En los últimos años tengo con Steven Spielberg sensaciones encontradas, si lo critican lo defiendo, si lo endiosan lo critico. Tal vez cierta cercanía emocional con su obra, que siempre estuvo cerca, y que aún me sigue sorprendiendo para bien o mal, me destinan a ser un admirador de su poder narrativo y muy crítico de ciertos lineamientos dentro de sus películas.

El libro recientemente publicado por Paidos, Steven Spielberg. Una vida en el cine, de Leonardo D’Espósito, recorre la obra del director desde una perspectiva cercana pero rigurosa y pone en escena ciertos detalles de sus influencias ya mencionadas y otras que no tanto. Resulta muy didáctico para ampliar el código de lectura de sus películas, por momentos detalladas plano a plano, y sus ideas.

Hernán Gómez: ¿Creés que Steven Spielberg es el director vivo que mejor ha trascendido esa división entre cine como arte y como entretenimiento?

Leonardo D’Espósito: Quizás ha sido el más exitoso. En los setenta, ese era el norte de toda una generación (De Palma, Coppola, Friedkin, Scorsese, Bogdanovich, etc), pero mientras sus congéneres eran pesimistas y trabajaban sobre la caída absoluta de la Utopía Americana, Spielberg todavía creía. Eso lo hizo más exitoso y más empático con el gran público, incluso si su obra, revista y reevaluada, es tan pesimista en parte como Taxi Driver o Apocalypse Now. Pero la apelación a la fantasía como matriz, más el componente Disney (testarudo muchas veces) hacen que parezca el tipo que resolvió la controversia un poco anacrónica «arte-entretenimiento». En ese sentido sí, es el que lo resolvió mejor.

HG: La relación del cine de Spielberg con el cine de Ford y Hawks es tangible. Ahora, me parece interesante lo que decís respecto a que incorpora a su estilo la gramática de Hitchcock, que parece casi invisible, pero que permite que esos engranajes de tensión siempre estén muy afilados en sus películas. ¿Podes desarrollar un poco esa idea?

LD: Spielberg tiene algo en común con Hitchcock y con Disney: cree en el gran espectáculo, en la forma lúdica del cine como vehículo de ideas. Así que es devoto de la creación de grandes momentos, esas secuencias creadas con preciosismo que a veces se pueden «sacar» de una película por su propia fuerza o belleza abstractas. En el caso de Hitchcock, hay algo similar en el uso de la mirada como forma de «coser» las secuencias en el montaje, porque todo pasa por lo que se ve y cómo se lo ve. Es un preciosista de cada fotograma, un enorme técnico (de los pocos cineastas, como Hitchcock, de paso, que entiende de lentes, micrófonos, cámaras y computadoras de montaje) porque cree en el poder de la artesanía para crear la secuencia. Es bastante evidente en sus «películas de carrera», como las Indiana Jones, la primera Jurassic Park o Minority Report, por ejemplo.

HG: Otra influencia que marcás es la de Disney, que no lo había tenido en cuenta, y que me llevó a pensar que puede ser de las más claras y notorias. ¿Ese espíritu infantil es el que no resigna a lo largo de su filmografía?

LD: En el libro hablo de que todos los personajes de Spielberg son niños, y hay dos clases: el que juega y se divierte compartiendo el juego, y el que quiere el juguete para sí y le dice a los demás «ey, miren qué lindo lo que puedo hacer». El solidario y el manipulador. El primero aprende que es mejor jugar con los demás, que eso es lo que hace que el juego no se acabe; el segundo, el egoísta que termina devorado por el juguete. No está en el libro porque no se había estrenado, pero en Ready Player One aparece bien claro entre el dueño de la compañía IOI y Wade/Parzival. La lista de Schindler es la historia de un nene egoísta y jugueton (Schindler) que se va convirtiendo en uno solidario gracias a reflejarse en su versión monstruosa (Amon Goeth). En todos los casos, Spielberg cree en la inocencia del protagonista e incluso en la inocencia mutada en inconsciencia del antagonista (el ejemplo más claro es el de John Hammond en Jurassic Park, ese «abuelito bueno y juguetón» que solo crea «ilusiones»). El cine de Spielberg es, en ese sentido, infantil porque la infancia como el lugar donde se define la vida desde el juego es lo que define a los personajes.

HG: Truffaut, que contás que tanto detestaba al cine de Disney, ¿cómo creés que convive con el cine de Spielberg?

LD: Truffaut se equivocaba bastante con Disney por prejuicio ideológico (no solo político: creía que el cine sí o sí debía hacerse con la realidad y por eso, como dijo después Daney, «el dibujo animado era un poco nuestro enemigo»). Pero convive en el núcleo de la infancia. Para Disney, la infancia es la semilla del futuro y por eso su verdadero proyecto, que es hiperrealista en más de un sentido, tenía como fin la educación de la masa a través del entretenimiento. Para Truffaut, la infancia es el origen del conflicto y no sabe cómo resolverlo (aunque hace las paces con ella entre La piel dura y El amor en fuga). Spielberg sintetiza ambas: se aprende mediante la experiencia, la infancia transforma toda experiencia en aventura, la infancia no es buena por sí misma y la inocencia (como en Truffaut, ver La historia de Adela H.) tiene dos caras. Los personajes de Spielberg son los de Truffaut disfrutando velozmente y de manera permanente de un ride de escape en Disneyworld.

HG: Más allá de tener una empatía natural con su obra, si tuviera que elegir dos películas serían, desde hace varios años, La guerra de los mundos y Munich por su pesimismo hacia la humanidad que es algo inusual en su filmografía, inclusive si pensamos en La lista de Schindler. ¿Qué pensás de esas películas, que además se estrenaron en el mismo año?

LD: No las veo pesimistas con los humanos: las veo pesimistas con los adultos, justamente. En La Guerra… Ray es un nene que se niega a crecer pero se ve forzado a hacerlo para cuidar a sus hijos. En parte se vuelve un nene más serio, digamos, mientras los adultos son capaces de la peor de las crueldades, incluso contra los chicos. En Munich, Avner aún cree -como un chico- en la justicia de su causa; cree ser James Bond (como le gustaría al personaje de Di Caprio en Atrápame si puedes) pero su jefe es Smiley. Cuando logra entender, se refugia en la familia (eso implica el único coito visto en una película de Spielberg a la fecha) y en protegerla. Los «adultos» en esas películas son manipuladores, locos, crueles y sinuosos, mientras que los héroes son personas de fe (en lo bueno de la Humanidad) incluso cuando llegan al asesinato por eso: cuando matan, ven en sí mismos el reflejo de ese otro mundo que rechazan. El pesimismo de Spielberg en ambos casos es más bien contextual (contra la administración Bush, contra la violencia injustificada y su uso político), y una rémora de optimismo sobrevive en sus protagonistas. Aunque la invasión pueda volver y el plano de las Torres Gemelas nos recuerde dónde lleva la violencia como política.

HG: No leí La guerra de los mundos de H. G. Wells, pero decís que el protagonista comete un asesinato injustificado por frustración, por entrar en un estado de locura colectivo. ¿Spielberg elige, de alguna manera, justificar ese asesinato poniendo en peligro la vida de su hija?

LD: En la novela, de todos modos, está justificado en el «es él o yo»: el protagonista, refugiado en una casa al lado de un nido de marcianos, trata de convivir con un clérigo que, enloquecido, empieza a gritar. Lo desmaya y un marciano luego se lo lleva para devorarlo. Spielberg traduce ese «él o yo» en «o mato a este loco, o matan a mi hija». Probablemente sea la secuencia más siniestra que filmó y tenga que ver con un movimiento de desconcierto político: Spielberg estaba contra Bush Jr. y su política de ultra control de la población (Minority Report) pero a favor de la intervención en Irak post 2001. Esa secuencia es la justificación desconcertada de un acto desesperado.

HG: Otra cuestión interesante es que incluís un capítulo y hablás del Spielberg productor sin escaparle a lo que muchos marcan como una dicotomía en el realizador. ¿Pensás que es una falsa dicotomía?

LD: Sí y no. Las películas producidas por Spielberg tienen un criterio común: son las que él hubiera querido ver cuando chico, digamos. En ese sentido, Faretta tiene algo de razón cuando dice que Spielberg es más un productor que un director (yo creo que es ambas cosas, pero es otra cuestión): es una especie de Irving Thalberg, o un Selznick, porque interviene de manera decisiva en las películas. También Disney era esa clase de productor, al punto de que todas sus películas son consistentes con un único estilo más allá de la cantidad de dibujantes que intervienen, y el sistema es tan sólido que siguió funcionando más de cincuenta años después de su muerte. Spielberg pertenece a esa tradición de productores-autores: nadie va a creer que Lo que el viento se llevó es del «autor» Victor Fleming.

HG: Me pasa algo raro con Spielberg en los últimos años, cuando hablo o pienso en sus películas aparece Eastwood en algún momento. ¿Si tuvieras que comprarlos?

LD: Hay un desencanto que los une. Pero Eastwood «nació» desencantado y cree que hay una chispa de optimismo en personajes ambiguos que, contra toda regla -incluso legal, a veces incluso ético- hacen lo correcto. Spielberg últimamente, también (lo que decíamos de las muertes en Munich o Guerra…). Pero hay un dejo de nostalgia y culpa en los personajes de Spielberg que Eastwood no tiene (sí tristeza por la acción, como queda claro en Million Dollar Baby, pero no culpa). Eso los diferencia y muestra que uno es más viejo que el otro. No son los años, porque empezaron a dirigir juntos, sino la generación de la que vienen: uno se formó en los foros al lado de Ford; el otro, en el cine de barrio, la TV y la casa familiar con padre ausente. Esa diferencia -de los 40 a los 60- es también la diferencia de quien vio la Segunda Guerra Mundial y del que solo la conoce por los relatos de otros.

HG: Nos interesa mucho el mercado del libro en papel de textos de crítica de cine y vos dirigís la sección para una editorial grande como Paidós. ¿Cómo responde el público a la propuesta teniendo en cuenta que publican críticos argentinos, un riesgo más que saludable?

LD: Responde bien por suerte. Es difícil porque son libros que intentan hacer algo complicado: ser para especialistas y para no especialistas al mismo tiempo, ser una invitación al diálogo con amigos sobre un tema querido. Parece que hay quien, a pesar de todo, desea ese diálogo. Cuando se da de manera genuina, creo que el origen de los autores es lo de menos. Al menos es lo que parece ser por ahora.

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