Días de circo es un recorrido que pretende abarcar los poco más de dos meses en que el protagonista de la historia –Nigua- se dedicó a llevar adelante un circo pobre en Bolivia. La cámara observa cómo arman la carpa, disponen las gradas y reparten invitaciones entre los niños; cómo las pequeñas carpas en las que duermen se convierten en casas en miniatura, atiborradas de objetos y cómo la pista del circo se inunda con las lluvias. Hay poco del espectáculo que ofrecen, que apenas se entrevé en algunos momentos, como si no importara, como si fuera apenas una excusa. En todo caso, lo que vemos son algunas charlas, alguna que otra preparación de alguna rutina.

La cuestión es cuánto de todo ello es significativo para la construcción del relato. Cuánto aporta una circularidad narrativa forzada. Si la detención en lo puramente observacional revela detalles, elementos que hagan trascender el cuadro total. El recorrido se refugia demasiado en lo anecdótico, pero sin encontrar en ese camino una punta que permita comprender qué hacen esos personajes en ese lugar y por qué llegaron allí. En algún momento, cuando parece que va a centrarse en Nigua –cuando habla de su infancia y lo que representa el circo como forma de escape de su casa y construcción de una nueva familia-, parece encontrarse ese camino. Pero la indecisión entre seguir a Nigua y mostrar al resto de los personajes, hace que se confunda lo potencialmente atractivo con lo intrascendente. Días de circo discurre en esos momentos en los que no pasa nada importante, para desembocar en un final abrupto e inesperado, que ni siquiera se encarga de explicar los motivos del fracaso del circo y que se queda, simplemente, con las palabras de Nigua, que sobrevive haciendo trabajos de cadetería en su moto.

Desde su punto de partida, La nostalgia del centauro se asemeja a Días de circo, en tanto se propone registrar algunos momentos de la vida de Juan Soria, un gaucho que vive en las montañas tucumanas. También en el hecho de cederle toda palabra a su protagonista, particularmente parco, con excepción de los momentos en que improvisa o recuerda coplas que va recitando para sí mismo o para ocasionales compañeros.

Las diferencias empiezan, no tanto en los personajes y en lo que sabremos de ellos –la fascinación por los caballos de Juan, el trabajo con las cabras de Alba su mujer en la chacra, la forma en que ambos se juntaron en el pasado-, sino en las decisiones de la puesta en escena que evitan el aplanamiento que podría derivarse del apocamiento y los silencios de Juan y Alba (“antes hablábamos de muchas cosas, ahora ya no” dice Alba en algún momento). Si la banda sonora se puebla con los sonidos de la noche, con el crepitar del fuego que parece retrotraer a esos personajes a otras eras, la imagen encuentra en la dualidad entre el paisaje exterior y el interior de la casa, elementos que permiten intuir la existencia de puntos de interés. La escena en la que Alba reza desde abajo a la cruz situada en lo alto del monte; el amplio plano general que alude al sueño de Juan con los hombres a caballo atravesando a lo lejos el cuadro; el desplazamiento de la cámara desde las manos de Juan con el cuchillo que está afilando hasta los pies, y hasta los planos en los que Juan recita sus coplas en medio del corral mientras los demás continúan trabajando, demuestran una inquietud por salir de esos lugares que parecen no decir nada para encontrar en los detalles, una significación.

Construida como una suerte de pequeños apuntes alrededor de un personaje, ese extremado minimalismo no permite, sin embargo, que la película encuentre una formulación interna a la idea del centauro que explicita el título, como así tampoco a la construcción de la vida del gaucho en el siglo XXI, lo cual posiblemente constituye un punto débil del documental.

El río parte de una premisa simple: documentar un recorrido a través de la cuenca del río Amazonas desde su naciente en la cordillera ecuatoriana hasta su salida al Océano Atlántico en Brasil. Pero si la idea de “documentar” parece entrar en contacto con la línea de los dos documentales mencionados anteriormente –la idea de cámara como testigo de un hecho o una serie de acontecimientos-, el recorrido que ofrece El río se distancia considerablemente de esa premisa. Porque a fin de cuentas, lo que importa no es tanto el movimiento por el río en sí mismo, sino lo que permite encontrar en las orillas en las que se detiene la marcha.

Y en esas orillas, lo que hace el documental es señalar, como si se tratara de mojones históricos, los espacios de pertenencia de comunidades aborígenes y su entramado con el avance del capitalismo sobre ellos. Cristian Tapies logra salir del lugar común doble que implica la fascinación por lo paisajístico y la imagen de la selva amazónica como pulmón esencial del planeta. A cambio de ello, construye sobre el Amazonas una mirada profundamente política, en la cual se intersecta la extracción de los recursos petroleros, la devastación provocada por la minería y una colonización capitalista que derivó en la explotación de las comunidades originarias.

Porque El río no se queda con la mirada actual, con el registro del puro presente. Explica que no todo es lo que parece, y que el aparente confort tiene su precio, como cuando muestra el barrio que la petrolera construyó para las comunidades, con el doble objetivo de no ser molestados en su actividad extractiva y a la vez mantener a ese grupo controlado en un espacio físico acotado. Muestra la invasión doble sufrida por las comunidades locales, primero por los evangelistas –que, como en su momento el cristianismo, arrasaron con las costumbres locales-, luego por las empresas como Telefónica. Recurre a las imágenes de archivo, más que para marcar contrastes, para señalar de qué manera las relaciones asimétricas podían quedar establecidas en una simple foto en la que conviven colonizadores y colonizados. Encuentra la exposición televisiva a la que fue sometida una joven de una comunidad aborigen ecuatoriana. Explora los conflictos de ese presente previo al Mundial 2014 con los reclamos de las poblaciones brasileras. Rememora, en una simple secuencia de montaje, el encadenamiento que llevaba de la extracción del caucho en la selva a la explosión de la producción de autos en las primeras décadas del siglo XX.

Lo que el documental expone es aquello que el río como forma geográfica no puede explicar, pero contiene como márgenes de sí mismo. Y que no es otra cosa que la historia del poder y la dominación por el sometimiento de unos sobre otros.

Días de Circo (Argentina/Bolivia, 2018), de Ariel Soto. Duración: 65 minutos.

La nostalgia del centauro (Argentina, 2018), de Nicolás Torchinsky. Duración: 70 minutos.

El río (Argentina, 2018), de Cristian Tàpies. Duración: 67 minutos.

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