Por Marcos Vieytes.
Foto de carátula: Raro VHS.
Aquí pueden leer un texto mío y otro de Hernán Gómez sobre Vanishing Point, gran película tuerca.
Si les dicen que una película sobre carreras de autos se llama Fast Company ¿les parece que el título pueda ser otra cosa que un elogio de la velocidad? Este lo es. Otra cosa es, quiero decir. La velocidad está y se la disfruta, aunque relativamente poco porque las carreras de esta película son carreras de aceleración y no duran más de 7 segundos. Sin duración, sin la repetición del hecho típica por entonces de las transmisiones televisivas, y sin la toma desde distintos ángulos propia de la modernidad audiovisual que necesita mostrarlo todo, sólo queda algo muy parecido al instante del acontecimiento (no inesperado, pero casi imperceptible en cuanto extensión), el pico de intensidad y su posterior resonancia, menos parecida a la operación del recuerdo que a la del estímulo internalizado. Hay un punto de inflexión más o menos a los 25 minutos de película, en el que, luego de un comienzo ordenado pero opaco (que también puede ser una forma de decir ‘clásico’), tanto que parece tosco, la cámara se instala por primera vez en el interior de uno de los autos durante la carrera, y un cronómetro sobreimpreso marca apenas algo más de 6 segundos una vez que todo termina. Eso ha sido todo. El gran espectáculo duró sólo 6 segundos, y pienso en la duración del sexo entre De Niro y Fonda elidido en Jackie Brown, aunque sin el humor de Tarantino: Cronenberg es un hijo no reconocido de Antonioni. Olvidémonos de los autores y sigamos con los autos, o con el tiempo. El héroe de esta película es un tipo grande, no el pibe que parece serlo al principio. Es un tipo con una cara tremendamente parecida a la de Randolph Scott y más inexpresiva todavía si cabe, vale decir amable como la palabra pétrea del padre –permeable a la erosión (a la emoción)- cuya mirada delata afectos no reprimidos, porque este personaje no trama ni tramita venganzas como los de las películas de Boetticher, maceradas por el tiempo.
Alrededor de él se nuclean un grupo de leales que podrían portar con hidalguía el título de la película como nombre propio, si no hubiéramos sentido ya, siguiendo las vivencias del protagonista, el goce innegable de la pura velocidad –de la experiencia pura- como instantáneo y progresivamente decepcionante, en tanto se extiende el transcurso biológico (quizás esté hablando de crecer, pero me resisto a usar el término como no sea entre paréntesis para evitar las connotaciones morales coercitivas con que se lo suele usufructuar y que brillan por su ausencia en el cine de Cronenberg, tipo atento a las tiranías de la materia y de la psique, antes que a las de la metafísica).
Resulta, además, que Fast Company no es otra cosa que una asociación con fines comerciales, una compañía, una corporación, uno de esos organismos monstruosos y letales de las películas del canadiense, cuya cara aquí es la de John Saxon, parecida a la de Michael Ironside en Scanners, en cualquier caso una máscara de funcionamientos que lo exceden pero no lo exculpan. Todo aquí es un poco menos abstracto que en la vertiente más claramente modernista de su cine, tanto que muchos de sus planos tienen ese aire de incrustación documental en medio de una ficción, lo que hace parecer a la película menos un Okm impecable recién salido de la cadena de montaje que uno de estos funny cars que filma, objetos grotescos de funcionalidad excluyente, instalaciones extravagantes que encuentran su fin –en tanto propósito efímero- en sí mismos.
El título de la película, entonces, está estrechamente relacionado al de fantasía, detrás del cual fluye el capital financiero espectral, pero se diferencia porque la compañía usa FatsCo en vez de Fast Company: una sigla, un logo ganchero, un eslogan publicitario, seña de identidad móvil que hoy patrocina a un equipo y mañana a otro, lo que genera el tránsito des los personajes desde la dependencia a la autonomía, desde la condición de asalariados a la de cuentapropistas. Un cambio de escala que no obedece a ningún apriorismo ideológico, sino a la defraudación afectiva y económica como toma de conciencia, y la decisión de seguir siendo fieles a unos vínculos inmediatos con las personas y las cosas, unas relaciones que adolezcan de la menor cantidad de intermediarios. Cine independiente, claro, pero dentro de la industria, como el de Carpenter o el de Pialat, vale decir robusto y mal llevado, mucho antes del apoyo sistemático de fundaciones internacionales y del mercado establecido de los festivales, con los que no tiene nada que ver. Cine que no le lame el culo a nadie, cine de la transacción pura y dura, sin eufemismos. El más difícil de hacer.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: