Hablar sobre Rodrigo Tarruella, su azarosa vida urbana, su longilínea figura quijotesca –un improbable Quijote de a pie envuelto en humo de tabaco negro- es, a casi quince años de su muerte, caer en los lugares comunes que lo hicieron, aun en vida, una leyenda en el ínfimo espacio de la cinefilia porteña del fin del milenio.
Rodrigo caminando, encorvado, gastando sus borceguíes número 47. Rodrigo sentado frente a la enorme mesa que desbordaba el living en su diminuto departamento de la calle Rawson, encorvado, escribiendo en su Lettera o, muy de tanto en tanto, comiendo un arroz viejo saturado de gorgojos. Cuestión de tamaños; largo y flaco como un fideo o una tenia, acomodando su cuerpo escueto en sucesivas viviendas de alquiler, cada una más pequeña y oscura que la anterior, tanto como para apenas contener la enormidad de su antiguo mobiliario español heredado de su padre, el hispanista Alfredo Tarruella, poeta como él. Rodrigo aporreando las teclas de su ínfima máquina, que parecía obligarlo a esa escritura telegráfica, desdeñosa de cualquier artificio, escritura que, jugando contra el tiempo, acertaba en el corazón de cada asunto.
Rodrigo Tarruella multiplicado o dividido: pintor, poeta, cuentista, novelista secreto, cinéfilo desde la infancia y luego crítico casi obligado, una cuestión de supervivencia que se transformó en razón de vida. Todo era extremo para él. Bueno o malo, negro o blanco, grande o pequeño, King size o small size, that was the question. Lungo entre los altos, un esqueleto entre los flacos, miope con cristales de desmesurado grosor, lo suficiente como para que sus anteojos parecieran blindados; cascarrabias, depresivo, torpe hasta la discapacidad. Un niño perpetuo, un Peter Pan imbuido del sentimiento trágico de la vida, una vida que en sus aspectos cotidianos le quedaba grande, king size, modelo imposible de afrontar en sus diarios desafíos: comprarse el calzado, cocinar, comer, cuidar su salud, conseguir dinero para pagar cualquiera de esas actividades; alma penante en el mundo de lo práctico, Tarruella se iluminaba en la oscuridad de la sala de cine (contradicción frecuente entre los cinéfilos, llevada por él al extremo) para luego recrear esa iluminación en el momento y en el acto de la escritura. Allí era grande, un gigante a la altura de su cuerpo, enorme, inalcanzable. No obstante, la crítica fue una práctica tardía en su vida. La escritura, en cambio, estuvo siempre. Un poema, algún cuento, los fuegos fatuos de su única novela, inédita y perdida, todo era escritura en él, como antes había sido imagen; muy joven empezó en la plástica junto a su madre, la pintora María Estrella Gutiérrez. Imágenes sumadas a los signos, siendo un chico aprendió los rudimentos del idioma árabe, un tío arabista lo inició en las complejidades de ese mundo de trazos y sonidos diferentes. Su padre –un hombre severo hasta la exageración, un falangista que nunca encontró su lugar en el mundo cultural y político de las primeras décadas del siglo pasado. “Un poeta entre los fascistas, un fascista entre los poetas”, según su hijo- lo obligó a sostener el estudio de esa lengua. Una oportuna mudanza a Mar del Plata del tío arabista lo salvó del aprendizaje que él había asumido como un castigo; Rodrigo decía haber olvidado enseguida aquel idioma, pero ¿Cuántos diferentes ángulos de visión le habrán facilitado esos signos sumergidos en el fondo de su memoria, esa insondable fosa marina de la que emergieron tantas bellas criaturas desconocidas? ¿Cuánta riqueza inconsciente habrán aportado a su escritura sincrética?
“Un poeta entre los fascistas, un fascista entre los poetas”. El mismo dilema, aunque con distinto signo ideológico, habrá recibido Rodrigo por vía de la genética o la proximidad paterna. De tal matriz disconforme habrán venido sus desencuentros y desmesuras. Todo es enorme o ínfimo cuando se evoca a Tarruella; enorme e ínfimo, contradictorio e imposible, una summa de saber y angustia que sólo encontraba coherencia en el papel, allí en donde Rodrigo dibujaba o escribía, escribía y dibujaba en el mismo tiempo y espacio (los originales de sus poemas desbordantes de flechas dirigidas hacia ninguna parte, de signos, dibujos y palabras sueltas que acotaban, completaban o contradecían el sentido del texto). Cruces, de sentidos posibles en sus escritos, pero también cruces alzadas desde el suelo de su memoria, marcando los hitos de un pasado lleno de deserciones: “Dejé la plástica en cuanto empezaron a premiarme, dejé la poesía en cuanto me publicaron. Borges y Bioy me premiaron un cuento y nunca más escribí uno. Mi vida fue una fuga. De no haberme fugado hace rato que estaría en el hoyo”, nos dijo alguna vez.
¿De qué se fugaba Tarruella? ¿En qué rincón de su vida germinó el malestar perpetuo que lo acompañó hasta el final? Ya no lo sabremos. No sólo porque está muerto, sino porque mientras vivió no hubo ciencia, ni fe, ni ideología que aliviara sus desasosiegos. Ni la psicoterapia, ni la medicina, ni el consuelo de un dios ausente. (Quizá sólo el amor final de Ana, su última mujer). Tan sólo la realidad de una hoja en blanco que, con dolor, se iba llenando de palabras austeras, cruces de saberes diversos, aprendidos entre el estupor de estar vivo cada mañana y el de afrontar la inmensa tarea de calzarse los borceguíes, de salir a la calle y caminar, de encontrar –y perder- a la mujer ideal, de comer o de escribir para ganarse la vida, o de vivir para la escritura. Todo era una fuga. “Irse/dejar/dejar de ser/dejar de estar/Partir del todo de 1 buena vez… una tarde de primavera dudosa/una dudosa noche de calor… partir/dejar el miedo/la vida mordida…”, decía en uno de sus poemas.
Pero todo fugitivo deja huellas. Y las de Tarruella están impresas, felizmente* para nosotros y quizá a pesar suyo; sus palabras cruzadas de beatnik tardío, de hombre a contramano que encontró en la pantalla del cine la síntesis de sus saberes fugitivos. El cine guardaba para él un código capaz de ordenar el caos en donde habían nacido aquellos dolores ínfimos y gigantes, íntimos o apropiados a cualquier prójimo. Descifrar ese código fue la tarea que le preservó la vida durante más de medio siglo, la única tarea de la que no se fugó, la que le ayudó a ponerle su magro cuerpo a la muerte.
“El cine es más grande que la vida” era un lema de batalla en el Hollywood clásico. Podría haber sido también el estandarte tarruelliano; el cine realzaba su vida, espesaba su sangre sospechosa de infección romántica, conjuraba sus angustias y arrinconaba sus miserias. Luego, durante un rato, cuando los planetas se conjugaban y la noche se abría, Rodrigo era escritor. Frases breves, epigramas, flechas en el blanco, puro sentido, nada de oropel. La cruza de todos sus saberes se fijaba en el texto: los novelones históricos españoles impuestos por don Alfredo, el signo arábigo olvidado, el Tao y el Buda, la historieta y la pintura, la arquitectura y los libros de Alan Watts, la poesía de Cardenal y el latinoamericanismo antiimperialista a la vieja manera Martí o Sandino, el tango y el jazz, Conrad y Kerouac, los beatniks, Borges y Yupanqui; el cine mismo, memorias del Hollywood dorado visto con devoción y clandestinidad contracultural (contra la cultura clásica del enervado don Alfredo) en los cines de barrio de su infancia, articuladas al principio con los códigos de sus maestros (o, con más propiedad, de sus antecesores fraternos en la crítica, los precursores de Cahiers du Cinéma); a los que sumaba los de su cosecha propia, Fernando de Fuentes y Hugo del Carril, Berlanga y el primer Zhang Yimou, Manuel Romero y Leonardo Katz, Jorge Acha y Armando Bo. Desde ya y como estandarte, la deslumbrante generación que ganó las trincheras de Hollywood en los 70: Coppola, De Palma, Scorsese, Walter Hill, John Carpenter; todos ellos eran pioneros de una tierra conocida, los que como él habían abrevado en el cine clásico americano. Pero también las segundas o terceras líneas de esa generación, los que hicieron una o dos películas y se perdieron en el anonimato, películas a las que Rodrigo rescataba con prolijidad en El amigo americano, Biógrafo, o cualquiera de las revistas de escasa circulación en las que escribió hasta que llegaron Fierro y El Amante.
Jack Starret, Jeannot Szwarc, Jeremy Paul Kagan, Steve Carver. Otra vez, de lo grande a lo pequeño, el trébol de cuatro hojas entre la gramilla, el diamante en bruto que sus ojos cuadruplicados se empeñaban en pulir, y otros deslumbramientos secretos, inaccesibles para cualquier otro: esos directores japoneses desconocidos que había conocido en un centro de la colectividad nipona, en idioma original y sin subtítulos (¿Ozu, Naruse, aún invisibles en la Argentina?) ¿Sabía japonés Tarruella? No, pero debió adivinarlo empleando esa misma facultad de asociar fenómenos e ideas disímiles, de avanzar en diagonal sobre la lógica y deslumbrar con conclusiones que al lector le sonaban a iluminación. Un estilo único (el cartesianismo brillante de los primeros cahieristas no resiste comparación frente a la escritura de Rodrigo), una visión distinta forjada entre su miopía protectora y su respiración asmática y tabáquica. Saber sin erudición fluyendo con la suavidad de un arroyo de llanura entre los textos. Esos cursos de agua que, tal vez a pesar suyo, no frecuentaba, porque era un inevitable bicho citadino, un caminador impenitente, diurno y nocturno, de una ciudad que a veces amaba y otras padecía, pero de la que no se podía apartar. Amor por el Abasto, barrio en donde transcurría su novela perdida, en sus palabras un delirio fantástico poblado de sectas y fantasmas gardelianos.
Es una pena que Tarruella también se haya fugado de esta, su única novela. Sin embargo tal vez sea un acto de justicia póstuma e involuntaria que en un ámbito de ese mismo barrio, al que él creía perdido para siempre, destruido en su esencia popular, tenga su sede un festival de cine. Quizá lo hubiera sentido como una revancha. Una paradoja más en una vida repleta de ellas que hoy permite, finalmente, editar sus textos, esas encrucijadas de palabras dirigidas al corazón de unas tinieblas venturosas, las del cine, de las que Rodrigo Tarruella extrajo como pocos una piedra pulida y sabia, un satori de celuloide capaz de iluminarnos mucho más allá de la pantalla.
Publicada en Jugar (La luz de otra cosa): Textos críticos de Rodrigo Tarruella, Bafici 2009.
Los fotogramas incluidos en la nota pertenecen a la película Cinéfilos a la intemperie, realizada entre 1989 y 1990 y estrenada en 2005. Estuvo dirigida por Carlos O. García y Alfredo Slavutzky, quien aparece junto a Tarruella en la última fotografía. Se puede ver en Youtube: https://www.youtube.com/watch?v=5rKO-Swbcts, https://www.youtube.com/watch?v=pixHs9YK998
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