Una de espías que juega durante un rato largo a no serlo. Una de espías que coquetea con ser una de robos, acaso un big caper diplomático. Pero la incertidumbre no sólo aplica al tipo de relato y a su ideología política, sino que también se juega en el campo del género sexual. ¿Y si el hombre de Mackintosh fuera mujer? Desde el episodio del travesti y un poco antes también, acaso durante el interrogatorio donde el sospechoso bromea sexualmente con el policía, la por lo común ostentosa masculinidad de Huston se despliega menos festivamente que de costumbre. Sucede que aquí el héroe es Paul Newman, y Paul Newman no tuvo nunca nada que ver con la ostentación fálica de actores como Errol Flynn o del estereotipo Bond que dominaba por entonces las ficciones que se paseaban por el decorado de la Guerra Fría. Ni siquiera es vulnerabilidad lo que manifiesta, seguramente endurecido por la dirección de Huston, sino un escepticismo seco que elude la melancolía y resulta ser todavía más triste. Hay un robo de diamantes, un doble agente, un miembro del parlamento británico reaccionario (James Mason), una intriga filmada en estudios que disimulan serlo y en exteriores de Irlanda y Malta filmados con el rigor físico afin al redescubrimiento del paisaje propio del cine industrial de los 70, una gran persecución de automóviles por la campiña irlandesa bordeada de acantilados, una mujer herida y fatal (Dominique Sanda) que al héroe le parece, pese a toda consideración, imperdonablemente despiadada, y uno de los finales más lacónicos jamás filmados. Dos cadáveres, una pistola, una mujer, su sombra que tarda en irse apenas un instante más que su cuerpo, un hombre decepcionado incluso antes de verla partir y, como telón de fondo, una iglesia vacía en la que reina la muerte. Pudo haber sido una película cínica, pero la modestia de Newman y el árido sentimentalismo de Huston lo impidieron. Es la película sobria de un ebrio.
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