Por Marcos Vieytes.

Mi única relación con el ajedrez se remonta a las partidas que les gané a mi viejo y a un conocido de él allá por 1988, cuando estaba aprendiendo a jugar. Me sentí inmediatamente invencible y creo que no volví a medirme con nadie porque, aunque por entonces no lo admitía, debí saber que los dos se habían dejado ganar, además de que uno de ellos convalecía de una hepatitis. Imagínense lo precario de mi saber y lo persistente de mi ignorancia, que ahora debí consultar la Wikipedia para enterarme de que ‘gambito’ es una apertura en la que se sacrifica una pieza para luego sacar ventaja de esa simulada debilidad. El título de la película de Hoffman con guión de los hermanos Coen, remake de una del ’66 con Shirley McLaine y Michael Caine con el mismo nombre, es una clave de lectura útil para descifrar la estructura de ella tanto como la personalidad de su protagonista, falsamente modestos ambos, brillantes antihéroes de la torpeza aparente cuya odiosa condición de nerdsauto victimizados y misántropos no molesta porque aquí todo el ropaje de adolescentes tardíos ha trocado en comedia de enredos clásica, vale decir adulta (entendiendo a esta etapa no como la del abandono del juego, sino como la del cambio de escala de aquel).

Estamos ante una comedia del 2012 que parece una de Blake Edwards filmada durante los ’60, vale decir que parece una comedia estadounidense a la europea con algo de la liberalidad sexual de Lubitsch (digo ‘algo’ porque han pasado más de 70 años y casi nadie ha conseguido ser tan osadamente voluptuoso y gozosamente cínico como el berlinés en cuestiones de alcoba) y la revolución sexual de la época, bastante de su timing (eso que llamaban ‘toque’) en la incomparable secuencia del hotel con hombres en calzoncillos caminando por cornisas mientras sostienen jarrones chinos, y mucho del circunspecto, pero corrosivo, humor inglés tan popular en el cine durante las décadas de los ’50 y ’60. Colin Firth hace de uno de esos británicos pulcros (‘very clean’), de los que se reían Richard Lester y los Beatles en Anochecer de un día agitado, que quiere cagar a su jefe Lionel Shahbandar (el gran Alan Rickman, casi siempre precedido o despedido del plano por un rugido que funciona como comentario de inflexiones irónicas y logo empresarial sonoro, villano perfecto y, simultáneamente, parodia sofisticada del villano perfecto que inaugurara con Duro de matar, gran película de ese grandísimo director -ahora procesado, sino en cana, debido a contratar un servicio de ¡escuchas ilegales!- llamado John McTiernan), CEO para quien trabaja como consultor de compra de obras de arte, vendiéndole un falso almiar de Monet que encontró en la casa rodante texana de la cowgirl enlazadora de novillos Cameron Diaz.



El absurdo punto de partida argumental es pariente de ciertas manifestacion sofisticadas del grotesco, expuesto en la insalvable distancia entre la fantasía organizada del cerebral Firth y su aparentemente caótica puesta en práctica. Esa distancia se materializa en las diferencias que abisman el par de escenas protagonizadas por Cloris Leachmann (quien en La última película encarnaba el reflejo más patético que lo real le devolvía al cine clásico entendido como fantasía compensatoria), o aquella otra en la que una silla, extremadamente ligera durante el sueño diurno, da la medida del peso de lo real una vez despierto, a toneladas de años luz de la imaginación más rasante. Lo real es aquí, además, lo desnudo por excelencia, lo inasible que debe ser arropado por la mirada para tener entidad. La obsesión por el control de Firth, cerebro de la operación y funcionario de ella, siempre trajeado de gris hasta que el azar lo desnuda por la mitad, es directamente proporcional a la que siente por el supuesto nudismo de su jefe, figura de poder menos rígida que lo proyectado en nosotros por el discurso del protagonista, y en la que se encarna su ideal del yo antes que cualquier repudio. Rickman es la idea fija de Firth así como el hueso era la de Cary Grant en La adorable revoltosa, con la que esta película juguetea gracias a un par de felinos, sin contar entre ellos a Cameron Diaz, cuyo atractivo sexual nunca tuvo que ver con la sensualidad calculada de los gatos, sino más bien con la familiaridad canina.


El año pasado se dio la curiosa circunstancia de que en la cartelera porteña hubiera simultáneamente tres películas de directores polacos de los 60, y, si estrenaran esta, ahora que Rigoletto todavía está en salas, tendríamos dos con Tom Courtenay, aquel resentido, inolvidable y trágico Pasha de Dr. Zhivago (no se pierdan el modo en que Nanni Moretti usa el tramo final de la película de David Lean en el tramo final de Palombella rossa). No hay afán nostálgico, sino genealógico, detrás del comentario precedente. Después de la cinefilia que asistió a la muerte del cine durante los 80, y de la popmodernista (aquí popmenemista) que la sucedió en los 2000 y todavía controla ciertos espacios cinéfilos, estamos en condiciones de articular la pura experiencia fragmentada del presente audiovisual con la conciencia de que nada existe fuera de la Historia(que incluye la del cine), más aún ahora que podemos tener acceso a ella como nunca mediante la web. Gambit conjuga la solidez estructural y la eficacia del gag, con un entramado de referencias culturales que amplifican sus efectos. Es una clase informal sobre la serialidad impresionista como fundamento del modernismo pictórico, a la vez que una película con clase acerca de cierta concepción elitista de la cultura como vano intento de expulsión del cuerpo y todo lo que de mutante, ingobernable y/o pasajero tenga. Recupera el humor basado en las diferencias nacionales, y, de ese modo, cuestiona lo que hay de indiferenciado en el flujo de información globalizado. Habla en nombre de la razón y de la cultura, pero no endiosa ni a una ni a otra, sino que asume el dominio de su fatalidad disfrazada de luces con melancolía y hedonismo.


Puede que el personaje un poco lateral de Courtenay sea el fiel de su balanza. Por algo es él quien abre y cierra la película con su voz en off, que me recuerda el valor de la de Sam Elliot en El gran Lebowski, y es el responsable, en complicidad con el invocado e imitado, aunque inimitable, Pollock, del mejor, del más paradojal y misterioso, incluso metafísico, chiste de la película, que, como corresponde, no contaré. Otras brillantes configuraciones: el paso del regateo numérico a la retórica zen durante la transacción con los empresarios japoneses, el doble sentido de la charla que mantienen Diaz y Firth con el exquisito dúo cómico circunstancial conformado por los conserjes del hotel, la caricaturesca caracterización de Stanley Tucci como curador de arte harto de la densa y abigarrada escuela flamenca. Gambit se desplaza con gracia del disparate al silogismo, de la deconstrucción del lenguaje al pedo, de la comedia física a la puesta en abismo, de la mal disimulada ternura a la más subrepticia ironía. No por nada es la mejor película de los Coen.

Gambit (EUA, 2012), de Michael Hofman, c/Colin Firth, Cameron Diaz, Alan Rickman, Tom Courtenay, Stanley Tucci, ’89.

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