Hubo, en los últimos tiempos, en cine y en televisión, una suerte de frenesí por retratar la vida en las cárceles. Entrar con una cámara en una cárcel y tratar de reflejar la vida cotidiana de los presos se convirtió en una suerte de imperativo en los que se mezclaban el interés documental y la explotación del morbo. Una medida de ese proceso aparece en la forma en que esa intención documental se trasladó a la ficción. Si en su momento, la irrupción de Tumberos funcionó como un punto de partida para el interés en lo carcelario, la vuelta que implicaba la salida del documental y el regreso a la ficción, encontró en series como Supermax y especialmente El marginal, un terreno sumamente fértil. El problema, en definitiva, no estaba allí, sino en la banalización que la televisión, bajo la excusa de lo periodístico, hizo sistemáticamente de las implicancias del sistema carcelario, deteniéndose, una y otra vez, solo en quien está preso, omitiendo deliberadamente cualquier referencia al sistema en sí mismo. El cine documental de los últimos años ha tratado de salir de esa construcción binaria, trabajando sobre el lado que generalmente se oculta porque supuestamente no reviste interés (pienso en una película como Pabellón 4, por ejemplo, y su intento de mostrar lo que genera un taller de literatura en un espacio carcelario).

La visita se corre de esos lugares. Es como si hubiera decidido, en una primera instancia, girar la cámara ciento ochenta grados y mirar lo que ocurre del otro lado, afuera de esos límites establecidos por alambradas perimetrales y paredes con torres de vigilancia (y el procedimiento no se diferencia demasiado del que Colás utilizaba en Los pibes para retratar el proceso de selección de los chicos por parte de un club de fútbol: importa más mirar todo lo que ocurre antes que lo que ocurre durante el juego en el que tienen que mostrarse). Al descubrir ese afuera habitualmente eludido, toma una decisión todavía más audaz: corre la cámara hacia atrás, más que para abrir el plano, para encontrar otra cosa. En lugar de plantarse en el interior de la cárcel, se coloca en la vereda donde está la puerta de entrada, o mejor aún, en la de enfrente. De esa manera, la cárcel deja de ser el escenario posible del documental y pasa a ser una suerte de decorado de fondo que moviliza lo que ocurre fuera, en el verdadero escenario que es la calle. De allí que la película impone y sostiene sus límites: la puerta y la alambrada donde esperan las visitas para ingresar a ver a sus parientes detenidos no se traspasa. Lo que importa, en todo caso, es lo que se puede ver desde allí, como prolongación de ese espacio de tránsito que es la calle (y es notable lo que logra, por ejemplo, en esa escena en la que capta a las niñas jugando cerca de la entrada y diciendo que primero les gustaría conocer a Dios y después les gustaría conocer la celda).

De esa decisión se deriva una consecuencia tal vez inesperada. La concepción del espacio de tránsito como eje del relato implica una oposición entre la quietud que implica la cárcel como lugar físico y la dinámica del movimiento que se instala en la calle. La cárcel, entonces, aún cuando se divisen sus contornos, queda en un fuera de campo permanente: no vemos a los presos, ni a los penitenciarios –salvo a quienes abren la puerta- ni observamos los encuentros con las visitas.

Pero va más allá. Porque lo que queda fuera de campo, más que la cárcel en sí, son los hombres. Tanto los presos como los agentes penitenciarios representan aquel estado de quietud: los primeros cumplen con sus condenas en un espacio cerrado, los segundos con sus trabajos. De hecho, todas las referencias a ellos vienen de los diálogos entre las mujeres –los comentarios sobre las parejas a las que visitan, la mujer que hace referencia a su nieto detenido, los comentarios sobre las formas de actuar de los agentes, la amenaza de otro preso a una de las mujeres- y su presencia se limita a la del dueño del kiosco/restaurant y a la voz que se escucha fugazmente en el diálogo de Bibi con su pareja por celular.

El centro del relato de La visita son las mujeres, que a diferencia de los hombres, son las que se mueven. Las que van y vienen de sus pueblos o ciudades hasta Sierra Chica los fines de semana. Las que llevan mercaderías para los detenidos. Las que llegan en los micros y comienzan a tomar el lugar a la espera de la hora de la entrada. Las que caminan todavía de madrugada, desde la casa de Bibi hasta la cárcel. Si lo que se vislumbra del otro lado de las alambradas es la quietud que puede emparentarse con la muerte, lo que capta la cámara de este otro lado está irremediablemente vivo y en movimiento continuo. Y ese movimiento, además contrapone con el interior en el que la pelea se juega en forma individual a la concepción de esas mujeres como un todo multiforme, en donde apenas se dibujan los contornos particulares para importar lo que implican como conjunto que confluye en un espacio y en un momento determinado. A diferencia de los hombres que hacen su negocio (el dueño del bar, los que manejan los micros que llevan a las mujeres, los penitenciarios que se quedan con parte de la mercadería a cambio de permitir las “carpas” entre las parejas), las mujeres articulan entre sí, a sabiendas del destino común. De allí que los únicos momentos en los que el documental se aparta de esa calle –y también de las marcas del “documental de observación”- que enfrenta a la cárcel, son aquellos en los que muestra la casa de Bibi. En esa casa modesta de las afueras de Sierra Chica, Bibi no solo se ha establecido después de un tiempo de viajar, sino que ha creado una especie de refugio al que las mujeres que vienen de otros lugares acuden (la función de ese espacio quizás esté comprendida en el relato de la mujer que iba allí incluso los días en que no tenía visita, para no caer en la tentación del alcohol y las drogas). Desde ese lugar es que La visita no registra un hecho con pretensión objetiva, de observación, sino que por el contrario, define desde su punto de vista la búsqueda de un objeto que va más allá del hecho. Y lo que importa no es el ritual rutinario de la visita de las mujeres, sino su construcción como un espacio de resistencia y persistencia, en el sentido de no abandonar (y en ese punto también es pertinente el comentario de una de las mujeres respecto de que le gustaría ver si en una cárcel de mujeres pueden verse tantos hombres angustiados esperando por ver a sus parejas).

Sin embargo, y aquí está lo más interesante, lo que filma Colás en su película no es simplemente a un grupo de mujeres unidas por un objetivo común. La materia del documental es otra, que sobrepasa la simple corporalidad de las mujeres. Lo que filma Colás es el tiempo de la espera, formulado también como un tiempo de resistencia: la paciencia de esas mujeres que sobreviven a todas las situaciones horarias y climáticas, mientras, simplemente esperan. Y lo que esperan, en el documental, no es el encuentro con el familiar o el esposo, sino el momento en que se abre la puerta. O el momento en que deben regresar. Y cuando ello ocurre, se llevan con ellas todo el movimiento y la vitalidad de un lugar que se vacía, que se sumerge en el letargo del silencio por una semana. Hasta que regresen, y esa calle en la que solo circulan los perros y algún transeúnte ocasional, se vuelva a llenar de ruidos, de cuerpos, de voces que vuelven a esperar.

Calificación: 8/10

La visita (Argentina, 2019). Guion y dirección: Jorge Leandro Colás. Fotografía: Martín Larrea. Montaje: Karina Expósito. Duración: 82 minutos.

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