La otra piel son dos películas en una, y ese monstruo de dos cabezas nunca logra unificarse en un relato superador. Por un lado, el tema del devenir y la inquietud que atraviesa Abril, la lacónica protagonista del relato, en crisis con su pareja. Por el otro, los ensayos de una obra de teatro (La terquedad), a cargo del novio de Abril, director teatral que interpreta el mismo Rafael Spregelburd. Lo que esa crisis amorosa deriva es un recorrido que perfectamente podría bastarse a sí mismo para pensar el enigma de ese vagabundear sin un rumbo. En especial porque la cámara de De Oliveira Cézar y la interpretación de María Figueras logran capturar esa angustia existencial que llega al otro lado de la pantalla.

El drama privado de Abril deviene en incomodidad para el espectador porque refiere a un dolor que nunca se menciona explícitamente. Es entonces el espectador quien tiene que reconstruir ese rompecabezas, como si se tratara de un policial a la vieja usanza, como si fuéramos detectives que buscamos pistas para saber de dónde proviene ese malestar. ¿Qué le pasa al personaje de la notable María Figueras por la cabeza? ¿Por qué comete cada una de  las acciones que comete? ¿Porque abandona a sus seres queridos? ¿Qué busca en esa deriva inabordable? Son todas preguntas que nunca se reducen a la trampa del reduccionismo psicologicista. Sin el humor (ni el amor) de Cetáceos, la ópera prima de Florencia Percia, hay también en La otra piel una incomodidad de lo femenino (con lo que implica ser mujer en la actualidad) y el obligado interrogante de qué hacer con esa incomodidad que impulsa a una reconstrucción ineludible.

La película de De Oliveira Cézar registra cómo ese derivar errático se torna intenso desde el registro casi documental de las horas muertas, de recorridos que conducen a la nada y que llevan a Abril a una experiencia sexual que termina en fuga hacia algún lugar (Brasil) en el que reencontrarse con sí misma. Hay algo de esa experiencia del vacío que nunca es explicado ni explicitado, y es justamente allí donde residen las virtudes y las carencias de la película. Si bien ese registro no necesita en un comienzo de explicaciones y aprovecha con inteligencia ese enigma, sobre el final es notorio que esa ausencia de palabras más que hablar de una puesta en escena críptica refiere a un nudo argumental que no logra desarrollarse del todo.

Si La otra piel gana en ese seguimiento azorado del deambular errático, intentando comprender ese andar con  rumbo a la nada que emprende Abril, la misma película también se empantana en la subtrama relacionada con el personaje de Rafael Spregelburd. En cierto sentido, pareciera que lo que podría haber complejizado la trama a partir de la lectura de los textos de La terquedad no logra ensamblarse con el resto de la trama, como si la directora no hubiera tenido confianza plena en lo que le sucede a su protagonista, que se carga sobre sus espaldas el enigma y el suspenso de su propia vida.

Al no lograr el ensamble pensado entre las imágenes y los textos, los fragmentos de la obra de Spregelburd terminan siendo espesos y solemnes, dándole a la película un manto de hermetismo que no permiten que el relato crezca y que le resta potencia al poder de las imágenes de esa deriva notablemente fotografiada por por el arte de Federico Bracken. De Oliveira Cézar, que en sus mejores películas trabaja sobre miradas y cuerpos desde una perspectiva profundamente  femenina (como es el caso de la excelente Como pasan las horas), no se apoya del todo en el poder de esa cámara proveedora de un mundo  personal que logra narrar mucho diciendo muy poco. En este caso, las palabras virtuosas de un texto teatral terminan obturando el poder liberador de una cámara decidida a filmar el enigma y la deriva de una vida.

La otra piel (Argentina, 2018). Guion y dirección: Inés De Oliveira Cézar. Fotografía: Federico Bracken. Montaje: Ana Poliak. Elenco: María Figueras, Rafael Spregelburd, Mónica Galán, Pablo Seijo, Rozana Berco. Duración: 110 minutos.

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