Atención: Se revelan detalles importantes del argumento.
La vida es diferente cuando se la vive a cuando se la examina.
Julien Gahyde.
Luego de pasarse años tratando de adaptar la novela de Stendhal, Rojo y negro, Mathieu Amalric -instado por el productor independiente Paulo Branco a no dejar pasar más tiempo- finalmente se decidió por adaptar la novela del belga George Simenon a través de su pluma y la de su mujer, Stéphanie Cléau, quien interpreta a Esther en su primera aparición en la pantalla grande. El cuarto azul se transformó así en su sexto largometraje, con una duración atípica de hora y cuarto, rodado en cinco semanas (el rodaje iba a ser de sólo tres) con un presupuesto escueto, digno del mejor espíritu de la serie B. Uno no puede más que desear que su director siga poniéndose detrás de cámara con mayor asiduidad al aventurarse a tomar riesgos con resultados como éste.
En su Tournée, filmada cuatro años antes, el personaje de Amalric se hallaba rodeado de las curvilíneas mujeres del new burlesque, cercano al Cosmo Vitelli que interpretaba Ben Gazzara en The Killing of a Chinese Bookie de Cassavetes, con un pasado noir y viso gangsteril más insinuado que desarrollado. El cuarto azul también lo encuentra entre féminas delante de cámara, pero esta vez en una radical subjetiva de los acontecimientos, con la vertiente policial acaparando casi sin esfuerzo el esqueleto de un relato que continúa la herencia voluptuosa del ‘amour fou’ nouvellevaguiano y la sobria fatalidad e indefensión de la psicología del cine negro en el marco de un melodrama de pasiones díscolas. El relato nos mantiene al filo en un anagrama maestro de elipsis narrativa y pistas inconclusas, con la osadía de evidenciar el cadáver incriminatorio recién pasados los cincuenta minutos de metraje, abocándose pacientemente a un tratamiento que se circunscribe próximo al thriller judicial, clínico y comedido, de apariencia clásica y simple cuando en realidad no lo es tanto.
El cuarto azul es, al menos en la mayor parte de su metraje, un relato minucioso y preciso que no duda en dilucidarse a través de ambigüedades cognitivas, interpretativas y hasta polisémicas. Su agudeza, espasmódica, nos retrotrae al Chabrol provinciano experto en radiografías burguesas, pero sin el distanciamiento impertérrito de algunas de las obras canónicas del maestro parisino. Amalric -y su cine- es usufructuario de una organicidad instantánea, lo que admite que algo del orden de lo caótico se entrometa en la puesta en escena depurada, una espontaneidad poco equidistante al rasgo estatuario y calculado de los personajes y la cámara chabrolense acostumbrada a la frialdad de geometrías espaciales definidas. Amalric mantiene la distancia de la interpelación policial -que algunos podrán confundir con frialdad- como contrapunto acertado al fervor sanguíneo de los encuentros crepitantes en el cuarto azul. Sin embargo, en todo momento se muestra íntimo, en una suerte de impresionismo noir, por momentos lírico, tanto en el plano formal como psicológico.
El cuarto azul jamás parece desligarse del todo de su clasicismo influenciado por la RKO de los 40’s, por el Angel Face de Preminger y el cine de Hitchcock, y por la potencialidad asesina del hombre ordinario según Fritz Lang; sin embargo, Amalric propone un vuelco admirable en la utilización de una temporalidad dual transformada en un rompecabezas modernista, con una puesta en escena que en un principio se revela manierista pero que tiene el merito de no caer en la vana suntuosidad, abarrotada por un espesor psicológico que hace que su Julien se detenga en los instantes descontextualizados de la memoria profunda. Más que tragedia prepondera una desconexión monomaníaca que conduce a la nostalgia.
Julien atraviesa una crisis con su fantasmal esposa Delphine que, a primera vista, pareciera ser de índole sexual y restringirse al seno de la pareja. Sin embargo, se insinúa una sordidez más atrayente y subrepticia, a través del personaje de la pequeña Suzanne -hija de ambos- que pareciera ocupar un rol central de compleja vinculación con Julien, que desde pequeño ha perdido todo lazo genuino con lo femenino (su madre y su hermana bebé fallecieron en un accidente cuando él tenía siete años). Amalric crea significantes de montaje y muestra detalles que insinúan y advierten una mayor conflictividad no sólo en lo matrimonial sino en el ideario familiar; las pistas operan vinculando abiertamente a la despierta Suzanne –siempre atenta a los procederes de Julien- con la amante de su propio padre.
Los viajes a Triant los tienen a padre e hija juntos pasando por la farmacia donde Esther trabaja, o a Julien espiando el tórrido cuarto azul mientras ella observa atenta desde el asiento trasero del auto. Durante las vacaciones familiares, en el helado de Suzanne se posa una abeja que nos conecta inmediatamente con aquella otra que camina sobre el vientre húmedo de Esther luego del acto sexual. Para las fiestas, es llamativa la sugerente bicicleta azul que recibe de regalo una nena, o aquel expediente que abre el juez, y en el que se alcanza a leer Esther Despierre, mi mujer, que luego por raccord de montaje transforma la textura de la página blanca en la misma nieve que la pequeña pisa dejando sus huellas. Quizás la más estremecedora insinuación se explicite en el abrirse de piernas de Esther creando una sombra que, también por efecto de montaje, se cierne sobre el rostro de la pequeña Suzanne dormida. Entre otras peculiaridades, también destaca la fascinación de Julien por un muñeco -que coincide con las ilustraciones que Suzanne observa durante las vacaciones- rodeado por dos peluches de mayor tamaño, durante el interrogatorio policial; o el dramático plano detalle de las manos tomadas de Julien y Suzanne, con ese guante color rosa sugiriendo cierta conexión de su padre con la frágil femineidad que más adelante sollozará. Concluyente es la virulenta reacción de Julien contra Esther y frente al juez, que se produce sólo en el instante mismo en el que ella comienza a hablar de su hija, y no antes cuando menciona a la desplazada Delphine.
Anquilosado entre el rubio realismo y la morocha fantasía de herencia hitchcockeana (ambos placeres onanistas), Julien entabla un vínculo de histérica carnalidad con la tenebrosa morocha Esther -casada con Nicholas, un hombre de salud frágil y en declive-, alejada de la figura clásica de la femme fatale que se sustituye por un pathos irrefrenable. Mathieu Amalric interpreta a Julien con una vulnerabilidad y un desamparo angustiantes, presto a ser devorado por la figura femenina (la abeja reina, diría Marco Ferreri), al tiempo que invadido por un comportamiento emocional antitético que contrarresta la opacidad de la investigación que lo aprisiona en una culpa irremediable y difusa. La contradicción de Julien no sólo se expresa en acciones ambivalentes sino también en climas visuales y texturas cromáticas, sin ir más lejos su vestuario va del tono azulado al rojo incesantemente: el pulso de la neurosis fluctúa incansable en su interior entre la lógica de la significación y lo inefable empírico. Es en esta instancia donde se plantea la problemática de la interpretación y el asomo de la palabra con su especificidad, condición necesaria para la búsqueda de sentido y la objetiva descripción de los hechos que la investigación judicial –y la película- requiere y le demanda a Julien. Amalric bucea con perspicacia en las implicancias de la obsesión y el probable crimen pasional que examina, pero con la certeza de que lo experimentado es irreproducible y el instante siempre impreciso, sin motivaciones claras. La palabra traiciona y el alcance de la pasión escapa a todo análisis, todo punto de giro racional se agota ininteligible. Tal como los gemidos dichosos de los amantes invisibles, en el microcosmos de paredes azules, a través de un cristal psíquico que actúa como una cápsula enajenada de toda periferia diurna en el culmen del orgasmo. Este encierro perimetral provee el distanciamiento necesario para lo que Julien denomina la verdadera revelación en la unión de sus cuerpos físicos. Pero absorto en el elixir de la libación, Julien se ausenta también emocionalmente, respondiendo a preguntas que pareciera apenas poder precisar. Cuando el marido de Esther hace su aparición inesperada, Julien huye y ante la pregunta «¿adónde vas?»; se detiene sin respuesta, en un instante fugaz de sol que, por sintaxis de montaje, Amalric une con un gendarme azul atravesando la cámara y el horizonte del perplejo Julien.
En Hitchcock el crimen era moral más que material, y puede que Julien sea el hombre equivocado inmiscuido en un berenjenal de culpabilidad y sospecha, en donde el envenenado vaso de leche más blanco del cine se sustituya por unos frascos de mermelada de ciruela rojo sangre. O probablemente no. Lo cierto es que Amalric condensa unidades temporales entablando una relación dramática entre significantes: la gota roja de sangre que cae de los labios sellados de Julien en razón de las mordeduras de la vampiresa (Esther lame la sangre de sus labios), con la gota roja de la mermelada incriminatoria que cae de la cuchara de Delphine. Un rojo altisonante en un degradé homogéneo y azulado, motivo por el cual Amalric acierta al filmar su relato en el formato clásico de 4:3, enfatizando el cariz noir que desarmoniza los sujetos de su entorno y mantiene la imagen plana y directa. Un rojo que no sólo se expresa en sangre y mermeladas de ciruela, sino que es también la señal de bienvenida que Esther da cada jueves al colgar su toalla roja en el balcón, e incluso parece enfatizar la vuelta de tuerca que resignifica los hechos a través de la mirada turbadora y la roja cabellera de la madre de Nicholas, de capciosa declaración ante el magistrado (si de madres hitchcockeanas se tratase habría que escribir un tratado).
Lo cierto es que Amalric es capaz de trastocarlo todo y luego dejarlo a un costado, en función de un último coitus interruptus argumental que prefiere sembrar la interrogación en nuestra mirada de los hechos, justo en el instante en el que todo punto de apoyo objetivo parecía radicar en la figura del juez de instrucción –interpretado con deleite superior por Laurent Poitrenaux- y la ilación detallada de los cabos sueltos entre la imagen y sus demarcaciones, en el desafecto entre lo dicho (lo irreal) y lo experimentado (lo real). ¡Más palabras!, exclama Julien frente a los gendarmes azules.
El intrínseco desinterés chabroliano por la trama –McGuffin en favor de las implicancias de sus personajes, sin olvidar la total falta de juicio hacia ellos, a su vez, herencia de Simenon- se hace evidente en el deliberado anticlimax que proponen los minutos finales. Lo curioso es que en la elipsis fragmentaria de su narrativa y el efecto casi onírico de la percepción de Julien, la trama enrevesada -hasta este punto rica en información y devotamente funcional al propósito del suspense– le permita el acto valeroso, y sobre todo libre, de mantener irresoluta toda construcción lograda; apenas sugerida por el entrecruzamiento de miradas que van del desespero al reconocimiento, y luego a la euforia silente de un nuevo encuentro. El cuarto azul es como aquella ruta nocturna que apenas divisa su horizonte al desenfocarse desde el asiento delantero de un auto que se observa a través de los ojos de Julien, y que Amalric confunde ex profeso con una pantalla de cine, en explícito manifiesto acerca del destino de toda progresión dramática que se interroga. Al mantener toda ambivalencia sobre el acto criminal, jamás sabremos si Julien y Esther están realmente implicados en el crimen que se les imputa. En última instancia, poco le interesa a su autor dar todas las pistas que sugieran cierta reconstrucción plausible para el potencial enjuiciamiento por parte de los espectadores. Tal como hacía Chabrol, la película no se encargará de ejercer su laudo, sino de presentar un terreno equívoco cuyo mayor don es desatender la progresiva red de conceptos para detenerse en la contemplación de un azul vital, que al igual que Julien, posa nuestra mirada en un rincón de la sala, en los insectos del empapelado, en el sol en la pared rebrotando la fantasía de algún instante ido, indecible en la quimera de aquella sensualidad íntima. En el cuarto azul la ley del deseo se desnuda de toda mirada ajena, pública, social.
Aquí puede leerse un texto de Nuria Silva sobre la misma película.
El cuarto azul (La chambre bleue, Francia, 2014), de Mathieu Amalric, c/Mathieu Amalric, Léa Drucker, Stéphanie Cléau, Laurent Poitrenaux, Mona Jaffart. 76′.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: