La cristalización de un icono: el cine erige su efigie de fe. Si el cine, como instrumento evangélico, se propuso a lo largo de su historia dar con un icono de alto impacto popular, con Zeffirelli va a alcanzar su cúspide. Como si condensara los signos iconográficos arraigados en el inconsciente colectivo universal, su Cristo no va ya a emular la imaginería devocional de la tradición pictórica sino, por el contrario, va a devenir en sí mismo estampita. Su rostro sufrido, de rasgos angulosos y grandes ojos azules va a cristalizar como ningún otro los sueños anhelados por el imaginario de millones y millones de fieles, al punto de que poblará los altares del mundo. Del propio celuloide emergerá esta vez la estampa que servirá de adoración.

Esa es la trascendencia del Cristo de Zeffirelli. Su virtud no está dada por su mejor o peor adaptación del texto evangélico, por su eficacia o ineficacia narrativa, o por sus aciertos o desaciertos dramáticos, sino por su capacidad para instituir para la fe una efigie nueva y autónoma. Su film, al instalar en la iconografía crística un ídolo de fuerte penetración en las masas, representa el triunfo del cine como dador de una imagen soberana.

Como todo hallazgo, contó con la inesperada contribución del azar. El actor elegido estaba destinado a representar a su opuesto: Judas. Pero las pruebas de caracterización trastocaron los planes. El rostro de Cristo surgió como una suerte de epifanía. Un Zeffirelli inspirado vio la luz y plasmó el trueque. Y su elección resultó profética. Para él, la gloria. Supo erigir el punto de inflexión indubitable en la representación cinematográfica del Evangelio. No por casualidad su Cristo devendría en icono popular y su film, proyección obligada del inventario televisivo de Semana Santa.

Hay que decir que ese rostro enjuto y extenuado detenta otra cualidad primordial: la estridencia de su mirada. Podrá objetarse que ninguna visión es profética por su brillo sino por su profundidad. De lo contrario, bastaría un par de lentes de contacto coloridos para alcanzar la beatitud o para mostrarse depositario de un don divino.

Lo cierto es que la mirada de este Jesús irradia un resplandor que destila una fuerte resonancia mística. Y uno de los trucos empleados por el director para lograr ese efecto fue exigirle al actor que no pestañeara en la tomas. Sin duda esa duración sostenida de la mirada tiende a percibirse subliminalmente como algo anómalo o sobrenatural. Con el añadido de que al mostrarse casi en estado de trance permanente, ese impacto del orden de lo esotérico le confiere ambigüedad y misterio al personaje: puede ser santo o vil; enigma que se subraya con la expresividad de unas manos que, por momentos, asumen la forma de garras.

Al margen de las aptitudes del actor, el mérito del director resulta indudable en esa composición toda vez que esa misma ambigüedad aflora en los ojos del Jesús infante, cuya mirada evoca por momentos la del chico de La profecía.

Disposición natural, logro interpretativo o ardides de dirección mediante, lo cierto es que el Cristo de Zeffirelli emana una inusitada pregnancia y un inapelable poder de persuasión. Posee todos los rasgos del mesías iconográfico aguardado por los espectadores del mundo –y por el clero– desde los inicios del cine.

En cuanto a su estructura narrativa, el film no recurre a un evangelio en particular sino que apela a una suerte de diatessaron –caro a la adaptación de Taciano– que armoniza los cuatro evangelios canónicos en uno solo. A esa base le introduce licencias ficcionales, como un diálogo entre Barrabás y Cristo, la invención de un miembro del sanedrín de nombre Zerah –que cobra una magnitud insólita e incluso manipula a Judas para instarlo a la traición– o la aparición de Nicodemo durante la crucifixión recitando el Siervo Sufriente (Isaías 53, 3-5).

La concepción ofrece otro matiz determinante: el espesor que adquiere la tradición judía en la vida de Cristo. De hecho, el film comienza en una sinagoga, con la lectura de los rollos de la Torá y retrata a José como un fiel creyente que se cubre con el talit, porta peyes enrulados y, ante las dudas suscitadas por la preñez de María, acude al rabino, su mentor espiritual. Este apego del padre de Jesús a la fe judía tiene un cariz funcional: es necesario que José sea religioso para que la relación paterno-filial opere como un vehículo de transmisión de los textos sagrados. Será José quien inculcará la pasión por las escrituras en su hijo y acaso el fundamento de su vocación rabínica.

La fuerte resonancia de las costumbres hebreas y sustancialmente la confirmación de Jesús como varón de esa tradición tiene sus hitos en la primera parte del relato, donde se muestra su brith –también el de Juan el Bautista, su bar mitzvá y su ingreso al Templo con un cordero en los hombros destinado al sacrificio. Todo eso como prolegómeno de la célebre escena en que el chico es hallado por los padres en el santuario debatiendo con los adultos sobre cuestiones atinentes a la interpretación de la Torá.

El otro foco, también concerniente a la fe judía, pasa por la intención de quitarle énfasis a la tradicional acusación deicida contra el pueblo hebreo. Para eso, Zeffirelli crea un airado debate del sanedrín en torno a las cualidades de Jesús, en el que sus detractores son tan elocuentes como sus defensores. Entre estos últimos adquieren relevante protagonismo José de Arimatea, Nicodemo y otros miembros ficcionales creados ad hoc.

Idéntica antinomia acontece en la plaza ante la disyuntiva con Barrabás, que en el film es presentado como un líder zelote. Si bien la muchedumbre está dividida, son los militantes insurgentes quienes van minando con distintos métodos, persuasivos y violentos, la voluntad de aquellos que bregan por la liberación de Cristo.

En suma, una facción del sanedrín y el grupo faccioso nacionalista son quienes pugnan por la crucifixión. Los primeros por entender una blasfemia que se proclame a sí mismo Hijo de Dios; los otros, en una natural predilección por su propio líder.

La propuesta adviene novedosa en su estrategia para justificar a Judas, a quien Zeffirelli pinta como un intelectual que ha renunciado a la causa de los zelotes para seguir a Cristo. Es decir, ha abjurado de las armas por una senda de emancipación pacífica. Pero no de liberación interior sino también política. Tal el planteo que efectúa ante un miembro del sanedrín. Pretende que el consejo sacerdotal se decida a ungir a Jesús como un nuevo líder que unificará al pueblo judío y promoverá el alejamiento pacífico del imperio romano, sin masacres, en una jugada en la que todos ganan: el pueblo judío vuelve a tener un rey de la casa de David, los romanos se aseguran un gobernante que predica el pacifismo y se  marchan felices de haber asegurado la paz en la región y el sanedrín recupera su autonomía, libre ya de tener que responder a gobernantes o reyes extranjeros. Piensa que si los sacerdotes lo interpelan serán persuadidos de semejante ingenuidad.

Tras ese argumento idílico y por demás naíf encausa Zeffirelli el obrar de Judas. Para concretarlo aspira a que Jesús sea evaluado por el sanedrín. Sabe que su maestro se va a negar, pero el fin patriótico que lo convoca está por encima de la resistencia de Cristo, quien –según su razonamiento– es aún incapaz de advertir la contundencia de esa solución política. Por eso lo entrega. Para que se esclarezca. Y para forzar la delación y llevar a Cristo ante el consejo de sacerdotes, Zerah, el miembro ficcional del sanedrín, le sirve en bandeja un razonamiento inexpugnable: le asegura que si es el Mesías, Dios no lo abandonará; y si no lo es, habrá ayudado a Israel a librarse de otro falso profeta. En esa lógica se asienta la traición.

Otro personaje de interés para abordar es María. Al contrario de la pureza inocente de una chica de pueblo (cara al estilo pasoliniano), Zeffirelli nos ofrece una princesa caucásica, una doncella de belleza y sensualidad refinadas, una modelo del cuadrado de la moda milanés. El enigma del personaje surge precisamente de esa colisión entre su sensualidad y el rol que encarna, con su vestuario de pseudomonja incluido. También del contraste entre ese rostro, de evidente carga erótica, y su discurso, propio de sor Juana Inés de la Cruz. Tales las deliciosas contradicciones de la mirada estetizante de Zeffirelli.

María es también protagonista de dos escenas memorables por su excesivo melodrama: la Anunciación y la Piedad, los dos extremos de la vida de su hijo. En la primera, como no quería mostrar al arcángel Gabriel anunciando la fecundación, apela a una extraña luz solar (símbolo aparecido también en numerosas anunciaciones anteriores) que se cuela por una ventana. Apuesta así a sugerir el hecho a partir de la pura reacción de la actriz, quien logra una pantomima gestual inolvidable, plagada de muecas y aspavientos vulgares y recargados. Ese exagerado énfasis tampoco será omitido al momento de la crucifixión. Quizás no exista mayor dolor en la vida de una madre que ver morir al propio hijo. Que María reciba el cuerpo inerte de Cristo es una escena descarnada, sin duda el instante más desgarrador del Evangelio. Pero Zeffirelli, en lugar de inspirarse en la pena contenida y silente de una madre que sostiene el cuerpo muerto de su hijo –según talla Miguel Ángel en su Pietá–, la hace llorar como una mujer desencajada, al borde la histeria, mientras los baña una lluvia torrencial.

Entre esos dos extremos, la pieza discurre por la gramática del folletín, con interpretaciones exageradas en su gestualidad y una música siempre en línea con los aspectos sentimentales, patéticos o lacrimógenos que se pretenden instalar. De hecho, su aspiración estética proviene de la propia génesis del proyecto, concebido como una telenovela histórica en capítulos para la que se eligió precisamente a Zeffirelli no solo por resultar funcional a la teología institucional, sino por sus características como artesano de la industria: su manierismo melodramático y sus cualidades como modisto prêt-à-porter: alguien que conoce a la perfección la hechura del espectador medio.

El acierto fue mayúsculo. Amén de haber erigido la imagen de un nuevo Cristo devocional, supo dosificar bien los milagros, los que para el acervo popular constituyen la fuente de verdad que avala sus enseñanzas. Sin milagros, Cristo es un mero predicador. Sus palabras adquieren vigor por sus prodigios. No deviene Mesías ante el pueblo de Israel por sus bellas alocuciones sino por la magnitud de sus portentos. La evidencia de que es el hijo de Dios no reside en una lógica discursiva sino en una poderosa taumaturgia. Tanto que llega hasta el extremo de resucitar a un muerto.

Para muestra baste con el reclutamiento de Pedro. La escena transcurre frente al mar, en Galilea. Pedro acaba de regresar en su barca con las redes vacías. La jornada laboral ha sido magra. Su hermano lo invita a seguir el camino de Jesús, quien se halla a su lado. El llamado no hace eco en el pescador. Entonces interviene el propio nazareno: lo desafía a que zarpe de nuevo a la mar pero lo lleve junto a él en su barca. Al regreso, las redes abundan de pescados y Pedro, extático, como hombre práctico que es, decide seguirlo. Lo hace porque comprobó su autoridad en hechos. No lo sigue por haber quedado obnubilado ante la fuerza verbal de su mensaje sino ante una verificación fáctica de poder sobrenatural. La construcción guarda una lógica: es el mismo Pedro que lo niega tres veces cuando comprueba que su maestro ha caído en desgracia. Otra vez obra como un hombre práctico. Conceptos como lealtad, honor o entereza se convierten en retórica. Pesa más el peligro concreto de su patrimonio vital. Ante la inmediata consistencia de su vulnerabilidad opta por rechazar el vínculo que los unió. Ahí reside el quid de la doctrina cristiana: en el ejercicio del perdón. En la piedad. Jesús perdonó al cobarde. Y Zeffirelli lo resalta. En el plano final de la resurrección muestra al Redentor junto a Pedro, su heredero, la roca sobre la que edificará su iglesia.

Jesús de Nazaret (Jesus of Nazareth, Italia/Gran Bretaña, 1977). Dirección: Franco Zeffirelli. Guion: Anthony Burgess, Susso Cecchi D’Amico, David Butler, Franco Zeffirelli. Fotografía: Armando Nannuzzi, David Watkin. Montaje: Reginald Mills. Elenco: Robert Powell, Anne Bancroft, Laurence Olivier, Ernst Borgnine, James Farentino, Claudia Cardinale, Christopher Plummer, Michael York. Duración: 382 minutos.

El texto es parte del libro El rosto de Cristo en el cine. Una lectura cinematográfica del Evangelio, de Gustavo Bernstein. Se puede conseguir en librerías de la ciudad de Buenos Aires y en MercadoLibre para el interior de la Argentina.

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