Aviso: esto no va a ser una crítica, esto va a ser una declaración de amor abierta y directa a Clint Eastwood y su última obra maestra, Jersey Boys. Haciéndome cargo de mi complejo de Electra afirmo que Eastwood es el mejor de los patriarcas: el más nostálgico de los mañosos, el más sentimental de los duros, que no sólo les enseña a ellos a caminar como hombres, sino también a nosotras a no llorar, como mujeres grandes, aunque la vida no deje de pegar. Eastwood me devolvió el amor y sólo a él le permito volverme así de cursi. Me hizo volver al amor que sentí de chica por el cine, ese amor que el ejercicio de la crítica y la mirada viciada de tanto cine va difuminando; ese que es puro placer y diversión.
No reconocer a gran parte del elenco -a excepción de Christophen Walken, que es un maestro a la hora de hacer de él mismo, un querible de aquellos cumpliendo en pantalla el rol paternal que tras la cámara ocupa el papá de todos-, no tener una imagen pre-armada de ellos, hizo posible que los personajes que encarnan estuvieran aún más vivos. Y para colmo Eastwood me hace volver a suspirar como adolescente por un protagonista (lo digo con cierto pudor porque ya no es edad para andar mariposeando la panza) que de sex symbol poco y nada pero tiene un carisma del carajo. En realidad todos ellos la tienen, y me refiero a todos y cada uno de los personajes que aparecen en pantalla, por más intrascendentes que puedan parecer (aunque pensar esto sería una estupidez). Pero ¿qué decir? John Lloyd Young es mi tipo de chico, con esos pequeños ojos negros que conservan al niño detrás el hombre.
Ya desde el primer plano y a medida que avanzaba el relato, sentí perderme en las enormes butacas del cine, que combinadas con mi pequeñez intensificaron la evocada infancia. Es de extrema importancia la actitud corporal a la hora de ver cine para completar la experiencia y una película como ésta te obliga a desparramarte, a desprenderte del envase para dejarse absorber por la magia, por más trillado que suene. Todo lo que pasaba frente a mis ojos era mágico y bellísimo. Eastwood me recordó lo que era desear vivir dentro de una película. Es hermoso verlo resistir desde el clasicismo dando la mejor de las lecciones: no se trata de contar algo distinto, se trata de contarlo bien. Nos quedan pocos narradores tan brillantes como él y es un regalo que todavía podamos ver sus películas en cine. Ante la decadencia narrativa del cine de industria actual, una gema como Jersey Boys se vuelve vital, necesaria, porque es una lección de montaje, por la sutileza de su dialéctica, además de un ritmo imparable que termina por estallar en uno de los mejores finales del cine. El carisma de Eastwood trasciende su propia presencia en pantalla; todo lo que toca, todo lo que filma, su forma de mirar y contar están plagadas de ella.
Cuando digo que resiste no quiero que se entienda como una cabronada, sabemos que el viejo ha ido convirtiendo su gruñido en uno de sus gestos más enternecedores, y en esta película uno hasta casi puede verlo riéndose detrás de cámara. Me refiero a una resistencia más melancólica que aguerrida, como la escena del viaje en auto que nos recuerda el viejo uso del back projection -los artificios notorios son fundamentales para provocar la mirada lúdica e infantil del espectador- o ese final que, contra todo congelado triunfal, expone a los cuerpos tratando de sostener aquello que eventualmente deben dejar ir.
Jersey Boys desborda vida y es sobre todo un cine que tenemos cada vez menos chances de volver a ver.
Gracias, viejo. Gracias.
Aquí pueden leer un texto de Marcos Vieytes y otro de Eduardo Rojas sobre la misma película.
Jersey Boys (EUA, 2014), de Clint Eastwood, c/John Lloyd Young, Vincent Piazza, Christopher Walken, Michael Lomenda, Erich Bergen, Mike Doyle, 134′.
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