Morir como un hombre empieza con el primerísimo primer plano que muestra a un joven soldado maquillándose el rostro en colores verde y negro para camuflarse en maniobras militares, instala la problemática de la escisión entre la apariencia y el cuerpo biológico como conflicto para quien se afirmará como la protagonista de la película del portugués João Pedro Rodrigues.

El film arranca con un prefacio con apariencia de cine bélico para dar paso luego al melodrama como género privilegiado y para elaborar el conflicto del personaje que no puede armonizar con sí mismo ni con el entorno social. El tercer largometraje de Rodrigues se ajusta a una narración  dramática tradicional, pero el director consigue potenciarla eficazmente mediante el uso experimental del color y al hibridarla con elementos del fantástico y del musical, logrando así una poética singular que hace estallar el género único, en plena consonancia con su contenido, que tiene que ver con la dignidad de trascender la identidad coagulada y con abrazar lo múltiple en lo que hace al sexo biológico, con las formas del género socialmente determinadas, con la elección del partenaire sexual y con el modo de goce, dimensiones en movimiento que no siempre coinciden en una unidad monolítica. 

Tonia (Fernando Santos) es una mujer travesti que, con 20 años de experiencia realizando performances en clubs nocturnos y cabarets, ya se encuentra en el declive de su carrera. En el atardecer de la vida, debe lidiar con su pareja Rosario (Alexander David), un joven adicto de carácter inestable y agresivo que oficia como asistente de vestuario, con el rechazo afectivo de su hijo Zé María (Chandra Malatich), que ha desertado del ejército por matar a un compañero y que busca su ayuda, y con el desplazamiento laboral por el ascenso de la bella y joven trans Jenny (Jenny Larrue) y por un jefe que, como ya no la considera rentable, quiere pagarle como principiante. A todas estas dificultades, se suma el rechazo de una de sus prótesis mamarias que le produce una infección que se va complicando cada vez más.

Tonia es una mujer incomprendida por la sociedad y afectada por una profunda soledad, tanto por su condición de travesti como por su entrada en la vejez. Y Rodrigues instala a su protagonista como un personaje con características crísticas en el lento travelling junto a Rosario en la calle del cementerio, dando cuenta del largo camino de sufrimiento, dolor y decepciones afectivas que conlleva el proceso de transformación física. Tonia es un personaje en busca de un final que la conduzca a la pacificación y la redención con el entorno.  

El director va anticipando el deterioro físico y la muerte a través de un objeto de la casa de Tonia que es la pecera. La pecera en sí misma da cuenta del encierro de un ser vivo en un hábitat que no es el natural y de la exposición a la mirada de los demás. Se vuelve así un vehículo óptimo para traducir las vivencias afectivas de Tonia en tanto travesti. A lo largo de la película, entonces, vamos viendo cómo los peces que representan a la protagonista van mermando en cantidad, hasta su completa extinción con la rotura del acuario, acompañando la languidez de una estrella que se va apagando. 

Por otro lado, en el prólogo tenemos a un joven, que luego ubicamos como el hijo de Tonia, en prácticas militares en un bosque junto a sus compañeros. Él se aparta en la espesura junto a otro soldado con el cual tiene sexo, y luego llegan juntos hasta una vivienda que descubren habitada por dos travestis. El compañero de Ze María les apunta, expresando su odio hacia ellas, pero termina muerto de un disparo a manos de éste, que huye de la escena. En este preámbulo, Rodrigues visibiliza varias cuestiones: la homosexualidad en el seno del ejército, la transfobia que puede venir incluso de un varón homosexual y el rechazo por parte de la familia que sufren generalmente los integrantes del colectivo de travestis y transexuales.

Con relación al último punto, el director emplea los cuadros para traducir el quiebre familiar. La foto del antes Antonio junto a su hijo pequeño caminando de la mano en el espacio público, que Ze María deja caer hasta el fondo de la pecera, marca de manera poética el desencuentro imposible de reparar entre ese padre transformado en mujer y ese hijo que no lo acepta en su condición de travesti.

Acongojada por los infortunios, Tonia decide realizar un viaje con Rosario para visitar al hermano de éste. Rosario pierde el camino, por lo cual dan con un lago en medio del bosque. Realizan una caminata que los conduce a la casa de la excéntrica María Bakker (Gonçalo Ferreira De Almeida), ex-diva de los escenarios queer, que vive apartada de la civilización junto a su asistente travesti Paulina. María les propone realizar una excursión por el bosque al anochecer para atrapar gamusinos, que son seres imaginarios con los cuales se suele gastar bromas a los niños. Mediante el recurso al filtro de color rojo, Rodrigues crea la hermosa escena fantástica de un eclipse en el cual tanto los espectadores como los personajes experimentamos la milagrosa aparición de estos seres de fantasía a través de su canto. La extravagancia de esta escena, como de los gamusinos en sí, metaforizan adecuadamente lo queer de las diversidades sexuales en juego en el film. Esta escena emparienta a esta película con Breve historia del planeta verde de Santiago Loza, que 10 años después juega también con el fantástico a través del personaje del extraterrestre como símbolo de aquello que sale de la norma de la moral sexual cultural del patriarcado.

En una de las escenas, la protagonista se persigna ante un cuadro de San Antonio en la cabecera de la cama, rogándole por la reaparición de su amado, que ha tenido una recaída en su adicción a la heroína y le ha robado objetos de valor. Católica como es, experimenta su vida como mujer como un pecado. Su novio Rosario le reprocha reiteradamente con enojo que no sea una mujer plena, pero Tonia vive con temor de Dios y duda de realizarse la vaginoplastía que tan fríamente  explica  el cirujano plástico a su amiga trans Irene, modelando y plegando con sus manos en la mesa del escritorio un pene de papel hasta convertirlo en una vagina. El conflicto ya no es sólo entre el personaje y un medio que no la acepta, sino que se erige en el interior de ella misma entre su anatomía y su forma de vivir en femenino. Es así que llegada al albor de su destino final, en su última voluntad, elija morir como un hombre, respetando las formas religiosas, aunque haya vivido como mujer.

Pero el director consigue, por medio del fantástico, desdoblar la anatomía del cuerpo petrificado en el cajón respecto de la fantasmal resurrección de Tonia, que, espléndida, canta un sentido bolero desde la cima de la estructura que contiene los nichos. Nos regala así la escena de uno de los velatorios cinematográficos más bellos y memorables.

Aquí podemos preguntarnos: ¿si la anatomía no es el destino que determina la sexuación, por qué habría que volver a hacer consistir e identificar el cuerpo biológico con el modo de goce sexuado?  Los personajes que participan claramente del goce femenino en la película son  justamente aquellos que no corresponden al sexo femenino desde la biología. María Bakker, con su estilo seguro e intimidante de reina y señora del claustro, canta jazz y recita poesía de Celan, con una pasión singular. Y Tonia canta en la mixtura agridulce del glamour y la languidez en al menos tres escenas: aquella canción movida mientras Irene le recicla la peluca (momento feliz donde el negativo en color casi psicodélico marca el reverso de la melancolía de sufrir cotidiana); la canción que interpreta en el viaje en auto que emprende con Rosario, que habla de su ensimismamiento al no encontrar un confidente para sus pesares, y el bolero final, que ya mencioné, que es un elogio a la pluralidad y la variabilidad de vivir la pulsión. El goce singular de la lengua que resuena en el cuerpo propio y en el cuerpo de los demás, es precisamente lo más femenino (y lo más no binario, en tanto uno por uno que trasciende la clasificación) que puede haber, independientemente que provenga del cuerpo biológico de un hombre o de una mujer.

Si Tonia se construye como un personaje querible para el espectador, por su valiente lucha, por su amor por las causas que parecen perdidas y por su singular humor, mediante la escena del canto en el cementerio Rodrigues logra un final que está a la altura de su personaje y que lo dignifica. Los desafíos estéticos que asume el director en un tiempo menos abierto que el de hoy para pensar la posibilidad de trascender el binarismo de los géneros, y que resuelve con la singularidad de su poética, permiten que Tonia fulgure en el memoria del espectador como una de las heroínas de lo queer más entrañables e inolvidables.

Calificación: 9/10

Morir como un hombre (Morrer como um homem, Portugal, 2009). Dirección: João Pedro Rodrigues. Guion: João Pedro Rodrigues, Rui Catalão, João Rui Guerra da Mata. Fotografía: Rui Poças. Montaje: João Pedro Rodrigues, Rui Mourão. Elenco: Fernando Santos, Chandra Malatitch, John Jesus Romão, Ivo Barrosso, Miguel Loureiro. Duración: 134 minutos. Disponible en https://www.cineueargentina.com/

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