Gustavo Fontán no vuelve al Colastiné de Santa Fe, sino que nunca se fue. Los ríos (Fontán, 2024) es ese espacio que batalla contra la sensación de orfandad del Paraíso perdido. Existió ese cobijo antes, pero no hay lugar para la nostalgia. Caso contrario, este mundo se propondría como intemperie en la que Aquello faltaría, y algunos lucharían por recuperarlo. Pero aquí se abre la posibilidad de prescindir del ayer mítico. Sin trauma. Sin necesidad de ese pasado orgánico, tan reconocible desde nuestros primeros relatos.

Para Fontán, lo que queda son elementos como restos que prescinden de su función originaria. Que se proponen como otra materialidad, susceptible de nuevas conexiones. Un caosmos en el que la tradicional escala de planos resulta estéril. Las imágenes no van – como en la tradición de las historias – de lo general a lo particular: siempre es el contexto.

El director interviene una naturaleza que en principio se reconoce, pero que sobre todo es una percepción. Lo opuesto a la cáscara de las naturalezas esteticistas de las que la forma clásica abusa. El espacio es un espacio y una forma. El dominio del marco es casi absoluto; una imagen que se basta a sí misma, donde el cuerpo humano es casi un extranjero.

Lo que abre el viaje del espectador a una poética expresiva con elementos que en otro tiempo fueron útiles en su función originaria. Los restos de una puerta en un tiempo fueron una puerta, los restos de los botes lo mismo. Por supuesto que algo de sus funciones se utilizan, como mínimos puntos de apoyo que ponen el freno a lo que podría terminar en una aventura experimental. El cristal que observa durante casi una hora precisa que las referencias mínimas de los tiempos sean tímidamente reconocibles, para plantear el alejamiento del anclaje. Aquel en el cuál los textos para ser leídos y la resonancia de las palabras pertenecían a subjetividades. Con algo para resolver, con una vida y sus dificultades, con la ilusión de trascendencia.

Esta intervención de lo natural se explica por sí misma. Se cuelan representantes de la raza humana como una especie de la que el cuadro podría prescindir. En Los ríos se reformula esa escala de planos que ubicaba en el centro al cuerpo. Estas anatomías, sus voces, son muy posteriores a un mundo sin necesidad de conquista ni explotación. Presencias que se entregan al conjunto como una conexión más, porque los espacios ya no son el englobante de sus conflictos. Por tanto, sus vidas no se terminan de actualizar.

Un texto aparentemente narrativo delimita provisoriamente en dos el adentro de una casa y el afuera. A continuación, una puerta casi al límite del cuadro rodeada de paredes corroídas, viejas. La percepción es de un espacio virtual, sin certeza de estar habitado. El estado de abandono ocupa la pantalla. El cuadro siguiente nos acerca a la textura de una pared qué ocupa el plano completo. Y una voz, la de Godoy, refiere a “una cosa negra” que se le aproxima.

La cámara recorre la textura hasta la unión de la puerta y el piso, en una propuesta pictórica por sobre la del cine. De ahí, al montaje con otro límite tan periférico como el anterior. Una costa con lanchas viejas y oxidadas sobre un río que el tratamiento de imagen se encarga de virtualizar.

Planos secuencia nos conducen por el borde, y nos dejan apreciar el follaje que identifica al Litoral. Un recorrido en que las convenciones y hábitos de la mirada nos acostumbraron a un alguien que viaja, por ejemplo en uno de los botes que aparecen en algún que otro plano. ¿Y si fuese solo – y nada menos – la entidad de la cámara? Si la inconsistencia narrativa organiza la estructura, la invitación es a habilitar la posibilidad. Sobre todo si el material habilita diferentes formas de filtrar lo que podría tentar a aquella lógica paisajística que no ocurre. Fueras de foco, trabajo con espacios monocromáticos, presunción de entidades que observan desde debajo del agua, modos diurnos y nocturnos del blanco y negro, en los que la imagen parece mudarse a su negativo. Un sol que quema el centro del cuadro, por entre la vegetación. Un pájaro que choca reiteradamente sobre el vidrio de una ventana. La sabiduría del animal lo lleva a intentarlo una y otra vez. El pájaro no debe aprender para luego evitar ese espacio. Siempre debe apropiarse de todos los espacios, sin memoria de los obstáculos. Un hombre rema, recorre el río. Una caminata acompañada de dos perros. Uno negro, se apodera más del protagonismo del momento. Como en Stalker, se instala en el mundo de restos.

Se deja ver un mundo infantil. Con niños que viven al lado del río, que forman parte de él. La textura de sus rostros merece ese primerísimo plano, o encuadres que sectorizan sus cuerpos. Por un período muy breve, al entorno lo legalizan sus miradas. El tiempo de alguna sonrisa, de algo de lo grupal, de la reunión.

Se cuela una cita de Arnaldo Calveyra “Aquí poco se sabe de la duración de las cosas y las personas”, sutilmente entre otros textuales que van apareciendo estratégicamente como pincelada tipográfica, a la vez que componente de la imagen.

El sonido es el de lo natural. Agua, viento, sobre todo agua. Del río, de la lluvia. ¿Lava esa lluvia que aparece cerca del final? ¿O nos apresuramos, una vez más, a asignarle una función mítica?

Mucho más que eso. Es la materia prima de la que se alimenta el río.

Y lo sigue alimentando. Desde siempre, y para siempre.

Los ríos (Argentina, 2024). Guion y dirección: Gustavo Fontán. Fotografía: Luis Cámara, Gustavo Schiaffino, Gustavo Fontán. Edición: Mario Bocchicchio. Duración: 52 minutos.

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