Vi Los muertos no mueren antes de todo este asunto de la pandemia del coronavirus. Cuando la vi, hace tres o cuatro meses gracias a la copia que me dio mi amiga Paula, me pareció una película menor, despareja casi como si Jarmush no estuviera muy convencido de los materiales con los que estaba trabajando; una película con zombies herbívoros, casi como si Jarmush quisiera filmar su Coffe and cigarretes zombie. «¿Es esto una parodia o una película de zombis en serio?», pensé mientras la miraba. «¿El peligro del fin del mundo que filma Jarmusch es real?». «¿Jarmush trabaja con el verosímil del género o propone una parodia del mismo? No obstante estas reservas (en mi caso, como buen fan de Jarmusch, estas reservas son menores), en Los muertos no mueren está la poesía propia del autor que se pone en evidencia en momentos específicos y minúsculos, y que sobre todo se potencia en las miradas y en cierta angustia metafísica que en momentos luminosos se cuela en la película. Momentos que casi siempre son responsabilidad de la dupla protagónica encarnada por Bill Murray y Adam Driver (que había protagonizado la notable Paterson), artífices de la potencia dramática que encierra la historia. La hermosa canción de Sturgill Simpson que suena constantemente nos sumerge en el universo distintivo de Jarmush, que nos remite a algunas de sus obras maestras como Ghost Dog o Dead Man, o la ya mencionada Paterson, y que confirma la extraordinaria utilización que se puede hacer de la música en el cine.

A favor del film de zombis de Jarmush (quien reconoce nunca haber visto The Walking Dead) se encuentra su notable modo de filmar la extrañeza ante lo inevitable (la muerte, en este caso). Esa fuerza hace que obviemos, o dejemos en un segundo plano, ciertas inconsecuencias de un guion que, por momentos, se olvida de la tragedia que está contando, cosa que nunca sucede en los films icónicos de Romero que son la referencia obvia del realizador. Cada uno de los personajes de esta película excesivamente coral se enfrenta a la muerte con dignidad y en lucha, lo cual funciona como una poderosa moraleja política de parte de un realizador que rechaza fuertemente los subrayados evidentes y que toma a las acciones de los personajes como el testamento de ellos. Por otro lado, y pensando que en el momento del estreno de la película las reflexiones tenían que ver con el efecto que el cambio climático está generando en el medio ambiente y en la humanidad, hoy la sorpresiva llegada del coronavirus lleva a que la lectura del film se modifique radicalmente.

De repente, en un mes, Estados Unidos tiene un nuevo Vietnam y el debate sobre la inacción de ciertos gobiernos para luchar contra el coronavirus (Trump, Bolsonaro a la cabeza), obsesionados con el funcionamiento de la economía a como dé lugar, lleva a que todo lo que uno vislumbra desde la ficción nos haga pensar en esta tragedia anunciada. Ahí está la obsesión del cine filmando el apocalipsis, que es el tema que obsesiona a Hollywood desde comienzos del actual siglo con la caída de las torres gemelas. Ahora bien, a Hollywood lo trauma el golpe, el choque, la desaparición de ese mundo tal como lo conocíamos hasta el 11/09. Pero Hollywood nunca trabaja dramáticamente las causas que llevaron a ese desastre. Hollywood es puro síntoma sin explicación de los por qué. Hoy vemos la tragedia que la pandemia produjo en el mundo y debería ser comprensible lo que hace este capitalismo que solo asiste a una elite mientras el resto del mundo no tiene acceso al sistema de salud. Ahí tenemos a las principales potencias mundiales atravesando su crisis sistémica y vemos escenas en Ecuador que podrían haber sido filmadas por Jarmusch, si Jarmusch se hubiera tomado en serio su propio material. Cuando uno ve esas escenas reales, filmadas con celulares nerviosos que muestran gente dejando los cuerpos de sus familiares en la calles de Guayaquil, piensa en la película poderosa que se perdió de filmar Jarmusch si hubiera dejado ese toque cool y distanciado que casi siempre le rinde sus frutos. Si hubiera entendido que el cine de terror es el elemento natural para narrar estas tragedias colectivas, potencia que vieron los padres modernos del terror político como son Romero y Carpenter.

Después de la pandemia todo se resignificó, y cuando uno dice todo, también dice el modo de ver ciertas películas. En este mes volví a ver Contagio de Soderbergh (si no es lo mejor que hizo, pega en el palo) y vi varias de Carpenter y algunas de superhéroes post 2001 y, mezclada en esa lista de buenas o grandes películas del apocalipsis, Los muertos no mueren se destaca más por sus méritos que por sus defectos. En un mundo tan miserable en el que priman los actos crueles ante la tragedia -como Bolsonaro diciendo que es así, que en una tragedia muere mucha gente- Jarmusch filma a sus personajes luchando hasta el final frente a la muerte  inevitable. Y el espectador no puede dejar de conmoverse y emocionarse con esa actitud humana de proteger al que está al lado, aunque al final ese gesto sea solo una intención quijotesca.

La escena final con Murray y Driver luchando oníricamente, codo a codo hasta el último suspiro, impacta sin necesidad de palabras. Es una reivindicación de lo que el cine puede hacer y generar incluso en películas imperfectas como es esta. Un repentino momento de belleza, ni más ni menos, y vaya que lo necesitamos.

Calificación: 7/10

Los muertos no mueren (The Dead Don’t Die, Estados Unidos, 2019). Guion y dirección: Jim Jarmusch. Fotografía: Frederick Elmes. Montaje: Affonso Gonçalves. Elenco: Bill Murray, Adam Driver, Tilda Swinton, Iggy Pop, Steve Buscemi, Danny Glover, Tom Waits, Selena Gómez, Chloë Sevigny, Carol Kane, Rosie Pérez, RZA. Duración: 104 minutos. Disponible en Cablevisión Flow.

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