Como ya lo hiciera en su película anterior, Hereditary (2018), Ari Aster parte del drama familiar, signado siempre por el manto de la muerte, para plantar al espectador frente a un universo impío donde la extrañeza ante un otro enrarecido es el motor generador del horror, para abandonarlo, luego, en el absoluto desasosiego, sin brindarle un camino salvador.
El caso de Hereditary no es aislado, en tanto que, desde hace algunos años, el cine de terror se apoya en el drama para estructurarse y generar el miedo buscado, pero un miedo que no se basa en los mitos sobrenaturales sino en situaciones coloquiales donde ronda la muerte. Personal shopper (Assayas; 2017), Get out (Jordan Peele; 2017), The killing of a sacred deer (Yorgos Lanthimos; 2017), son solo algunos ejemplos.
En Midsommar, la música de apertura en tonos agudos presagia agoreramente desde el primer momento el desenlace. El duelo ante la muerte de los progenitores es un tópico recurrente en Aster. La tragedia se inicia en la primera escena, en el seno de la vida familiar: tras la muerte de su hermana y el suicidio/asesinato de sus padres, Dani (una impecable Florence Pugh) se aferra a una relación que no termina de anclarse jamás. En la búsqueda de conformar, de ser parte de una familia, ella y su novio conforman una pareja que se habla a través de espejos, que no comparte cercanía ni espacio físico de ningún tipo y que, cuando lo hace, son las palabras las que la alejan, forzando una relación que no se termina de armar nunca tras años de lucha -en contraposición a la otra pareja que se muestra, que está siempre unida y en tonos cariñosos-, y que a lo largo de la película se deteriorará más y más, concluyendo con lo inevitable, con la férrea determinación del Destino en la Tragedia clásica . En medio de esa orfandad es que la protagonista llega a otra familia: la comunidad sueca que celebra cada noventa años el Midsommar.
La delicadeza y austeridad de los paisajes helados con tonos infaustos dan paso a la pradera que se calcina en frugales tonos verdes. De un lado, aparece una familia que se cansó de todo y quiere oscuridad. Los retratos familiares pugnaban en penumbras únicamente quebradas por las luces de una patrulla policial. La luz aparecerá entonces del lado de la otra familia, la de la comunidad Hårga, donde “no oscurece”. Un contraste que se anula porque, sea en la noche fría y oscura o bajo el sol primaveral, la institución familiar se encuentra ligada indefectiblemente a la idea de la muerte -concretamente a la del asesinato-. Eso que se ve como lugar celestial, con campos placenteros y gente en túnicas blancas, se transforma en extrañeza total ante prácticas abyectas para la cultura occidental. Porque, al fin y al cabo, para Aster luz y oscuridad son lo mismo. No hay otra alternativa que la muerte. Lo que cambia es la forma en que se la concibe. Por eso, cuando los jóvenes están llegando al lugar en que se llevará a cabo la celebración, la cámara gira 180° verticalmente, mostrando la subversión de todo orden reglamentado, sobre todo el relacionado con la familia y con la idea de la muerte. La primera muerte que aparece se da entre sombras y el silencio sepulcral se transforma en gritos de dolor; la última se da a plena celebración, rebosante de rayos de sol y los gritos de dolor finalizan con una silenciosa sonrisa de satisfacción.
Porque en ese viaje de iniciación se accede a la vida entendida como un ciclo que incluye y acepta a la muerte como parte del mismo, como un reciclaje. Por eso a los 72 años finalizan sus vidas, para “dar la vida antes de que se estropee” -sacrificio en clara relación con la muerte de los padres de la protagonista. Que, además, se da en plano para acercarse a un plano detalle al momento en que el sacrificio se torna en asesinato-. Esta concepción religiosa permite a Aster incorporar el horror corporal cronenbergiano, donde el recurso consiste en mostrar las vejaciones corporales y la transformación del cuerpo, porque el cuerpo en Midsommar no es otra cosa que un depósito a ser transformado. Cuerpos que, además, están orgánicamente ligados al resto de la Creación. Una tabla pre-renacentista con las estaciones oficia de telón para abrirse e introducirnos en el invierno de la muerte familiar. Estaciones que luego serán comparadas con la vida de un ser humano, porque la cosmogonía del cuerpo se encuentra íntimamente ligada con la de la naturaleza, tal como ocurriera en las llamadas religiones paganas. Como en The wicker man (Robin Hardy; 1973), la concepción de que espiritualmente se retorna en otras formas parte de en una suerte de panteísmo que tiene que ver con la transmutación de la energía que participa tanto de los seres humanos como en la naturaleza que los rodea, sin haber una idea de deidad, sino que el fin supremo es la supervivencia del grupo. Por eso el ritual de iniciación en forma de viaje alucinógeno tiene que ver con la conexión con la tierra, donde la protagonista -y solo ella- comienza a formar parte del prado, con la vegetación brotando de su piel. Esa conexión es llevada al extremo entre los demás miembros de la comunidad, donde la empatía llega a ser duplicación de sentires tanto en dolor como en placer.
En este caso, el horror no depende de las fórmulas instaladas en el género como sustos repentinos, tensión sobrenatural ni asesinos seriales. Acá, el horror proviene del extrañamiento ante ese otro pagano que además, y por sobre todo, es real. El Midsommar realmente se celebra en Suecia -claramente no como lo muestra Aster-, y el peligro deviene de una comunidad con la que el espectador podría identificarse e incluso sentir empatía en un comienzo. Es en ese sentido que la protagonista hace un viaje desde la aversión hasta la completa aceptación e iniciación al culto para ser parte orgánica del mismo. El temor se transmuta en incomodidad, en completo desasosiego, ante esa comunidad no cristiana, precapitalista -donde la propiedad es comunitaria y las familias no se restringen a pequeños clanes, sino que incluyen a toda la comunidad-, que se termina también demonizando. Pero no se demoniza a favor de la exaltación de otra categoría a la que se halague. Si en ’70 las películas de horror pagano, era el paganismo lo que representaba la religión arcaica volviendo hacia las nuevas generaciones para fagocitarlas, reafirmando la salvación del cristianismo, en Midsommar no hay religión redentora ni ciencia (esos jóvenes antropólogos que buscan estudiar, entender el universo desde una perspectiva racional, terminan sucumbiendo ante las garras de la creencia y de las costumbres). Aster descree de cualquier posibilidad de bien. No hay salvación posible. Se arroja al espectador hacia un nudo de ansiedades sin permitirle salir. Como hiciera en Hereditary, Aster deja al espectador en la misma situación de absoluta orfandad que sufren sus protagonistas, sin darle la opción redentora de un mensaje moralizador, sin marcar ningún camino. No lo hace porque no puede, porque él mismo no lo encuentra y es esa la mayor expresión de honestidad y humildad de un director que padece lo que plasma: lo hostil de la familia en particular y de las relaciones humanas en general, donde el sacrificio y la fagocitación son condición sine qua non para la supervivencia, lo que a su vez equipara las sociedades humanas con las naturales: donde la supervivencia de unos exige la muerte de otros.
Calificación: 8.5/10
Midsommar: El terror no espera la noche (Midsommar, EUA, Suecia, Hungría; 2019). Guion y dirección: Ari Aster. Fotografía: Pawel Pogorzelski. Edición: Lucian Johnston. Elenco: Florence Pugh, Jack Reynor, Vilhelm Blomgren. Duración: 187 minutos.
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