Una sesión de fotografía. Un relato sobre una fosa con hombres asesinados durante el franquismo. Un llamado telefónico. La fotógrafa y el fotografiado del comienzo manteniendo una relación sexual. La mujer a punto de dar a luz. En esos primeros minutos, Madres paralelas condensa un arco temporal de algo más de un año que funciona como resumen acelerado y, a la vez, síntesis de los elementos centrales de la historia. Allí ya se observan los primeros rastros de su forzamiento por sostener el andamiaje de dos historias que deberían funcionar en conjunto. La historia de la maternidad de Janis (Penélope Cruz) en paralelo con la de Ana (Milena Smit) pretende trabajar sobre la cuestión de la identidad, de la misma manera en que debe hacerlo el descubrimiento de la fosa en el pueblo natal de Janis. Pero esta segunda historia parece irrumpir en la otra sin encontrar una ligazón que potencie la idea que las sustenta.

Hay un hecho que denota esa imposibilidad. Las marcas de la historia del pueblo aparecen en el comienzo, cuando Janis la relata a Arturo (Israel Elejalde) y accedemos a la serie de fotografías que le otorgan un aire documental a ese tramo. Y solamente se retoma en el tramo final, una vez que el conflicto con Ana llegó a su punto de resolución. La persistencia de Arturo en el relato es el nexo que pretende mantener unidas a ambas historias, pero la cuestión de la fosa queda en un segundo plano ante sus idas y vueltas con Janis. Es esa resolución la que remarca el apuro y el descuido con que se llega al final. Desconectado de la historia central –al punto que la presencia de Ana en el lugar resulta nuevamente forzada en virtud del hilo narrativo- la excavación, el hallazgo de los restos y la marcha de los pobladores están mostrados con una velocidad similar a la del comienzo, como si solo estuviera cumpliendo con la necesidad de cerrar la historia, sin ahondar en ella. Despojado de dramatismo y de mirada poética sobre la tragedia, ignorando cualquier atisbo de intensidad, el descubrimiento se vuelve puesta solemne desde la construcción de la imagen –solo interrumpida por el pasaje de los esqueletos a los cuerpos que aluden a la actualidad de ese devenir trágico- y pueril desde la resolución narrativa –la referencia al sonajero y su previsible hallazgo se vuelven el punto extremo del desprecio por la mirada del espectador.

Es que esa historia de los cuerpos sin nombre enterrados no forma parte de los personajes, sino que aparece impuesta desde los diálogos. Ese pasado al que se alude no forma parte de su cotidianeidad, sino que aparecen como una ilógica dentro del relato. El pasado no se pone en imágenes, ni siquiera en la escena en que Janis le cuenta a Ana la historia de las mujeres de su familia ante los cuadros que adornan su casa. Necesita de la palabra y de su construcción como discurso altisonante –el diálogo en contrapunto entre las visiones de Janis y Ana que resuelve desde una didáctica casi escolar la cuestión de los desaparecidos españoles- y de su formulación basada en la redundancia en las escenas finales en el pueblo. Que la cuestión identitaria entre las dos historias quede reducida a la similitud del hisopado para obtener las muestras es un indicio de la pereza en que incurre la película para narrarlas.

La construcción del discurso de la película recurriendo a la palabra la priva de relacionarse con el tema que aborda, con la sensibilidad e intensidad de otras películas de Almodóvar como Julieta, con su poderoso entramado de madres e hijas, que aquí queda diluido en los recuerdos que no se apartan de los lugares comunes. Hay un momento particular que revela la magnitud de ese problema. Arturo va a conocer a la hija que tuvo con Janis. Se queda apenas unos minutos y se marcha. Sin que nada lo haga prever –un gesto anterior, una incomodidad-, Arturo le dice a Janis que no reconoce a Cecilia como su hija. Que no sabe por qué, pero pone en duda su paternidad y plantea la necesidad de hacerse un test. Janis se enoja, no quiere volver a saber de él y sin que medie ningún otro signo, encarga un kit para hacerse un test de maternidad. En esa secuenciación, lo que se revela es la construcción como una sucesión de actos en los que lo ausente –la interioridad de los personajes- demuestra su constante giro sobre el vacío. Los personajes dejan de serlo en un sentido estricto para devenir contenedores de lo que se quiere decir, bocetos desprovistos de toda carnadura.

Esa forma de tratamiento narrativo deriva en la imposibilidad de dar contornos claros a la situación dramática que la impulsa. La previsibilidad de las acciones –un mecanismo de causa y consecuencia que se advierte desde el comienzo- aborta cualquier posibilidad de entrar en los territorios más complejos del melodrama. Lo que al comienzo se avizora como un camino posible en la relación entre Ana y su madre, Teresa (Aitana Sánchez Gijón), se deja de lado en el momento en que ésta desaparece del relato con una justificación bastante liviana. Paradójicamente, un posible rumbo que la película podría haber tomado se insinúa en las escenas en que se establece una relación “maternal” de Janis hacia Ana. De la misma manera, el momento de la revelación de Janis se vuelve artificio en tanto la abrupta decisión que toma Ana no solo se revela caprichosa, sino que sobre todo esquiva las complejidades que la situación implica para ambas. Es en ese momento, propicio para el estallido de las pasiones y dolores no cicatrizados de los personajes, que la película obtura esa salida desde la indiferencia por el resultado de ese choque.

La consecuencia es que Madres paralelas se disuelve en su propio carácter anodino y desinteresado por lo que cuenta –algo que no es nuevo en Almodóvar, si se recuerdan los pasos en falso de Todo sobre mi madre o Los amantes pasajeros– que parece conformarse con ser un contenedor de temas importantes sin poner en juego una articulación entre ellos. Así es que en menos de dos horas hay madres solteras, niñas muertas, madres que mueren por sobredosis o que abandonan a sus hijas por su trabajo, abuelos asesinados, abuelas enfermas de cáncer, jóvenes extorsionadas sexualmente y violadas y amor entre mujeres en un pastiche que no logra cuajar en ningún momento.

Quizás sea la referencia a lo histórico la que termina por embarrar el asunto, en tanto da a la película un presunto aire de importancia contextual –la preocupación por el destino de miles de asesinados durante el franquismo- que en el mencionado forzamiento en que incurre no aporta más que la ilustración de un hecho, lo cual vincula a ese tramo de la película con las formulaciones del cine argentino de la posdictadura. Tal vez se trate de que en el director se ha hecho carne, en esta película, la frase que pone en boca de Teresa: “Yo soy apolítica. Mi trabajo es agradar a todo el mundo”. Ese ejercicio concesivo demuestra el conflicto que supone para Almodóvar la irrupción de lo histórico. Porque, en definitiva, sus ficciones aparentemente desprovistas de referencias eran testimonios en los que el director daba cuenta de la España en la que se movía, sin necesidad de artificios documentales. En todo caso, Madres paralelas parece el resultado de la conjunción del cálculo y la pereza, de la necesidad de contar una historia ríspida pero guardándose de generar conflictos externos, cuestiones que suelen ir juntas y de la mano en el cine menos interesante que se hace por estos tiempos.

Calificación: 4/10

Madres paralelas (España, 2021). Guion y dirección: Pedro Almodóvar. Fotografía: José Luis Alcaine. Montaje: Teresa Font. Elenco: Penélope Cruz, Milena Smit, Israel Elejalde, Aitana Sánchez-Gijón, Rossy De Palma, Julieta Serrano. Duración: 123 minutos. Disponible en Netflix.  

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