Omar-movie-posterHay una realidad tangente que suele incomodar, enfrentar y frustrar a un amplio espectro del progresismo humanista e idealista actual, que en la frustración -justamente- suele hallar el combustible que retroalimenta (¿paradójicamente?) esa noción de “idealismo” que intentan sostener: palestinos e israelíes no tienen nada en común y, sobre todo, no quieren tenerlo tampoco.

El espacio geográfico en el que ambos pueblos viven no es compartido si no disputado. Unos a otros se llaman “usurpadores”. Ambos tienen como aval sus textos sagrados y las palabras de un dios al cual también se lo disputan de la misma forma que al espacio habitado (por habitar) en el que centran sus conflictos. No son hermanos, no son vecinos, no son amigos y no quieren serlo tampoco. Geografía y dios no son más que meros objetos de disputa: Caballos de Troya donde se incuban y enroscan enormes intereses políticos, económicos, religiosos, sociales, identitarios. Geografía y dios no son más que excusas a partir de las cuales, el “método” de disputa es la violencia total. De un bando y del otro. Desde una excusa a la otra. Palestinos e israelíes no quieren ni pueden tener nada en común porque la violencia que se practican los unos a los otros no los deja ni dejaría tenerlo. La voluntad que los alimenta es la de la agresión permanente (y el exterminio de ser posible) y no el de la armonía o la mera convivencia pacífica.

Dentro de este contexto de violencia extrema y falta de empatía absoluta entre dos culturas milenarias, se alza, de un lado, uno de los ejércitos más poderosos del planeta, regido por un poder infinito de recursos que van desde lo meramente bélico y tecnológico, hasta lo maquiavélicamente psicológico y fisiológico. Del otro, se alza un pueblo hacinado y mutilado por sus propios dirigentes que, encima, tiene que soportar la agresión de este ejército monstruoso. De un lado se alza una nación donde cada uno de sus habitantes mayores de 22 años en las últimas tres generaciones ha sido altamente entrenado como soldado. Del otro, se alza una nación cuyos habitantes, sumidos la gran mayoría en la pobreza, son forzados a combatir una guerra sin siquiera tener un arma apropiada con la cual luchar.

El resultado: un conflicto eterno -a veces más escalofriante, a veces más terrible- que se bate y debate en todos los niveles sociales que estos dos bandos, estas dos culturas, estos dos pueblos, presentan como escenarios de combate y violencia y donde siempre, de un modo u otro, el pueblo palestino pierde y seguirá perdiendo ante sí mismo.

Al menos esto, desde un punto de vista por momentos interesante, por momentos bordeando el cliché y el golpe bajo, intenta expresar Omar de Hany Abu-Assad.

Omar, el protagonista principal de la película, es un joven palestino, alegre, bien educado, trabajador, ingenioso, maduro, enamoradísimo de la bella Nadia, la hermana de su mejor amigo Tarek (un joven que opera en brigadas de ataque palestinas con un cargo, al parecer, alto), que cierto día recibe una urticante golpiza y humillación por parte de un grupo de soldados israelíes mientras volvía a su casa caminando por una ruta desierta. En venganza a esta humillación, Omar decide acelerar un plan para el cual se venía entrenando junto a Tarek y Amjad (su otro amigo de la infancia) y asesinan una noche, desde las sombras, a un soldado israelí apostado en un chekpoint de la frontera. Al día siguiente, la inteligencia israelí persigue a los tres amigos -a los cuales ya tenía identificados de antemano- capturando y encarcelando a Omar, obligándolo -luego de someterlo a un sádico juego psicológico del gato y el ratón- a colaborar para la captura de Tarek identificado como el principal ideólogo y ejecutor de la muerte del soldado.

omarA partir de aquí, todo se vuelve un virulento escenario de simulaciones y conspiraciones; de traiciones, venganzas y fidelidades atormentadas casi en ligero tono shakesperiano (quizás, lo mejor de la película) donde el amor, los celos, la envidia, el odio, la perfidia, los intereses personales y políticos ponen en relación a un grupo de jóvenes palestinos totalmente encerrados en su propia trampa: la violencia como solución a una violencia aún mayor.

Y es en esta noción de “trampa”, que el eje planteado por Abu-Assad cobra mayor relevancia. Todos se engañan o buscan engañar en la película. Estado e individuo, raza y persona, amigo y hombre, enamorado y enamorada: todos en Omar, de un modo u otro, se traicionan o terminan traicionando y siempre para mal. La pregunta que la película solapadamente plantea ante estas relaciones -y que lamentablemente responde- es: ¿quién es el culpable de tanta especulación y traición? La respuesta es clara y simple: Israel.

Omar, Nadia, Amjad, Tarek, indudablemente -según deja suponer tímida e inocentemente la película-, vivirían de otra forma, se vincularían de otra forma y, sobre todo, se amarían de otra forma si Israel no estuviera irrumpiendo en sus vidas. Todo escenario íntimo e interpersonal sería diferente si Israel no estuviera entremedio condicionándolos y mutilándolos (como bien simboliza ese muro que Omar siempre trepa y cruza). Omar y Amjad se disputarían a Nadia de otra forma, en otros términos, con otros recursos. Desde saltar ese muro hasta disparar un arma de los años 40, desde un llamado por teléfono hasta un papelito entregado bajo una taza de café, todos los protagonistas de Omar vivirían o hubieran vivido (y nunca mejor usado el subjuntivo acá) de otra forma: al menos, en otros términos, sin tanta “trampa” y violencia.

El final de Omar no deja lugar a otra conjetura y quizás en esta sentencia categórica es que la película muestra, lamentablemente, su peor flaqueza como ya habíamos anticipado: Abu-Assad parece subestimar a sus propios personajes (quizás de la misma forma que lo hizo en su anterior película del 2005, Paradise now): a la forma que tienen los mismos de vivir bajo los mandatos de sus propias pasiones y, sobre todo, elecciones, pues, cuando la culpa siempre es del “otro”, uno mismo se termina posicionando en un rol de “víctima” que, paradójicamente, lo termina transformando en su propio victimario: victimario de sus propias limitaciones, de su propia incapacidad de resolución. Por eso mismo “Omar” (como la película bien se llama y posiciona al querer contar, a priori, la historia de un individuo) parece desdibujarse en un símbolo de mártir y martirio palestino, más que en la modesta vida de un hombre que vive bajo las causas y efectos de sus propias determinaciones más allá del contexto donde las ejerza.

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Lejos de presentar estas limitaciones e incapacidades desde un punto de vista “kafkiano” donde la opresión es tan asfixiante que la noción de víctima y victimario se funden en un amasijo que supera (y con el peor de los efectos) lo meramente humano poniendo en relación lo trascendentalmente sistemático, al Sistema en sí, Omar muestra cómo la aparente “falta de escapatoria” del palestino que sufre y sigue sufriendo, más allá de las rencillas íntimas, siempre tiene como influencia fundamental al Estado de Israel y su política de estado. Si Omar conspiró para matar a un soldado fue porque previamente, a él lo maltrataron. El fin justifica los medios: sin embargo, los “medios” palestinos parecen estar justificados por los fines israelíes y acá es donde el huevo y la gallina cobran un rol fundamental a la hora de “legalizar” la muerte en esos territorios según la visión de Abu-Assad.

Recientemente, en un muy interesante documental que circula por internet llamado The green prince (2014) de Nadav Schirman, se puede ver cómo la policía secreta israelí captura, manipula, obliga y utiliza como espía, agente y “topo” de inteligencia a nada más y nada menos que Mosab Hassan Yousef, el hijo de uno de los más altos dirigentes de Hamas que durante casi veinte años, conspiró en contra de su propio padre, de su propio pueblo, de toda la estructura bélica de Hamas. Durante casi veinte años conspiró por sí mismo, justamente, para sí mismo. En The green prince, todas las trampas, artimañas, torturas y ofrecimientos que la inteligencia israelí le inocula a Yousef para que traicionara a su propio padre tienen principio y fin en las propias ambiciones (motivadas por traumas de la niñez e ideales varios) del propio Yousef: Yousef fue manipulado porque se dejó manipular, porque le convenía serlo y hacerlo.

En Omar, lo que Omar acepta o rechaza, lo que Omar finge o infringe, tiene como punto de fuga, de justificación final, al Estado de Israel sin matices casi (por más que los intente exponer) y acá es donde el drama psicológico se demuele -lejos, pero lejísimo de la estética notable del notable Elia Suleiman- en mero panfleto político… En uno que le cae muy bien a esos humanistas e idealistas de los que hablamos al principio: a esos que se alimentan en la propia paradoja de la frustración de sus ideales; a esos que les cuesta reconocer que se alimentan de una paradoja precisamente. De una frustración.

Aquí puede leerse un texto de Eduardo Rojas sobre la misma película.

Omar (Palestina, 2013), de Hany Abu-Assad, c/Adam Bakri, Leem Lubany, Samer Bisharat, 96′.

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