En la primera escena que vemos a Magalí (Eva Bianco), está en su trabajo como enfermera en un hospital. Está junto a una mujer mayor, a la que le dice que se tiene que poner bien para poder ir a carnavalear. La mirada de la mujer es de sorpresa, quizás de no haber entendido bien. Luce, de alguna manera, desorientada, aunque no sepamos a qué se debe esa reacción. Cuando apenas unas escenas después advertimos que Magalí está trabajando en Buenos Aires, esa sensación de desajuste se traslada a ella: la referencia a su tierra de origen se vuelve en esa instancia un desfasaje producido por el traslado que en algún momento emprendió. El regreso ocasional de Magalí a Susques no implica, por sí solo, la solución a ese corrimiento. Allí también parece evidenciarse el desfasaje: su lenguaje no se corresponde con el de su origen, con el de sus interlocutores en el lugar, y su referencia parece estar cifrada siempre en la ciudad (comprar los pasajes para irse con Félix a San Salvador de Jujuy; la referencia a Félix cuando le dice que “en la ciudad no vas a poder ir solo a ningún lado”). Magalí es una extraña en las dos tierras en las que se mueve. En una, porque no es la propia; en la otra, porque la ha abandonado hace un tiempo que ni siquiera es necesario conocer. Es el dinero, la necesidad, lo que empuja hacia la primera, pero también la que distancia de la segunda. Como si fuera una condición necesaria, en principio, insiste en la negación de la cultura de su origen y a las tradiciones de las que formó parte. Pero lo interesante es que en uno y otro lugar, su rol es similar. Su lugar como enfermera en un hospital de la Ciudad de Buenos Aires implica el cuidado físico de los enfermos internados. Su llegada a Susques la instala como la única que puede salvar a la comunidad. Una salvación que es física, pero ante todo espiritual, y que depende de un solo acto: subir a un cerro, hacer una ofrenda, pedir la protección de la comunidad ante ese “león” que viene del mundo de abajo y anda comiéndose las llamas y las cabras de los lugareños.
La desorientación de Magalí no se limita a su relación con esos dos espacios físicos contrapuestos entre los que se debate entre la pertenencia o no. Esa ausencia de un foco claro se replica en la relación con su hijo. Que no sepamos la cantidad de tiempo que llevaba Magalí en otra ciudad no es un dato relevante, en tanto no implica una mensura de la distancia que pueda evaluar ese desajuste. Si en los primeros cruces ambos son literalmente extraños entre sí (Félix observando a su madre desde el otro lado del cementerio cuando llevó las flores para su abuela), cuando la distancia física se acorta, asoma un detalle que puede pasar desapercibido: Magalí no solamente se refiere a su hijo en un lenguaje formal, alejado de coloquialismo y afecto, sino que no parece poder llamarlo por su nombre. “Colabore con su madre, hijito. ¿No está contento de verme?”, le dice evadiendo cualquier rasgo de voseo. “No sé qué voy a hacer con éste”, dice poco después en referencia a él. Es solo cuando no está y lo busca, y lo reprende por haberse ido solo (“Si siempre me voy solo” contesta Félix con una lógica absoluta que Magalí no puede comprender ni aceptar en tanto ella es quien lo abandonó), que el nombre comienza a reponerse, y con él, las distancias tienden a acortarse.
Esa compleja maraña que no logra desenredar en un principio en relación con su hijo, se replica en los problemas de comunicación que aparecen a partir de Magalí. Si son los respectivos llamados telefónicos los que establecen los caminos a seguir (el primero, cuando le avisan que su madre ha muerto, para volver a Susques; el segundo, el que hace ella ahora a su trabajo, para decir que debe quedarse unos días más), lo que parece haber es un continuo proceso de incomunicación que debe ser salteado. No es solo el desajuste del lenguaje, o de la relación con su hijo, sino con todo un espacio en el que niega sus raíces y sus sentimientos. Como si no entendiera los mensajes que se van dispersando a lo largo del relato: Félix diciéndole que él puede subir al cerro porque la abuela le enseñó lo que debe hacer; el hermano al que no puede ubicar; la almacenera que le dice que ella sabe lo que debe hacer por su madre y por toda la comunidad; el comentario del vendedor de la estación de micros y su poco disimulado intento de no venderle pasajes. Magalí está incomunicada con el entorno, pero no porque en sus llamadas telefónicas desde el pueblo no consiga hablar con su hermano, o porque no encuentre nunca la señal para el celular ni siquiera subiéndose a la cima del cerro, sino justamente porque no advierte que en ese lugar, en esa comunidad, hay otros lenguajes y hay otras formas de interlocución. En ese punto hay una serie de escenas interesantes. Vemos, desde el punto de vista de Félix, venir a Magalí caminando por una de las calles del pueblo. En un momento, una camioneta llega hasta ella y resulta claro que quien la conduce es el secretario de la delegación municipal. Ella se sube brevemente y no tenemos acceso al diálogo que se entabla entre ellos. El mismo silencio se replicará poco después cuando Félix le pregunte si ella conoce al secretario. El reverso de aquella primera escena es cuando el secretario ofrece a Félix a llevarlo hasta la casa, donde lo espera Magalí. Es en esa relación en la que se establece el orden de la existencia de dos formas de resolver los problemas. Al colocarse, incluso físicamente, del lado de su hijo y enfrentada al secretario, Magalí ha desarmado ese desajuste inicial: el secretario –quien suponemos que es el padre de Félix- es la representación de una resolución de los problemas, que no termina de encajar en la comunidad (tampoco parece casual que sea el único que se mueve exclusivamente en una camioneta mientras los demás caminan). El ofrecimiento de un empleo municipal a Magalí si se queda en el pueblo y la decisión de salir a cazar al “león” para matarlo y evitar que siga comiendo animales (porque para él, lo de subir al cerro “son habladurías”), son simplificaciones que parecen extrapoladas de un espacio más ligado a lo urbano, que a la posibilidad productiva que puede brindar un pequeño pueblo de montaña. El hijo implica la existencia de otros caminos, más complejos, pero relacionados con la cultura del lugar. Ese acercamiento definitivo a Félix –que se patentiza en el momento en que ambos terminan durmiendo juntos y abrazados en la misma cama- reinstala también a Magalí en su propio territorio. La concordancia en los sueños (“Me ha visitado el león en mis sueños”, dice Félix y Magalí responde que a ella también) no solo es una consecuencia de ese volver a estar en su tierra, sino que funciona como el preámbulo necesario para que madre e hijo emprendan el camino hacia el cerro y todo desajuste previo se resuelva en el momento en que canta con la caja, punto definitivo de re-unión del personaje con el entorno.
Es en ese tramo final que Magalí asume aquello que su propia sangre le estaba marcando. No reincidir en el abandono como solución simplificadora (la de su hijo en el pasado, pero también la de su perro al volver a Susques, la que amenaza con concretar llevándose a su hijo a la ciudad rompiendo la tradición) y tranquilizadora porque no se lo ve, porque se le da la espalda. Y llevar ahora sí, a su hijo de la mano por el camino. Porque a fin de cuentas, Magalí es como ese “león” del mito pueblerino. Un león que, como aquel, está perdido buscando a aquello que perdió. Un león al que hay que guiar para que vuelva a su mundo. Una mujer que en la ciudad se había perdido en el anonimato (allí nadie la llama por su nombre), en la supervivencia en el espacio indiferenciado y común de una pensión. Una mujer que al volver a Susques vuelve a ser Magalí, la madre de Félix, la hija de Lidia, la mujer a la que toda una comunidad va guiando para que vuelva a su tierra, a la que pertenece.
Calificación: 7/10
Magalí (Argentina, 2019). Dirección: Juan Pablo Di Bitonto. Guion: Daniela Seggiaro, Juan Pablo Di Bitonto. Fotografía: Lucio Bonelli. Edición: Cristina Carrasco Hernández. Elenco: Eva Bianco, Cristian Nieva. Duración: 77 minutos.
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