Liliana (Liliana Juárez) y Marcela (Rosario Bléfari) son dos empleadas de un ministerio de la ciudad de La Plata. Además de su trabajo en el área de limpieza, ambas sostienen un comedor comunitario (que funciona sin autorización alguna) con el que pueden engrosar un poco sus magros ingresos.

Así comienza el último film (y primero en solitario) de Ezequiel Radusky quien fue codirector junto a Agustín Toscano de la fenomenal Los dueños. Aquella película tucumana funcionó, a partir de su humor bestial, como un sujeto anómalo en el panorama del cine argentino de la década pasada, y hoy puede verse como una comedia negra que puso el ojo en la organización de clases que conforma a la  sociedad argentina. Si algunos creen que la grieta fue un invento del kirchnerismo producto del conflicto con el campo en el 2008, películas como Planta permanente o Los dueños permiten rastrear genealógicamente el origen de estos conflictos. De este modo, la fractura que los medios de comunicación plantean como inherente a un modo de hacer política del kirchnerismo se encuentra anclada a un funcionamiento del sistema de clases en el que se desarrolló el Estado argentino desde su conformación allá por fines del siglo XIX.

Construida a partir de un tono distinto a Los dueños y sostenida en dos sutiles y sofisticadas actuaciones como son las de Juárez y Bléfari, Planta permanente es una foto de época de la sociedad macrista. La película pone su ojo en el mundo de los trabajadores estatales sin nunca caer en el trazo grueso. Radusky reflexiona sobre la guerra de pobres contra pobres, y cómo ésta se desarrolla en el ámbito de la burocracia estatal, con un humor incómodo y una mirada atenta y amorosa que capta con minuciosidad ese mundo del trabajo público.

En ese ámbito trabajan las protagonistas del relato, repartiendo su tiempo entre las labores de limpieza y las de la cocina, hasta que la nueva directora de la Secretaria de Obras Públicas (excelente trabajo de Verónica Perrota que nos hace pensar en la ex gobernadora María Eugenia Vidal) realiza una serie de modificaciones en esa área que incluyen una serie de despidos -entre los que se incluye a Yanina, la hija de Marcela- y la posterior clausura de ese comedor comunitario. El registro de la cámara de Radusky es aséptico y si bien las referencias al macrismo son multiples a lo largo de todo el film, siempre son trabajadas desde la economía de recursos que muestra el absurdo como reverso de la crueldad de los que manejan ese organismo.

En ese sentido, el contraste que revela la película es doble. Por un lado, el que representa el enfrentamiento entre la nueva administración (los burócratas) y los empleados rasos; y, por el otro, el de los mismos empleados entre sí, que como bien mencionó José Luis Visconti, el rasgo más interesante es el que muestra como enemigas a las propias protagonistas . Así, el triunfo de la nueva administración se observa en la implementación de su política de ajuste para la cual los sujetos son números que ni siquiera merecen ser avisados de su despido. Como pudimos ver en las imágenes execrables del verano de 2016, los empleados de la administración pública se enteran que no tienen más su trabajo simplemente porque su tarjeta de entrada dejó de funcionar. Este modo de ejercer la crueldad que aplicó la última administración macrista considera al trabajador como a alguien que no merece ni siquiera una explicación ante una situación de maltrato. Estas políticas de ajuste operan sobre la subjetividad de los actores generando miedo y potenciando el egoísmo ante el vendaval. Esto se observa en el enfrentamiento que llevaran adelante las víctimas de estas políticas de vaciamiento ya que el cierre del comedor comunitario genera una guerra entre Liliana y Marcela que las lleva a enfrentarse entre sí, obturando la posibilidad de pensar una estrategia solidaria frente al conflicto.

En esta guerra intraclase que Radusky resuelve por medio de una comedia agridulce se observa un modo de resolución de conflictos que privilegia la mirada individualista por sobre la posibilidad de pensar en estrategias colectivas. Lo interesante es que aunque el director muestra las diferencias de carácter -Liliana es más solidaria y Marcela más egoísta-, en ningún momento juzga a sus personajes. La cámara las mira y privilegia una distancia amorosa, como la escena en la que comparten unas latitas de cerveza en un barcito callejero. Esa mirada cálida desde la puesta en escena se contrapone al tratamiento que le dispensa a la nueva directora del organismo. El comportamiento de esta da muestras de una falsedad evidente. En la escena inicial da un discurso lleno de frases hechas y eslóganes vacíos que conmueve a Liliana cuando ingenuamente intenta congraciar con su nueva jefa. También es interesante la escena en la que la directora se acerca al comedor y comparte la mesa con el personal. El rechazo evidente de la directora ante todo lo que sucede allí funciona como una fotografía de las tensiones de clase a las que el cine argentino contemporáneo no nos tiene acostumbrado -salvo honrosas excepciones como el cine de Caetano, por ejemplo-.

Como bien señaló Victoria Lencina en su crítica, se observa en Planta permanente toda una subtrama en relación a la comida que permite pensar el conflicto social sin necesidad de declamar verdades con tono de moraleja. El ajuste social y económico va de la mano de la repulsión de la nueva directora por los modos de comer (qué se come, cómo se come y con quién se come), que representan Liliana y Marcela. La disolución del comedor llevará, por otro lado, a la fractura de este lazo social y al remplazo de ese modo de hacer colectivo por el de la vianda individual que atomiza a esa clase social en su interior (ahora los empleados comen solos).

Por último, Planta permanente es la última película en la que actuó Rosario Bléfari. Con su muerte temprana desaparece un modo de interpretación único, lleno de pequeños detalles y de una gracia intransferible. La obra tan personal de Bléfari -que reseñó Soledad Bianchi en una nota conmovedora- está compuesta de algunos protagónicos inolvidables (con Silvia Prieto, Los dueños y Planta permanente a la cabeza), y abarca el cine, la música -en la que lideró dos bandas fundamentales de las últimas tres décadas como fueron Suárez y Sue mon mont (además de su notoria carrera solista)- y la literatura.

Este año Mansalva público Diario del dinero, registro autobiográfico que da cuenta de la complejidad que conlleva ser una artista independiente en esta época en donde la lógica de las corporaciones pareciera invadirlo todo. En ese libro, Bléfari habla, entre tantas cosas, del vínculo con su hija Nina. En Planta permanente, Nina interpreta a Yanina, la hija del personaje de Rosario. De alguna manera Planta permanente se convirtió en el registro documental de una madre y una hija, que entrelazan algunas miradas amorosas y funcionan como la antítesis de esa lógica despiadada que describe esa administración deshumanizada. A pesar de todo, como muestra la última escena con ambas protagonistas recogiendo sus cosas luego de la derrota, la vida continúa.

Calificación: 8/10

Planta permanente (Argentina/Uruguay, 2019). Dirección: Ezequiel Radusky. Guion: Ezequiel Radusky, Diego Lerman. Fotografía: Lucio Bonelli. Montaje: Valeria Racioppi. Elenco: Liliana Juárez, Rosario Bléfari, Verónica Perrota, Sol Lugo, Vera Nina Suárez. Duración: 78 minutos. Disponible en Cine. Ar Play.

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