Hace semanas que quiero sentarme a escribir sobre Mafioso en particular y sobre un grupo de películas italianas que no son las de los autores más célebres (Fellini, Antonioni, Visconti) ni las que se vieron favorecidas por la recepción transnacional relativamente masiva, la legitimidad popular y el rescate cinéfilo inmediato (Leone, Bava, Argento). Se trata de una segunda línea de películas tan o más eficaz que la segunda línea de películas estadounidenses, pero olvidadas o desconocidas debido al poder de difusión superior de estas últimas, restauradas y vueltas a poner en circulación por la industria cultural de origen, y porque las generaciones más jóvenes de la cinefilia argentina están siendo educadas por una crítica que enaltece la producción masiva estadounidense en detrimento de otros repertorios populares atractivos. Internet nos permite descubrirlas, recuperarlas y hacer justicia con ellas por nuestra propia cuenta, a falta de estímulos generalizados (Fernando Martín Peña y Favio Manes son una excepción a la regla desde su Filmoteca plural, heterodoxa y resistente). Esta operación también facilita que volvamos a enfocarnos en el cine de la década del 60, un tanto opacada por la materialidad violenta y reaccionaria de la década siguiente, cuyo éxito entre los cinéfilos no sólo se debe al impacto del Nuevo Hollywood, que justamente amalgamó el sentido del espectáculo clásico y la noción de escritura moderna, sino también a razones generacionales. Esta semana se estrenó The Master, que transcurre justo después de la Segunda Guerra Mundial, pero parece realizada a fines de los 50 y principios de los 60, cruzada como está por la caracterización psicológica compleja de los personajes, el estilo de actuación impuesto por Marlon Brando o James Dean que funcionaba como revulsivo del marco realista social en cuyo seno se desenvolvían los actores del Método, la densidad ontológica, el discurso psicoanalítico y la inquietud política. Mientras miraba la película de Paul Thomas Anderson y al desesperado personaje de Joaquin Phoenix -pariente de los de James Gray– atomizándose junto a una descomunal mujer de arena frente al mar, pensé en el cine de Marco Ferreri en el que la soledad del hombre es la del macho y también la de la humanidad, fusionando catástrofes psíquicas con cambios de épocas y de paradigmas.
Repasando Mafioso, película dirigida en 1962 por Alberto Lattuada, encontré al grupo de amigos del protagonista alrededor de una mujer de arena casi idéntica a la de la película de Anderson, o al menos con los mismos pezones duros y erectos en los que se materializa la angustia oral de esos personajes fagocitados por madres omnipresentes y padres desdibujados. Lo singular del caso es que Mafioso no sólo fue coescrita por Marco Ferreri y Rafael Azcona, sino que iba a ser dirigida por el primero, que desistió debido a la imposición de Alberto Sordi como protagonista (sorprende limpiándose el maquillaje de payaso en un par de ocasiones y demostrando su capacidad de calzarse una máscara impávida cercana a la del héroe mítico anglosajón). De allí deduzco que Age y Scarpelli, magnífica pareja de guionistas que alumbró lo mejor, más efectivo y cáustico de la comedia a la italiana, deben haberse acercado al proyecto después de la negativa de Ferreri. El resultado es una película que reúne lo mejor del costumbrismo, el grotesco, la sátira sociopolítica, el absurdo, el cruce de géneros, la discontinuidad modernista y la performance anárquica en un relato lo suficientemente homogéneo como para asegurar la comprensión del espectador pese al entramado poliédrico de códigos y el viaje alucinante de la segunda mitad, digno del teletransportador de Viaje a las estrellas de tan súbito y extemporáneo.
Una de las mejores elipsis de Los traidores, película clandestina de Raimundo Glayzer que mixturaba ficción y militancia, materializa la parábola garca del sindicalista que la protagoniza en el bigote que se deja crecer de una escena a otra, distantes ambas entre sí por un lapso de varios meses. Lo certero del apunte se ha materializado tiempo atrás con el cambio de imagen del jefe de gobierno porteño, que recorrió el camino inverso a sabiendas de lo reaccionario que resulta el bigote en nuestro país. El personaje de Sordi también tiene bigote, trabaja como capataz en una fábrica automotriz del norte de Italia, cronometra a sus empleados con meticulosa precisión, y encarna al siervo alienado que aceptó la ideología del amo con más pasión incluso que este, al modo de no pocos porteros, empleados de seguridad y críticos culturales (el personaje de Samuel L. Jackson en Django sin cadenas también está cortado por la misma tijera vigilante). Al final de la última jornada laboral previa al inicio de las vacaciones, es requerido por el director de la compañía, estadounidense de Nueva Jersey oriundo de Sicilia que le encomienda un paquete para Don Vincenzo, cuyo nombre resuena en nuestros oídos como el de cualquiera de esos señores feudales cuyos tentáculos se extienden sobre América a los que El padrino de Coppola les dio estatura mítica. La relación entre el capitalismo estadounidense moderno y el patriarcado rural italiano premoderno queda sellada de inmediato en esa escena, así como el desarrollo de la película hará lo propio con Sicilia y Nueva York gracias a un viaje que, aunque físico, pone en escena la aldea global contemporánea con recursos mínimos salidos de la ciencia ficción y el arte conceptual.
Un blanco alucinado domina la película. En la ciudad se combina con el funcionalismo arquitectónico de la fábrica para expresar la frialdad industrial como páramo anímico. La calle, sin embargo, recupera la vitalidad del tráfico gritón y caótico, en el que hasta el peligro de muerte accidental es síntoma de vitalidad. La representación del mundo familiar pequeño burgués exhibe el mismo lugar sólo aparentemente dominante del varón, así como la insatisfacción de la mujer cuyo lugar de poder se ve restringido al coto de caza doméstico, suficientemente sazonados por hijos chicos hincha pelotas. El ritmo y dinamismo de las escenas corresponde al de la comedia, lo que elimina la posibilidad de angustia existencial y circunscribe los conflictos al ámbito concreto de lo cotidiano. La luz, sin embargo, sigue siendo fría, y lo será también durante el viaje a Sicilia bajo el sol. Son los interiores de las casas rústicas campesinas con paredes a la cal y piedra en los pisos las que introducen irregularidades y asimetrías, sombras y calidez, hasta llegar a la noche en la que el protagonista vivirá un rito de iniciación que lo devolverá a un mundo primordial materializado geográficamente en el sur y psicológicamente en el encuentro pleno con el mandato paterno. Esa parábola parece rechazar la mecanización del norte industrial italiano tanto como la impersonalidad del centro de finanzas mundial estadounidense, pero bien podrían verse ambas expresiones culturales, económicas y sociales como culminaciones modernas del cimiento arcaico patriarcal. Y al europeo hijo de la segunda posguerra y el desarrollo capitalista internacional como sujeto buscándose a sí mismo, con la cara de sempiterno desconcierto de Sordi, o perdiéndose mientras se deja llevar de un punto a otro del planeta por fuerzas a las que no puede -ni acaso quiera o sepa- resistirse so pena de muerte.

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