“Además, tenía un gato y tocaba la guitarra. Los días de mucho sol se lavaba el pelo, y junto con el gato, un rojizo macho atigrado, se sentaba en la escalera de incendios y rasgaba la guitarra mientras se le secaba el pelo. Cada vez que oía la música, yo me acercaba silenciosamente a la ventana. Tocaba muy bien, y a veces también cantaba”. Truman Capote en Breakfast at Tiffany’s.

Nacido en el corazón sureño de Louisiana, amigo de Harper Lee y primo lejano de Tennesse Williams, Truman Capote fue un exponente extraño de la literatura sureña que reverdeció en los años de la posguerra. La escritura fue su salvación y Nueva York su destino, lugar en el que se reinventó adoptando otro apellido y combinando su aguda observación de la realidad con su inagotable imaginario creativo. Además de ser pionero del nuevo periodismo, que cambió las formas literarias y periodísticas a mediados del siglo XX luego del éxito de A sangre fría (1966), dejó numerosos cuentos, obras de teatro y novelas que recrearon su experiencia como outsider en una metrópolis como Nueva York, que asumieron el espíritu disruptivo de una figura como Edgar Allan Poe y que crearon personajes únicos e inolvidables como Holly Golightly. Hasta mediados de los 50 Capote había publicado una novela de corte autobiográfico y con claros ecos del gótico (Otras voces, otros ámbitos) y numerosos relatos cortos en revistas como Harper’s Bazaar o The New Yorker. Si bien ya tenía un contrato con Random House y había emergido como una joven celebridad literaria, con cierta excentricidad y desparpajo, la publicación de Breakfast at Tiffanny’s en la revista Esquire lo cambió todo.

«Creo que he tenido dos carreras. Una fue la carrera de la precocidad, aquel joven que publicó una serie de libros que fueron realmente importantes, e incluso puedo leerlos ahora y evaluarlos favorablemente, como si fueran obra de un extraño. Pero mi segunda carrera comenzó realmente con Breakfast at Tiffany’s. Implica un punto de vista diferente, un estilo de prosa diferente. En realidad, el estilo de la prosa es fruto de una evolución: una poda y adelgazamiento hacia una narrativa más tenue y clara. No lo considero evocador, como el otro, pero es más difícil de hacer». Ese estilo más directo y despojado, a diferencia del alambicado propio del gótico, fue el pasaje necesario hacia los años del «non-fiction», emblema de la transformación que encabezó junto a escritores como Tom Wolfe y Norman Mailer. Aquí la combinación se da entre el uso de una narrador en primera persona, muy cercano a un alter ego, que cuenta el tiempo que compartió con una chica sureña emigrada a Nueva York, un personaje que se reinventó como lo hizo Capote, que tenía de él tanto como de sus fantasías. La novela comienza con un flashback, el narrador y el dueño de un bar evocan a la figura de Holly a partir de una misteriosa foto que parece recordarla: el tallado de una diosa africana. A partir de allí, Capote vuelve al pasado, al encuentro de su narrador con esa excéntrica y fascinante criatura, a sus inicios como escritor y al enamoramiento que marcó aquellos días.

Es evidente que la figura de Holly Golightly está modelada en la de Marilyn Monroe. No solo lo dejó en claro el autor en varias entrevistas, sino que cuando la Paramount compró los derechos para convertir la novela en película la estrella se convirtió en la elección obligada. Pero Marilyn, por consejo de su profesora de actuación Paula Strasberg, dijo que no. La Paramount pensó en Kim Novak, en Shirley MaClaine, hasta que convencieron a Audrey Hepburn de asumir el que sería su personaje más icónico. Pero al leer la novela es claro que Holly es una joven pobre de Texas, salida del barro y de un matrimonio temprano con un granjero que se rebautizó al llegar a Nueva York. Norma Jean convertida en Marilyn, con su pasado doloroso y su sino trágico, que consiguió un éxito efímero que en Holly resultó apenas una enigmática promesa. Cambiar de actriz, entonces, exigía reinventar la historia, despojarla de esos aires de transformación y convertirla en un juego de revelación. La Paramount convocó al guionista George Axelrod (La comezón del séptimo año, Un marido en apuros) para que adecuara el guion a una clave: Capote le hace decir a O. J. Berman, el agente que perfila como el descubridor de Holly, el que le consiguió un papel en Hollywood que nunca interpretó, que es una farsante. Pero una farsante verdadera, aquella que cree en esa mentira que se inventa, que encuentra en esa ficción que es su vida su única realidad posible. Al igual que Marilyn y que el mismo Capote, Audrey Hepburn también emergió de una concepción platónica de sí misma, la niña endeble y largirucha convertida en modelo de Givenchy. Pero más que los otros, Hepburn representó el ideal de Cenicienta que guió a Axelrod en la reescritura de la novela para el cine: una mujer que encontraba en esa forma artificial la revelación de su verdadero ser. Como señala Sarah Churchwell en Breakfast at Tiffany’s: When Audrey Hepburn won Marilyn Monroe’s rol para The Guardian, en las historias de Charles Perrault y los hermanos Grimm, Cenicienta comienza la vida con privilegios y riquezas; en versiones anteriores, incluso es una princesa, a quien los que envidian su poder y belleza la privan erróneamente de su legítimo estatus. Es menos una historia de metamorfosis que de revelación: la transformación descubre entonces el ser original. Capote, en cambio, nunca pudo deshacerse de su pertenencia a los márgenes; el niño prodigio de Louisiana nunca perteneció al castillo (como dice su narrador, «vivía siempre con la nariz contra el vidrio»). En la pantalla, nunca vimos a Norma Jane convertirse en Marilyn Monroe: la conocimos después de esa metamorfosis, con su pelo platinado y su sonrisa enorme. Pero para Hepburn, cada papel -desde La princesa que quería vivir a Sabrina– que la condujo a Muñequita de lujo -y que luego continuó hacia Mi bella dama-, mostraba su transformación: la mariposa que emergía de la crisálida. Y, a diferencia de Monroe, a quien siempre se vio transformarse en algo creado para la pantalla, Hepburn solo se reveló como su propio ser luminoso e inmanente. El imaginario final sobre la historia de Holly se formó en la película y se construyó para siempre alrededor de la figura de Audrey Hepburn, con su vestido negro y su boquilla, ícono perpetuo de la cultura popular.

Convertida en Cenicienta, Holly necesitaba que el narrador se convirtiera en un interés romántico -elemento que en la novela es sugerido más como el enamoramiento del escritor a partir de lo que Holly representa, como el que sintió Capote por Monroe toda su vida- y que se nutriera de cierta impostura, lo que le provee la figura de Patricia Neal como la señora rica que lo mantiene como su amante. Los caminos paralelos entre Holly y Paul (George Peppard), guiados por el miedo y la inseguridad, la desconfianza en el triunfo y la orfandad del presente, se convirtieron en la llave para la comedia romántica. El director elegido fue entonces Blake Edwards, que había dirigido varias comedias (la mejor, hasta entonces, Operación Pacífico) y sería uno de los modernos renovadores de la slapstick (con La fiesta inolvidable y la saga de La pantera rosa), que entendía de imposturas y disfraces, que podía sostener el ritmo narrativo de una historia que era apenas una anécdota guiada por reflexiones en el papel. Pero lo que Edwards vislumbró debajo del guion de Axelrod, eso que latía en la cosmovisión de Capote, era que el mundo era un lugar inseguro, de relaciones tensas y permanentes desilusiones, en el que el descubrimiento de amores verdaderos era un milagro por el que había que pelear. Su aguda mirada sobre las costumbres sexuales fue un punto de encuentro con Billy Wilder, y en Muñequita de lujo se permitió filtrar el guiño sobre las actividades en los tocadores de Holly, por las que recibía 50 dólares. La comedia de Edwards es en parte la de una vieja tradición, una que se remonta a Aristófanes y se caracteriza por la farsa, la obscenidad y la metáfora sexual, de allí el juego con los estereotipos y las exageraciones que pone en escena en el japonés -hoy canceladísimo- que representa Mickey Rooney.

Los créditos iniciales de la película, con Audrey Hepburn desayunando frente a vidriera de Tiffany, se convirtieron en la metáfora del Hollywood clásico que se extinguía, una vidriera de sueños inaccesibles. Al igual que El gran Gatsby de Scott Fitzgerald, Breakfast at Tiffany’s es la historia del sueño americano. La novela de Capote es sobre el precio que hay que pagar por ese sueño. La película está decidida a ver a los sueños como la respuesta a los deseos. Y no por casualidad, se necesitó una estrella de cine europea con herencia aristocrática para hacer realidad el sueño americano, porque el sueño americano es, en parte, un sueño de ser real, de pertenecer, de ser descubierto. Al igual que Holly Golightly y Marilyn Monroe, Jay Gatsby era una farsa, una farsa que se creía a sí misma. Pero Hepburn era un sueño de autenticidad en lugar de imitación. Capote sabía que Hepburn no era la Holly que él había escrito, y eso es innegable. Pero su elección es la razón por la cual la película funciona en sus propios términos y se ha vuelto tan culturalmente distinta de la novela. A pesar de que se mantiene gran parte de la historia y los diálogos de Capote, es una historia fundamentalmente diferente porque su tono y estado de ánimo son diferentes. La película es luminosa, está llena de esperanza, mientras la novela está llena de sombras y terrores. La novela está dominada por un cinismo voluntario que se subvierte al final, cuando el narrador espera que la Holly salvaje haya encontrado su hogar. La película está despojada de todo cinismo, cree siempre en ese corazón honesto que late bajo las capas de maquillaje.

Muñequita de lujo (Breakfast at Tiffany’s, Estados Unidos, 1961). Dirección: Blake Edwards. Guion: George Axelrod (basado en la novela de Truman Capote). Fotografía: Franz Planer, Phillip H. Lathrop. Montaje: Howard A. Smith. Elenco: Audrey Hepburn, George Peppard, Patricia Neal, Mickey Rooney, Buddy Ebsen, Martin Balsam. Duración: 115 minutos.

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