Hay un momento en que el retrato se vuelve autorretrato y el propio cuerpo deviene reflejo. Siempre hay algo en lo observado que redefine al observador. Las imágenes y los sonidos, aunque no tengan peso, generan impacto. Y la ausencia de esos materiales fantasmáticos también. El silencio es un cuerpo que cae debe ser una de las películas más potentes y bellas del cine argentino reciente. Lo que sostiene a su entramado es la relación inacabada, siempre incompleta y abierta, que existe entre un padre y una hija, veinte años después de la muerte del primero. En el inicio la voz de la directora, Agustina Comedi, cuenta que a principios de la década del noventa su padre, Jaime, se compró una Panasonic y desde ese momento no paró de filmar. Cuando murió en un accidente absurdo, a fines de esa década, tenía la cámara en la mano.

El trabajo poético e inquisitivo que Comedi ejerce sobre ese registro (más de cien horas, según dice en un momento), funciona como un modo de detectar y luego disipar las apariencias que cubrieron la historia de Jaime antes de que ella naciera. Para detener la caída del cuerpo al cual alude el título (puede ser su cuerpo, el de su padre o el de ambos), no alcanza con oponer el silencio a las palabras si éstas no son acompañadas y hasta confrontadas con los registros visuales y sonoros. Es como si los testimonios de los amigos de su padre, de compañeros de generación o incluso de familiares, a través de los cuales se dice, siempre de manera lateral o ambigua, que entre los años setenta y ochenta Jaime militó en vanguardia comunista y que estuvo en pareja con un hombre no alcanzaran para comprender lo que implica el trayecto que va desde reconocer el deseo y ser consecuente con él hasta reprimirlo en nombre de una idea de familia. En las entrevistas, sobre todo durante el primer tramo de la película, las cosas se resisten a ser nombradas. Están los que mencionan la palabra “deseo”, los que prefieren no hablar de la “vida privada de Jaime”, y los que se ocultan detrás de expresiones como “Jaime tenía un perfil distinto” para no pronunciar la palabra “gay”, lo que obliga a la directora a desplegar un discurso indirecto. “En síntesis”, dice su voz, “lo que me contaron los amigos de Jaime fue que estuvo once años en pareja con un hombre antes de conocer a mi mamá”. La revelación establece un quiebre en la película, como si hubiera llegado la verdad para borrar las apariencias y dibujar sobre la hoja, ahora blanca, una elipsis entre los primeros fragmentos de testimonios y los que se verán (o sólo se escucharán) luego. En la segunda parte de las entrevistas se hablará del peso de la moral cristiana en su cruce (o en su correspondencia) con la moral revolucionaria, de la dificultad de conciliar la vida privada con la lucha política, de las experiencias de quienes fueron detenidos por las fuerzas armadas sólo por estar en la calle ofreciendo sexo (o “por incitación al acto carnal en la vía pública”) y de la negación como otra forma de persecución. Una de las hermanas de Jaime, incluso, dirá que en su barrio había una línea que separaba una zona residencial de una zona más popular, ligada a la prostitución, a los boliches, a otra sensibilidad, y que a Jaime le gustaba habitar esa zona. La metáfora visual es perfecta. Comedi la aprovecha para revestirla de imágenes en super 8 (es decir, para convertirla en una metáfora cinematográfica), en las que se ve a jóvenes habitando los rincones de la ciudad y los espacios huérfanos debajo de los puentes, y también para conectarla con un video en el que su padre se sube a un mirador para demostrar que la ciudad de Córdoba, como explica su propia voz, es “un pozo”.

Lo que se dice en El silencio es un cuerpo que cae siempre tiene una réplica más potente, más precisa, en las imágenes; las que Comedi inventa o las que recupera del material de su padre. Por momentos pareciera que en ese archivo está todo lo necesario para darle forma no sólo a la sensación de doble vida que posiblemente Jaime experimentaba, sino también al miedo y al prejuicio de los otros. Sobre lo segundo basta ver a ese personaje que se la pasa haciendo chistes acerca de los que “no van para delante” o “juegan en el otro bando”. Sobre lo primero, basta volver al inicio de la película, al montaje paralelo que va desde los contornos de la escultura del David (las piernas, los glúteos, los brazos), que su padre filma con una mezcla de erotismo y goce estético, hasta las figuras de su mujer y su hija, que deambulan alrededor de la obra. En ese fragmento, que la cineasta desmarca del material bruto, personal y doméstico registrado por su padre, no hay demasiada manipulación, sólo la que implica situar esas imágenes junto a otras para dotarlas de sentido. Tanto en estos registros como en aquellos en los que su padre habla del tiempo que se deja atrás o de la dificultad para enfrentar, desde los cuarenta años, “la segunda parte de tu vida”, están encapsulados el pasado oculto y silenciado y el presente familiar, que en ningún momento se reviste de tragedia sino de nostalgia, como si una cortina separara lo que fue, y debe permanecer fuera de lo visible, de lo que es.

Comedi comprende (y es notable que ella, estando tan involucrada en lo que vemos, pueda comprender tanto) que hay que plegar la cortina, desnaturalizar las imágenes falsas como las que abundan en los viajes a Disney que hizo con sus padres, para finalmente mostrar un modo de vivir la sexualidad que una buena parte de la sociedad, todavía hoy, prefiere condenar a espacios secretos. Por eso en diferentes tramos el discurrir de las imágenes se aleja del relato íntimo y se conecta con espectáculos privados o públicos (como los del Grupo Kalas) que los amigos, los compañeros o los amantes de su padre protagonizaron en algún momento. Son fragmentos en los que se configura una sensibilidad y se describe una serie de lugares donde la diferencia podía existir.

En cada plano siempre se devela una ausencia, siempre hay algo que falta. Incluso en el más evidente la mirada puede sospechar algo, extraer un misterio y sostenerlo como tal para nunca resolverlo. En El silencio es un cuerpo que cae la distancia entre un padre y su hija, entre una generación y otra, entre una época y otra, se resuelve a partir de un puente: el padre se muestra sin saberlo y la hija ordena lo mostrado con sabiduría y amor, para que el cuerpo detenga la caída y su imagen deje de ser clandestina.

El silencio es un cuerpo que cae (Argentina, 2017). Guion y dirección: Agustina Comedi. Edición: Valeria Racioppi. Duración: 72 minutos.

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: