my-old-lady-poster-20cm_jpg_191x283_crop_q85Mathias (Kevin Kline) hereda un departamento en París de su padre, quien lo ha comprado bajo una cláusula inmobiliaria típicamente francesa: pagando cuotas al antiguo dueño de manera vitalicia. Lejos de ser un refugio, esa casona antigua en la que la lozanía habitó dejando fetidez es una herida abierta con un pasado cargado de amores infaustos devenidos en muerte y un presente que esquiva mejoras. Es la última parada de Mathias, acreedor de una autoestima rematada a causa de la ausencia paterna a la que busca subsanar etílicamente, atormentado por el presente de una mujer inconvenientemente longeva y otra que en el pasado terminó con su vida de manera temprana.

El inmueble es vital, está unido a los personajes, sobre todo a Madame Girard (Maggie Smith), con quien comparte los latidos atestiguando la vida de las familias involucradas, compartiendo sus secretos. En una primera instancia el conflicto se presenta en términos antagónicos entre el dinero y la vida, porque el acceso a la propiedad se hace efectivo con la muerte del antiguo propietario. Asimismo, no hay transacciones monetarias por parte de los personajes femeninos sino que se fomenta el trueque, intercambiando bienes y servicios por lecciones de inglés donde lo que se comercializa es tiempo, conocimiento… vida. Es así que las relaciones humanas están siempre determinadas por las relaciones comerciales. La vivienda se erige como estandarte histórico del barrio, por lo que su sola presencia es un compromiso con el pasado y con la tradición, instituciones que comienzan a desmoronarse de la mano de la crisis familiar. Esos valores nunca estuvieron afianzados porque los personajes no tienen una familia tradicionalista al estilo burgués sino que, por el contrario, presentan la imposibilidad de lograr satisfacción dentro del amor conyugal y de las relaciones filiales paternas. Todos los personajes fracasaron en ello y es el temor a morir en soledad el que corroe los rencores hasta limarlos, permitiendo la supervivencia.

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En ese tironeo entre la vida y la muerte, a merced de la evolución de los traumas fijados en Mathias, los animales disecados representan los monstruos que se fijan en la memoria, los que impiden la reconciliación con un padre que ahora permanecerá más ausente que nunca. La relación que el personaje de Klein mantiene con el de Smith es la misma que la que se mantiene con los padres: si la persona muere su destino no es ocupar su lugar, sino que hay que ayudarlo a vivir. En ese sentido, la aceptación de la vida, del pasado y la subsecuente sanación es tan abrupta e irreal que recuerda el estilo con que Nicholas Ray solía terminar sus melodramas, casi parodiando de manera cínica la posibilidad de una salida a la fatalidad propuesta.

El relato se construye como un juego de dobles: pasado y presente, vida y muerte, New York y París. Así también hay dos improntas en la película: en la primera parte es una comedia ligera, inteligente; en la segunda es un drama deslucido, soporífero hasta la irritación. La comedia se transforma en un drama y los trámites inmobiliarios en personales, marcados por sonidos de vidrios rotos y tajos sangrantes que supuran de forma clásica el género. La carencia del melodrama no se debe a los intérpretes que, por su parte, son irreprochables, sino a búsquedas de frescura ante una decisión del relato que compromete la complicidad con el espectador: la historia es pura Historia. El presente del relato se deshoja en remembranzas habladas que no terminan de calar en la parte sensible de quien busca ver y debe contentarse con escuchar.

Mi vieja y querida dama (My old lady, Gran Bretaña, 2014), de Israel Horovitz, c/Maggie Smith, Kevin Kline y Kristin Scott Thomas, 107’.

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