Salomé Campezano ha pasado los 90 años, pero el mundo parece haberse detenido cuando tenía 11. En ese momento su familia se establece en La Plata, después de años de nomadismo circense, pasando de la vida trashumante en trenes y carromatos a la comodidad de una casa con habitaciones. No sabemos mucho de la vida de Salomé y de su familia después de ese momento de la segunda mitad de la década del ‘30: apenas alguna mención a la relación que su familia mantuvo con otros circos, como el de los Hermanos Rivero, o la relación que ella misma entabló con los Hermanos Videla. Lo que parece darle sentido a su vida son esos primeros once años, a los que Salomé regresa una vez más para dar cuenta de ellos.

Pero lo personal se vuelve historia colectiva. No importa tanto la vida de Salomé, sino la forma en que sus recuerdos pueden funcionar en un sentido histórico: su niñez es apenas el punto de partida para narrar la historia de ese género artístico que fue el Circo Criollo. Para ello se vale de la experiencia personal que implica a su padre y a su tío, que pasaron de la representación de artistas al desarrollo como payasos, pero también de otras voces que van estableciendo un diálogo que amplía la perspectiva personal. La historiadora Beatriz Seibel y los hermanos Videla funcionarán como un contrapunto entre la historia personal y la general, entre el recuerdo de Salomé y el registro que los incluye. La primera recupera la génesis y la genealogía de esa forma artística, partiendo de los Volatineros Españoles que llegaron con las oleadas conquistadoras hasta llegar a las formulaciones de José Podestá, ya en el siglo XX. Lo que lleva del espectáculo circense en su sentido más puro –el de las acrobacias y destrezas- hacia un modelo híbrido que la conjuga con la puesta en escena de obras de la tradición gauchesca. Los segundos recuperan una formulación del Circo Criollo más reciente, rescatada desde la enseñanza y la puesta en práctica del modelo actualizado (el momento en que los hermanos y Salomé recitan los textos de La Morte Civile funciona, entonces, como el punto de unión entre los dos momentos históricos).

Salomé acompaña ese recorrido con sus propios recuerdos, concentrándose más en los detalles particulares que en la historia. En ella, el Circo se vuelve una descripción de un espacio, una disposición en el lugar físico que implicaba la carpa, los roles que ocupaban cada uno de los artistas, y la simbiosis entre las obras elegidas y los lugares hacia los que viajaba la troupe. Salomé relata un mundo que ya no existe –al menos de esa manera-, y del que solo quedan pocos elementos que den cuenta de él. Sus recuerdos, algún recorte periodístico, algunas viejas fotos y filmaciones sin referencias específicas – ¿de qué circo es esa carpa que vemos que se arma en un baldío? ¿en qué lugar fueron tomadas las fotos de quienes esperan para entrar? ¿esa mujer que vemos haciendo acrobacia sobre el caballo será la Rosita de La Plata que menciona Salomé? -, funcionan como elemento ilustrativo; una prueba de que los recuerdos no están errados, de que ese mundo existió como se lo evoca. Hay algunos hallazgos en esa búsqueda que no son menores: la explicación sobre el picadero y la visita al único que sobrevive, debajo del escenario del Coliseo Podestá de La Plata, la distribución de las sillas remedando las de los teatros clásicos y las diferencias existentes entre el Payaso y el Tony. Todos ellos recuperan una dimensión desconocida, un pasado que ha quedado sepultado bajo capas geológicas de información y de desplazamientos de las formas artísticas. Hacia el final, esa recuperación se vuelve acto presente que alude al título del documental. Si algo se puede entrever en la breve escena de la representación del grupo de los hermanos Videla, es sobre el final cuando Salomé se despega de su espacio para seguir las vías abandonadas que la llevan a la carpa del Circo Atlantis después de hacer la pegatina callejera que anuncia su actuación. Allí sus recuerdos se convierten en acción, como puesta en escena de un último acto con referencias múltiples, en tanto representación del final de La Morte Civile que lleva tanto a la alusión al final de su tío Demetrio, como a la escenificación de la muerte del Circo Criollo y a una última representación de Salomé bajo la carpa de un circo. Pero esa apariencia fúnebre que alude a los finales no es más que una burla revelada por el chiste de la camilla rota y el guiño final del ojo de Salomé: en todo caso, parece no haber sepultura posible, sino continuidad de las formas en otros contextos.

Más allá de la recuperación histórica, La última pirueta posee una serie de valores agregados que la despegan de la producción habitual de documentales. Hay una constatación de la carencia –los recuerdos de Salomé tienen pocas imágenes que los acompañen, apenas algunas fotos de su padre, su madre y su tío, y una foto de niña de ella- que se expande hacia un territorio mayor –tampoco hay demasiadas imágenes sobre otros circos de las mismas características-, y que en el documental se elige resolver sin apelar a la repetición ilustrativa. La decisión de contar la historia como un viaje al pasado del personaje, entraña una concepción sobre la película que revela un despliegue inhabitual de recursos. No se trata solamente de ejemplificar el viaje a partir de un tren eléctrico de juguete –que, no obstante, muestra una relación con el mundo de la infancia al que pertenecen tanto el Circo como los recuerdos de Salomé-, sino del hecho de que éste porte como vagón una maqueta de la casa real de Salomé, de que en las escenas en el interior de la casa se simule el movimiento del tren y que cada estación en la que el personaje se detiene corresponda a los entrevistados. El tren, por otra parte, no se mueve dentro de un espacio limitado de vías que remarcarían la artificialidad del planteo, sino que atraviesa escenografías que van desde un jardín real hasta una compleja red de maquetas que van asomando a su alrededor a medida que el relato avanza. La última pirueta recurre a construir a pequeña escala un mundo que no puede registrar de otra manera: un mundo de papeles y cartones, de recortes de diarios y libros, de casas que se incendian y estaciones que se abren como casas, de pistas de circo que se van construyendo a partir de la animación y sobre las cuales se proyectan o sobreimprimen imágenes para que el viaje a la infancia de Salomé sea verosímil en ese pequeño tren. Lo que hace es comprender que lo documental abarca la reconstrucción de aquello que no se puede documentar para, desde ese lugar, restablecer la necesidad de completar lo que se ve con la imaginación del espectador. El viaje a la infancia que emprende Salomé se vuelve entonces una invitación a que el espectador se sume a él, no tanto para poner en juego su propia infancia, sino para recuperar la posibilidad de imaginar otros mundos que ya no existen.

La última pirueta (Argentina; 2019). Dirección: Gabriel Rosas. Guion: Gabriel Rosas; Patricio Sosa. Fotografía: Ariel Martínez Herrera. Edición: Juan Leza. Duración: 60 minutos.

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