glauber-le-film-labyrinthe-du-bresil-2003-02-gGlauber Rocha era un mutante. Un bicho movedizo que sobrevivía en los sertones brasileros. Soportaba las carencias y usaba a su favor las desventajas del entorno. Su brío nervioso, mezclado con una pasión obsesiva, lo llevaba a repeler lo estático e inmutable. Su ideología era dinámica, demasiado movediza para la ortodoxia de izquierda y con significantes difíciles de anclar en un universo simbólico tan cambiante como el mundo en sí mismo.

Su cine también era mutante. Corría a la par de sus ideas y de la historia, interpretaba su época y su época no llegaba a interpretarlo. La edad de la tierra, de Brasil, de Latinoamérica atraviesa su historia, su estética, su filosofía. De querer cortar la cabeza de la civilización a creer en un gobierno nacionalista, militar o no, o en el ascenso de la izquierda de manera democrática con la llegada de Allende o de un Cristo furtivo que revierta el mensaje opresor del capitalismo con violencia pero, sobre todo, con un profundo amor social, como el Che Guevara. De creer en la guerrilla armada a creer en un cine tropicalista, tricontinental, que debería ser la guerrilla artística/filosófica/política del Tercer Mundo contra el Hollywood imperialista y la sacralización de su épica cinematográfica, que solo prepara psicológicamente al pueblo para la sumisión, para que reciban al opresor como a un César y así imponga su moral. La remitificación pagana/cristina como una nueva fe y la negación de la burguesía europea son ejes de la creación de un ser latinoamericano que tenga su propio lenguaje, sus propias ideas y, por sobre todo, su propia voz. Tres películas fundacionales, primitivas y crudas marcan el destino del Cinema Novo, que luego maduraría en EMBRAFILM, para afianzarse en el mercado Brasilero alzando la bandera de la independencia industrial del cine.

Barravento: Opera prima estrenada en 1962 y atravesada por la influencia estética e ideológica del neorrealismo italiano. Más precisamente, la influencia de Visconti y La Terra Trema (La tierra tiembla, 1947). La similitud más superficial entre estas dos películas es la argumental. Ambas abarcan las problemáticas de campesinos pescadores de pueblos empobrecidos, anclados en su miseria, y la concreción de sus kafkianos destinos en el momento que osan intentar independizarse para apalear la desigualdad.

En Barravento, al igual que en La tierra tiembla, intervienen actores no profesionales, gente del pueblo que participó de la filmación. Recorrieron las costas pesqueras como siempre, pero esta vez interpretando una historia, la historia universal de la explotación matizada con el colorido nativo de la problemática latinoamericana. En La tierra tiembla los campesinos se aislaban o eran aislados del resto de la comunidad por  preservar su propio dialecto, únicamente hablado en Sicilia, y mantener sus costumbres. En la película de Rocha se muestra otra cara de la marginación. Dada la imposibilidad de una lengua propia para preservar debido a la imposición del idioma portugués por los colonizadores y el aplastamiento cultural autóctono, la marginación esta vez es propiciada por las clases dominantes, que embrutecen al pueblo sometiéndolo al analfabetismo y la falta de recursos. Se impuso el dominio cultural para conquistar a los aborígenes latinoamericanos y esclavos africanos, y a su vez se les priva de todo acceso a una mejora cultural para mantenerlos sin recursos. Es por eso que en Barravento la construcción cultural latinoamericana o brasilera surge del inconsciente, como una ensoñación o como delirios surrealistas. Brotan del pasado, de la sangre, del mestizaje de razas y de culturas colisionadas que, lejos de perderse, reaparecen sintomáticamente adhiriéndose a la cultura dominante que internaliza el mandato opresivo y estalla en el éxtasis liberador de la violencia y la locura. Esta es la única forma de entender la devoción católica en la fe cristiana enroscadas en las raíces africanas de Iemanjá.

barravento1En el rito se esconde la iniciación a la pobreza colectiva, compartida, como la única forma de felicidad comunal, así puede uno vivir dentro de la miseria. Si no, excluido de la comunidad se transforma en un forajido cuyo final es la muerte prematura. El doble filo temático es la afirmación de la pobreza, representado el rito pagano en las murgas carnavalescas y sus cantos de triste alegría. La aceptación la vuelve inmutable y es por eso que cualquier intento de revolución fracasa. Una idea de revolución burguesa representada por Firmino (Antonio Pitanga), personaje que se ha distanciado de la construcción colectiva de la comunidad aparentando un estatus económico superior para convencer a sus compañeros de que se rebelen contra el poder que los explota, les muestra la vida que podrían llevar si invirtieran los roles, pero no toma en cuenta el sufrimiento y el caos que deberán pasar para lograrlo. Aquí reside la crítica más fuerte de Glauber a los movimientos de izquierda, anticapitalistas, anticatólicos, que por su capricho revolucionario se distancian de la comunidad a la que noblemente quieren ayudar. Esta temática se repetirá y desarrollará a lo largo de la filmografía del director recolectando críticas de la izquierda local e internacional.

Glauber Rocha amplía el margen de discusión en lo exterior e interior y lo representa estéticamente en lo terrenal filmando la realidad capitalista en exteriores con su pobreza tangible y cruda, y lo espiritual o inconsciente a través de maldiciones, miserias heredadas por la sangre, brujería, etc., como la explicación irracional de la realidad insoportable a la que estos pueblos están destinados.

Glauber Rocha tiene un problema particular con la pobreza. No la entiende. No le entra en la cabeza cómo al mundo le es indiferente que haya gente que muera de hambre con tantas tierras para trabajar, y que haya gente que acapare fortunas a pesar de que no les va a alcanzar la vida para gastarlas. Tampoco entiende la pasividad del hambriento (tal vez tan famélico y débil como para rebelarse) ante las injusticias en vez de luchar por la redistribución equitativa de la riqueza. No hay excusa. No hay justificación racional para la pobreza. El hambre no se entiende, se siente. Así nace la primera tesis estética del director, la interacción sensible con la miseria, la estética del hambre.

Dios y el diablo en la tierra del sol (Deus e o Diabo na Terra do Sol, 1964) es el segundo largometraje del director, que con tan sólo 25 años logra reconocimiento mundial. Sin un entrenamiento técnico, esta película está guiada por la cinefilia cruda.  Amante de los westerns de John Ford y del cine hollywoodense, “es el único cine”, le comenta Buñuel en uno de los encuentros mantenidos en España. “El resto somos amateurs”, añade. Y con esa despreocupación técnica tan furtiva comienza Dios y el diablo… en medio de una Hurdes del sertón brasilero sin pan, sin agua, donde lo único que crece es el polvo. La cámara revela con la prudencia del cine-verdad el contexto de acción de los protagonistas, obligados a jugarse sus últimos recursos para no morir de hambre. El devenir es inevitable luego de ser estafados por el explotador rural y la misma cámara estática, testigo de la situación, comienza a tomar vida propia mientras la película cambia su apariencia documental y nos transporta a un delirio radicalizado de violencia sin sentido entre forajidos y matadores.

DEUSEODIABO1Aquí radica la tesis fundacional del Cinema Novo, la estética del hambre. Una visión estética, filosófica y, por sobre todo, política del arte latinoamericano. “La exposición de la miseria Latina es saboreada por los interlocutores extranjeros como dato formal en su campo de interés y no como síntoma trágico. Por eso el Latino no logra comunicar su verdadera miseria, ni el hombre civilizado logra comprender verdaderamente la miseria del latino”, explica Glauber. Analizando el arte político anterior al Cinema Novo, decía que eran mentiras elaboradas de la verdad, vulgarizando las problemáticas sociales, contaminando el terreno de lo político. El arte del subdesarrollo interesa únicamente mientras satisfaga la nostalgia del primitivismo artístico y este primitivismo se presenta como un híbrido disfrazado bajo las tardías herencias del mundo civilizado. El cambio de posta y de métodos colonizadores sólo prolonga la dependencia con quién aplique los condicionamientos económicos y políticos, llevándonos al raquitismo filosófico y a la impotencia que generan esterilidad e histeria. La esterilidad de las obras castradas en la repetición de ejercicios formales buscando el beneplácito industrial. La histeria, más compleja, es la indignación social de discursos encendidos, anárquicos. Sectariza la política en el arte o sistematiza el arte popular. La falta de homogeneidad deja al arte latinoamericano en un substrato impotente, inferior al arte colonizador.

El Cinema Novo interioriza el hambre latino, no sólo como síntoma sino como nervio vital de su propia sociedad. Denostado como antinacionalista en su propio país al no soportar ver su propia miseria, se contrapone al cine digestivo, ágil, alegre, naif  y premasticado. No hay montaje ni decorado escenográfico que pueda esconder el hambre. El Cinema Novo busca comprender el hambre que avergüenza al latino y que el europeo no entiende y ve como un surrealismo tropical. La cultura del hambre puede minar las estructuras del sistema y superarse así misma explotando en la más noble manifestación, que es la violencia. Violencia que rompa la pasividad mistificada de la mendicidad. “El pobre pide dinero al rico, países pobres piden dinero a países ricos para crear escuelas y no formar maestros, enseñar oficio sin alfabetizar; la diplomacia pide, economistas piden, el problema no se resuelve de raíz. El Cinema Novo no le pidió nada a nadie y se impuso en el campo internacional participando de veintidós festivales”.

La violencia ejercida es el único medio que tiene el pobre para visualizarse, para que el mundo tome noción de que está ahí. No es una violencia llena de odio, sino llena de amor, de un amor de acción y transformación. La violenta transformación de amor deforma la concepción clásica del cine de género, particularmente del western. Desmitifica al héroe como restaurador del orden y lo posiciona en un punto intermedio entre el poder fáctico y el pueblo al que observa padecer. Es testigo privilegiado de la miseria e incapaz de resolver el caos social. Un pueblo a la deriva de su hambre se refugia en esperanzas de cambios místicos y una nueva vida en el reino celestial donde se inviertan las clases sociales, donde el mar será sertón y el sertón será mar. Reafirman su pobreza y reprimen la violencia liberadora. Los cangaceiros, los maleantes, forajidos, outlaws brechtianos, poéticos y proféticos, representan visualmente la sublimación de la estética del hambre, el hambre y su inconsciencia explotada en sus movimientos de violencia surrealista. Convirtiendo en fieles a los exiliados, prodigando la acción revolucionaria incomprendida, serán mártires, serán Cristo, desfallecerán en cruz y con los ojos abiertos como el Che Guevara, queriendo ver el cambio a pesar de todo. Para matar al diablo, primero hay que matar a dios.

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Terra en Transe o el anti-Kane: En su tercer largometraje, estrenado tres años después de Dios y el diablo…., el director busca despersonalizar la historia nacional dentro de sus películas y elevar la discusión de los movimientos artísticos e históricos a la generalidad de América Latina. Una historia compartida representada en el imaginario extranjero como El Dorado. Con travellings cenitales reconstruye y presenta las costas de la ciudad mítica, de la América rica y salvaje, y mientras se acerca a tierra es testigo del crimen fundacional de la civilización occidental, el comienzo del fin vestido en ropajes y oro colonizadores que exigiría oro y sangre para la conquista.

El exterior se termina donde nace la selva y entre medio emergen urbes agobiantes de techos bajos y paisajes sin profundidad. Influenciado por la estética escenográfica utilizada por Welles en El ciudadano (Citizen Kane, 1941) y fogoneado por una fotografía difuminada, Glauber recorta los límites de la ciudad y de cualquier paisaje que pueda identificarse con algún lugar en particular. No buscaba una identificación nacional, aquí se estaba contando la historia universal de la infamia latina. La historia del poder, la otra cara de la moneda ya expuesta en sus películas anteriores. La fragilidad de los gobiernos populistas, que con aciertos y errores sucumben ante los aprietes del poder económico colonialista, la complicidad empresarial con el poder económico, y el fracaso de las revoluciones.

Recitando el Martín Fierro, el protagonista, un poeta y periodista, decide dejar de lado las palabras y comenzar a accionar un cambio político al frente de la campaña del gobernador de El Dorado. La dualidad constante de los protagonistas de refleja en el espejo de la bipolaridad; Felipe Vieira (José Lewgoy) es un dirigente social comprometido y a la vez un burócrata cobarde, Paulo (Jardel Filho) es un poeta romántico e idealista y a la vez  un burgués enchastrado de politiquería que no deja de perder nada por sus ideas, por lo menos hasta un final reivindicador.

Entre tantas pulsiones encontradas, la tierra prometida se revoluciona por el caos social producido por empresas extranjeras que vienen a quedarse con todo. El paternalismo estatal ahoga con la esperanza de mejoras la violencia contenida del pueblo mientras ejerce la dureza y el amor de la ley impuesta. Los medios de comunicación son la voz del extranjero, apoyan y condicionan al gobierno popular al que dan de beber del cáliz del poder y, por un esquizofrénico temor al mito del poder del pueblo –ese pueblo parasitario al que mantienen famélico- luego deciden derrocar. Esta disonancia, este círculo contradictorio de poder ficticio se representa en una fiesta/reunión de los encumbrados representantes de El Dorado que, sumidos en un éxtasis orgiástico, resuelven la relación de poder como El Fiord de Lamborghini.

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