definición parcial implica hablar de estructuras y narración como ejes fundamentales de su funcionamiento. Ello no excluye la posibilidad de un cine independiente y experimental o de mecanismos heterodoxos y poco convencionales puestos al servicio de una historia y maneras no herméticas de contarla. Hacer buen cine de género es hacer un cine inclusivo pero no dogmático ni demagógico. Uno en el que pasen cosas (decirlo así suena ingenuo, pero no somos pocos los que pensamos que muchas de las últimas películas argentinas confunden buen cine con inacción o ensimismamiento apáticos en mundos personales: nada de abrirse a universos con parámetros ajenos al estrecho paisaje doméstico), los personajes tomen decisiones, la puesta en escena sea divertida a la vez que rigurosa, y en el que aquello que conocemos como realidad experimente un proceso de transfiguración que, alejándose de la denominación literal del mundo, mejor consigue revelarlo.

La transitada frase de John Ford sobre realidad y leyenda dice que se imprime esta última, como si el segundo de los términos desplazara y reemplazara al primero, tomando para sí los atributos de la realidad y sustituyendo a esta por las convenciones de la ficción (a tal punto que el cine tomara el lugar de la vida o fuera, incluso, bigger than life), pero al formular sus intenciones lo que hace, en realidad, es sobreimprimir la leyenda en la realidad, no corriéndola sino encimándose, coexistiendo con ella. De este modo, el cine de género no sería un discurso al margen de la realidad sino sobre (acerca de pero, sobre todo, superpuesto a) ella. Un discurso armado en base a situaciones, lenguaje y referentes cotidianos objetivos, pero modificados por el potencial simbólico extraordinario de la ficción. Un discurso que se alejaría de la representación naturalista de la realidad –apelando al fantástico, el exceso pasional, el despliegue físico o el artificio de la puesta en escena- para mejor dar cuenta de ella y, más aún, seguir transformándola en el imaginario colectivo.

Esta lectura del cine de género cómo un palimpsesto que se forma a partir de la superposición de elementos dispares supone una proliferación de signos a distintos niveles que facilita la llegada de la película a más de un (tipo de) espectador, estableciendo alrededor suyo una constelación de miradas diversas sobre el mismo objeto. Pero este modelo de capas yuxtapuestas también implica tensión, y ese es el plus con el que cuenta toda película de género: al desafío afrontado por el director cuando organiza formalmente sus materiales, se le suman las fricciones entre ese microcosmos armado y el tratamiento que escoge darle a los referentes extraídos de la realidad que le sirven de contexto. Ocurre entonces un doble movimiento alrededor de las películas de género: su accesibilidad narrativa propicia el encuentro masivo del público, pero ese mismo uso de un lenguaje común, estandarizado y convencional, abre en los espectadores una zona gris que favorece la discusión sobre el objeto desde los más disímiles y contradictorios puntos de vista. Así, del cerrado universo ficticio se devuelve la película al espacio público de la opinión y viceversa (otra cosa es cuánto esté dispuesto a discutir el aparato cultural de la crítica cada una de estas intervenciones), evitando que el cine se convierta en un coto cerrado indescifrable.

En el peor de los casos, un director sin fuerte identidad repetirá motivos y efectos superficiales hasta el hartazgo (como pasa con el cine de terror japonés y sus clones manufacturados en Tailandia) sin articular ningún tipo de sentido más o menos convincente. En el mejor, tipos como Johnny To alcanzarán a través de un radiante y en no pocas ocasiones preciso barroquismo (Hitchcock decía que era el camino para hacer poesía desde el género) un grado de abstracción y belleza comparables al de cualquier autor contemporáneo constituido como tal por afuera de la industria. Unos y otros, sin embargo, contribuyen con su apropiación —epidérmica o sustancial— de la sintaxis de los géneros, a que el cine sea una lengua viva, un rumor masivo y cotidiano. Lleno de lugares comunes, abyecciones gramaticales y muletillas, es cierto, pero por eso mismo abierto a las connotaciones, giros, juegos verbales, particularidades y (de)gradaciones que impiden su extinción.

Cuando empecé a escribir esta nota, y contra el sentido común que dicta no ocuparse del asunto hasta que el texto ya esté terminado, de inmediato se me ocurrió un título: Géneros de Oriente, o por un Recontra Nuevo Cine Argentino también orientado a los géneros.

No sé con exactitud cuáles son los motivos de la indiferencia bastante desdeñosa hacia ese tipo de cine, pero sí que están directamente relacionados con la falta de alegría, goce, placer, espíritu juguetón y vitalidad musical que lo aquejan y nos alejan cada vez más de su demacrada poética, por más premiada que sea en festivales de primer y segundo orden. En el número 36 (Noviembre, 1998) de la revista Film, uno de los colaboradores arrancaba la crítica de una película de género diciendo que “no era descollante, y mucho menos una obra maestra” para luego agregar, a modo de manifiesto todavía vigente que “eso la hace necesaria en estos tiempos de estridencias millonarias y de intelectuales que, cada uno por su lado, intentan captar al público. Ni las películas descollantes ni las obras maestras, sin embargo, reparan realmente en él. (…) Hoy el trabajo consiste en contar historias y no en formular declaraciones, transmitir obsesiones o dictar lecciones; consiste en pensar en el espectador como un destinatario y no como un medio. (…) La narración clásica no es una moda sino más bien una meta necesaria, que muchos denigran / admiran / ignoran, pero que pocos saben hacer bien”.

El texto de Adrián Caetano a propósito del estreno de Vampiros, de John Carpenter, puede leerse como una declaración de principios a la que el director de Crónica de una fuga ha probado adherirse durante casi una década, y junto con él sólo tres o cuatro directores argentinos más. ¿Por qué tan pocos? Porque dedicarse a contar historias con inteligencia y sentido de los medios expresivos cinematográficos es, como el propio Caetano señala en otro fragmento de aquella crítica, un “trabajo sucio” que no depara dinero rápido, popularidad o prestigio artístico. De eso sigue tratándose la cosa, entonces, de contar historias a la manera clásica pero procesada por la conciencia contemporánea del artificio (como lo hace el propio Caetano mirando a Carpenter o Szifrón a De Palma y Coppola) o de hacerlo según el modo desgarbado, extremo, desprolijo, retórico y excesivo de los orientales (que miran a los subgéneros europeos de los 60 y 70). La imaginativa resolución de secuencias de Mala carne (Fabián Forte, Argentina, 2003) o el desparpajo de El boquete (Mariano Mucci, Argentina, 2006) travistiendo a uno de los ángeles de Smith en policía motorizada y a Valentina Bassi en Gilda para que se enamoren al compás bailantero, son hallazgos parciales y larvados, pero suficientes para demostrar que otro espíritu —menos lánguido, menos inconsistente— es posible, que también corre sangre por las venas del cine nacional, que hay gente dispuesta a trabajar, ensuciarse y jugar por un cine vivo, compartido, turgente.

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