La directora y dramaturga Nayla Pose utiliza los sonidos y el silencio como las claves para el despertar de la memoria. Una pista de baile se enciende con los acordes de una estridente melodía que ensordece las paredes, con las intensas linternas que iluminan los rostros, con el feroz acercamiento de los cuerpos hacia el vértice de la representación. Esos que se agitan entre sombras, que parecen estertores de una agonía, son los relatos de un pasado que regresa, y que lo hace en forma de vivencias descarnadas, recreadas como cuentos, como una memoria fragmentaria que se activa al ponerla en escena.

La clave de la puesta en escena de La bestia invisible está en un descubrimiento, aquel que se expone en la primera reunión de los actores que antes bailaban y ahora advierten la mirada de los espectadores. En esa mesa al fondo del escenario se discuten investigaciones de la ciencia que afirman la transmisión del miedo, el pavor, aquellos sentimientos intensos que surcan la vida, como parte de una identidad inscripta en el ADN. Así, casi sin saberlo, nuestras experiencias acarrean las de aquellos que nos precedieron, y ese lejano ayer se filtra cada día en las nuevas generaciones, se impregna en el alimento de herederos y descendientes. Así, desandando el hilo que los une al mundo anterior, cada uno de los personajes recorre su propia génesis, lo olvidado de su gestación, sus temores sellados en relatos de cuna, en diarios de vida, en cuentos de plaza, en cartas de antaño.

Aquí el teatro se cruza con la literatura y la impronta de la oralidad se cruza con la de la escritura. Los textos adquieren peso en la voz de los actores, en su entonación, en el sentir que despierta esas palabras de otros, esas vidas de viejos conocidos. Lo que define la materialidad de la obra es, entonces, una textura que se desliza con lentitud y progresión sobre aquellos cuyas vidas -sistematizadas, anodinas, cotidianas- no parecían tener conciencia de ese proceso interior. Latiendo en su ADN o germinando en su memoria, son esos retazos de escritura conservada en viejos papeles, o esas palabras atesoradas en la memoria emotiva las que resignifican el presente. Cada lectura y cada evocación conmueven irremediablemente esa laxitud hasta enfrentarlos –a cada uno de ellos y a nosotros- con la realidad de que ese estado en el que creían –y creíamos- estar sumergidos, como en un mundo aparte, no era más que ceguera e imposibilidad de contactarse con la realidad más próxima.

Las actuaciones son todas de un nivel excepcional, con un dominio de la presencia escénica y la proyección de la voz que hace que los textos cobren vida inmediatamente. Al concebir la memoria como la verdadera dimensión de lo intangible y a cada detalle de la puesta en escena –las melodías, los focos de luz, las oscuridades- como un disparador de sensaciones, Pose entiende que el espacio se expande más allá de lo que vemos, más allá de lo que el mismo realismo demanda. La fluidez que permite la presencia simultánea del resultado del ejercicio de la memoria –la representación misma- y su hechura –el que las figuras alternen en el espacio con micrófonos y luces, que se desplacen buscando en su propia corporalidad la emergencia del recuerdo- es lo que hace que asistamos a un reflexión permanente, arrebatada de autoconciencia sin por ello renunciar a la emoción.

La bestia invisible (2018). Dirección y dramaturgia: Nayla Pose. Textos: Nayla Pose, Emmanuelle Cardon, Marian Vieyra, Julián Ponce Campos, Lucía Szlak, Florencia Halbide, Nahuel Saa, Paola Lusardi, Germán Leza, Loló Muñoz y Pipo Manzioni y Mariano Saba. Intérpretes: Emmanuelle Cardon, Marian Vieyra, Julián Ponce Campos, Lucía Szlak, Florencia Halbide, Nahuel Saa, Paola Lusardi, Germán Leza, Loló Muñoz y Pipo Manzioni. Duración: 70 minutos. Sala: El Brío. Funciones: Sábados 22 hs.

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