la-nocheSin límites la noche,

pura, despierta, sola,

solícita al amor, ángel de todo gesto…

Idea Vilariño

I. Vi La noche por primera vez en el Ambassador de Mar del Plata. Fue agotador. La noche es una película que requiere de paciencia y entrega. Lejos de contar una historia, La noche propone una experiencia. Experiencia más dura por las condiciones de proyección: llegamos sobre la hora y nos tuvimos que sentar al fondo, donde no corría una gota de aire. La sala llena y la calidad de proyección un absoluto desastre, a lo que se sumaba el trajín del festival, ver una película tras otra. Cuando terminó, apareció Edgardo Castro para el Q&A. Una señora hizo una pregunta que me quedó flotando adentro durante un buen tiempo. Más que una pregunta fue una afirmación. Algo así como: “Esas personas no son libres ni felices, son adictos.”

La segunda vez fue en el Malba, en una mejor proyección. Fui con una amiga que está pasando por un mal momento. Durante la primera hora la noté inquieta en su butaca, mirando el celular a cada rato, como hastiada; hasta que me dijo que deseaba irse, que no estaba pasando nada, que ya vio todo lo que tenía que ver. Me violentó pero intenté entenderla. Le dije que vaya, que no me ofendía. Me preguntó si quería que me esperara afuera, contesté que no hacía falta. Me sentí vulnerable ante esa inesperada soledad en el cine pero, ya entregada a la atmósfera envolvente de La noche, no se me ocurrió irme. Pasé el resto de la película buscando, en las imágenes que fluían como en un pase de magia, qué era lo que causaba tanto malestar, qué hacía una película para que algunas personas abandonaran el cine. De repente una sombra a mi lado me sobresaltó. Reconocí a mi amiga llorando a mares. Ahora se recostaba como un niño sobre su madre, pidiéndome amparo con el cuerpo. Faltaba media hora para el final cuando me levanté y me la llevé de la sala. Una vez afuera y después de otra descarga de llanto sobre mi hombro, admitió que no podía seguir en la sala, viendo lo que allí pasaba, porque ella también, a su manera, se había estado autodestruyendo. Las drogas no son la única forma de adicción y de daño sobre el cuerpo, nuestro mundo está lleno de otros hábitos igual de destructivos, sólo que mucho menos visibles. Tal vez uno no entra en La noche como espectador, sino que la noche, la oscuridad, se descubre en uno mismo, y las imágenes de La noche son la apariencia de algo que se revela adentro.

II. Se dice de La noche: documental, autobiográfica, escenas de sexo explícito, oscura, mal sonido. El cine argentino no gozará de salud pero sí de dinero, de medios técnicos y de un sinnúmero de mentecatos dedicados a rastrear, organizar, controlar, aprovechar, la producción. El caso es que, poco a poco, la estabilización de un canon viene acechando las posibilidades expresivas de la producción local. Es poco decir para un tema que amerita un análisis tanto más extenso, pero quiero resaltar la emergencia de cineastas autodidactas, inteligencias malformadas por otras artes que se interesan en hacer una película. Edgardo Castro llega a la dirección bajo mandamientos herzogianos: no fue a una escuela de cine ni está en sintonía con la actualidad del cine nacional. Sin embargo, puso a trabajar en conjunto con un grupo de profesionales y no profesionales con el fin de hacer su propia película. Esas personas, además de trabajar sin cobrar, o cobrando un porcentaje mínimo de lo que dictan las paritarias del INCAA -porque acaso puedan costear su vida de otros modos, bajo el ala de producciones profesionales-, se unieron a través de la fe, se sumergieron en la noche.

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III. Condenados sean los que hablen de azar y documentalismo: en La noche todo está programado. Castro se hace cargo de la invención de un realismo poco común. Una cámara pegada lo sigue, pero él ahora es Martín. Una salvedad: Castro director y Castro actor no son dos seres disociados sino que, de algún modo la decisión de protagonizar su propia película constituye por defecto un lugar político que él mismo asume. Martín come fideos fríos de un tupper en su casa. Importa lo que come, importa dónde vive, importa que sea al lado de las vías del tren, que irrumpe con su sonido cada vez que vuelve reventado al departamento. Sale a la calle.  Las luces de la ciudad nos internan en este lento recorrido del que se intuyen sentimientos desconocidos que rumian en las vísceras de espectadores extrañados. Las luces prenden y apagan, nunca dejan ver del todo los rostros de los personajes, así como el sonido nunca nos deja oír con claridad todo lo que dicen. Acaso porque en la vida pasa un poco así, nos llegan las cosas entrecortadas. Cuando los ojos no ven, los ojos desean.

Martín entra y sale. Cada puerta atravesada densifica la noche que se multiplica a cada escena, se estira, se resguarda del día. Perdemos la cuenta de la cantidad de vasos bebidos y el sinnúmero de pases tomados. Vemos las caras que cambian con la droga, sí, pero no a partir del efecto que busca hacerse impacto, sino a partir de la repetición, en ese sumergirse al verla. Martín vuelve a su casa después de no sabemos cuánto tiempo de gira. Casi no se puede sostener en pie. Respira como si el corazón fuera a salirse por la boca. Bajo la ducha se mete los dedos hasta quedar tirado como un animal. A esa altura la película está llegando a su pico de violencia. Difícil no sentirse empapado también, sofocado, desgarrado. Es que la producción local está teñida de un pudor que no admite este tipo de gestos, y por ende nuestra percepción está moldeada a imagen y semejanza de ese pudor, expulsando cualquier cosa que nos conecte con las intensidades.

Las actrices y los actores parecen guiados por los hilos de unas directivas mínimas y sencillas, apenas una situación planteada y tal vez la extrañeza de estar desnudxs con una cámara encima. Y esos resabios colmados de dudas pero entregados a lo que venga construyen actuación mucho más que las experiencias acumuladas a nivel profesional. En ese desnudarse, también se adentran en La noche los técnicos. Castro los invita a extender sus límites, no por el hecho de ser partícipes de un trío entre dos hombres y una travesti sino por sostener esa situación, cada situación, dar lo suyo o dejarlo. En la charla después de la película nos cuenta que un sonidista tuvo que dejar la caña en una de las escenas porque el otro actor no lo quería en la habitación del telo. Cuatro años haciendo esta película de tal modo dan cuenta de la experiencia transformadora del tiempo y de la pócima exorcizante que implica llevar un proyecto a cuestas, no para ganar un premio en un festival sino para narrarse y, por ende, transformarse, sobrevivir sin enloquecer. Algo que sólo posible incluyendo a otrxs que busquen también compartir el dolor. El caso es que ahí donde algunos nadan, otros se ahogan. Y es que el dolor es inconcebible sin el deseo; el deseo de hacer algo, de ir hacia algún lugar. Guadalupe es una de las pocas a las que la película se empeña en seguir, una travesti que mantiene una relación de amistad con Martín. sin-titulovvBien sabemos que cambiarse el cuerpo y devenir la conjunción de lo -normativamente considerado- femenino y masculino no sólo implica ser estigmatizada por la sociedad sino, lo que es directamente proporcional, correr más riesgos de vida que el común de la gente. En otras palabras: a las travestis las matan. En La Noche, Guadalupe festeja su cumpleaños rodeada de sus amigas travestis. Un día nublado recorre el Once con Martín. Come pizza en un restaurante, y su mirada siempre está en un lugar lejano, su presencia lleva implícita la ausencia que acarrea un sentimiento de soledad desconsolada.  La película no elige el carril de la denuncia -siempre fácil por cierta izquierda afecta al didactismo-, sino el de la liberación. La posibilidad de que las voces silenciadas y los cuerpos hechos sombra puedan brillar como lo hace Guadalupe llevando consigo su tristeza; arrastrando como Martín un sufrimiento que ni la más potente droga curaría, pero encontrándose para hacer de ello una experiencia que los desborde; plasmar ese desborde en una pantalla que lo contenga y acaso independice el dolor.

Pienso en las pinturas rupestres en el fondo de las grutas -antes producto de un rito, ahora pieza de la cultura- trazadas a través de un instinto de supervivencia que ligaba el mundo material a la magia: trazos primitivos hechos por manos cazadoras con pigmentos extraídos de la naturaleza. Los trazos gruesos de La Noche se erigen como aquellas imágenes débilmente iluminadas, la fuerza de su oscuridad relampaguea adentro nuestro a la luz de los días.

La noche (Argentina, 2016), de Edgardo Castro, c/Edgardo Castro, Dolores Guadalupe Olivares, Paula Ituriza, William Prociuk, 135′.

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