La tersura azulada del mar abierto cubre toda la pantalla. Mientras la cámara asciende hasta tomar el horizonte infinito y un cielo nublado en pleno atardecer, una voz femenina le anuncia a un tal Jean-Louis que rodará su historia sangrienta de vedettes y vampiros. Desde el comienzo, la película coquetea con la exuberancia y, desde allí, un conjunto de ingredientes van surgiendo para cautivarnos. El caribe, con su vegetación espesa y el mar esmeralda. Geraldin Chaplin, encarnando un personaje que le permite explorar ese terreno que le es tan propio, donde mixtura ferocidad y fragilidad de forma exquisita. El erotismo que dispersan la danza, los ambientes, la música y esos personajes en constante seducción. Finalmente, el artista homenajeado por el film, el dominicano Jean-Louis Jorge, cineasta trasgresor, dueño de una obra breve pero intensa. Para quienes no sabían de su existencia (entre los que me incluyo) las referencias a su obra, de marcado apetito por lo kitsch y con fuertes elementos surrealistas, tientan a su descubrimiento.

Los flujos de deseo son la fuente de las que abreva el cine de Jean-Louis Jorge. A esa misma fuente acuden Laura Amelia Guzmán, sobrina del artista, e Israel Cárdenas para erigir esta película en su honor, y está muy bien. Sin embargo, no resulta fácil acompañar a La fiera y la fiesta, una la película no logra encadenar sólidamente todos sus componentes y se disuelve en aproximaciones tímidas hacia objetivos diversos. 

Vera (Geraldin Chaplin) es una actriz en la postrimería de su carrera, que viaja a Santo Domingo, convocada por Víctor (Jaime Pina) para rodar la película que escribió un antiguo amigo de ambos, ya fallecido: Jean-Louis Jorge. Junto a otros viejos amigos del grupo, entre los que se encuentran el coreógrafo Henry (Udo Kier) y el director de fotografía Martín (interpretado por el director y crítico de cine colombiano Luis Ospina, quien conoció a Jorge) se dispone a filmar lo que, anuncia, será su última película: “Water Follies”. Hay expectativas en torno a la película y tanto al equipo de rodaje como a los bailarines que participan en la película se los ve enfocados y profesionales. Sin embargo, flota allí una tensión tan densa como la bruma selvática del lugar. Distintas circunstancias van atentando contra el rodaje, pero por alguna oscura razón, los implicados avanzan en línea recta, con una actitud apacible en la que no huele a obstinación, sino a aceptación de destino trágico.

La mezcla entre la remembranza al artista y una historia montada a partir de proyectos interrumpidos por la trágica muerte del director (fue asesinado en su casa en el 2000), en los papeles resulta una buena idea. Pero en la práctica, los injertos de Jorge, su recuerdo, sus fotos, sus películas, sus criaturas, derrumban una y otra vez lo que vamos logrando construir sobre la historia, aquella que la tiene a Vera lidiando con las complicaciones incesantes de ese rodaje maldito. Si a esto le sumamos la trama sobre la afinidad de Vera con uno de los bailarines, quien supuestamente es su nieto, el ensamble se complica aún más. El homenaje, el homenajeado y su obra comienzan a entrelazarse y terminan por enredarse.

Al fatídico final de Jorge no sólo se lo menciona en el film, sino que aparece representado en el recorrido de los personajes, fagocitados por el devenir trágico de un rodaje cuyas complicaciones superan las ordinarias y llegan a la muerte. La incorporación de fragmentos de películas de Jorge, donde se ve el flirteo permanente de sus personajes con la muerte, operan casi como intertítulos que explican aquella alegoría. El inconveniente radica en que Vera y su troupe parecen absorbidos por default al universo de Jean-Louis Jorge. La inercia que los precipita nunca se revela, dando como resultado un derrotero caprichoso. Conocer la obra de Jorge y las motivaciones que lanzaron a su sobrina y a su amigo y ex compañero de estudios en la UCLA, Luis Ospina, a realizar la película, ayuda a advertir intenciones y búsquedas detrás del film,  pero está claro que deberíamos poder prescindir de ese recurso.

La película logra sostenerse gracias a interpretaciones muy sólidas, entre las que se destaca, lógicamente, Geraldine Chaplin, quien despliega todo su oficio para construir un personaje a pura verdad. Pero Udo Kier, Jaime Piña y Luis Ospina suman muchísimo para representar ese enjambre de afectos y traiciones que le dan forma a los estertores de esa cofradía setentista. Y este no es un dato menor, porque una de las cosas que logra transmitir la película es que ella no es sólo un homenaje a Jean-Louis Jorge, sino a toda una camada de artistas que le imprimieron un color, una forma, al cine latinoamericano de aquella década. Detrás de Vera, Víctor y Martín intuimos a los amigos y compañeros de andanzas de Jorge, que lo amaron y fueron amados por él. Amistades que son indelebles porque ellas son la materia misma de un tiempo, de experiencias de vida constituyentes.

En los títulos de apertura, luego de algunas fotos de época de Jean-Louis Jorge, los nombres de los protagonistas son presentados junto a fotos de ellos mismos en su juventud. Se pone de manifiesto el doble valor del casting: no son sólo los intérpretes adecuados para esos papeles, son también sobrevivientes de un momento y de una forma de hacer cine. Es esa celebración y homenaje al brío creativo de este grupo de artistas irredentos lo que logra transmitir la película. Y ese es un logro laudable y que resulta gratificante.

Calificación: 6/10

La fiera y la fiesta (República Dominicana/México/Argentina, 2019). Guion y dirección: Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas. Fotografía: Israel Cárdenas. Edición: Andrea Kleinman, Israel Cárdenas y Pablo Chea. Sonido: Leandro de Loredo. Elenco: Geraldine Chaplin, Udo Kier, Luis Ospina, Jaime Piña, Jackie Ludueña, Pau Bertolini, Yeraldin Asencio y Fifi Poulakidas. Duración: 90 minutos.

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