posterAtención: se dan detalles de la resolución del argumento.

El responsable de traducir al castellano el título de esta película es evidente que le clavó Infierno azul tras pensarlo solo dos segundos, quizás porque el experimentado hombre sabía que no iba a encontrar ninguna capa de sentido detrás del bicho peleando con la rubia. ¿Qué quiero decir con esto? Que aunque The Shallows te atrapa desde un principio, es solo un ejercicio para los ojos.

No será el escenario el que nos quite la vista de la rubia y el bicho porque, más allá de la imponente playa que no hace falta mirar durante hora y media, la trama entera no escapa a los límites que esta traza junto al mar. Quedamos atrapados junto al personaje principal, y el argumento ni se acerca a la orilla. Sabemos, desde el principio, que si la rubia termina siendo rescatada, será gracias al pibito que aparece apenas comienza el relato. Y si no hay rescate, nada que venga de afuera del mar será la sorpresa.

Todo se reduce a saber quién gana: si la yanqui que carga una historia personal demasiado poco interesante o el tiburón que no representa nada más que su propia definición. Esa es la vuelta de rosca que le falta a la película, que la lucha entre el bicho y la rubia represente algo más que una simple casualidad espaciotemporal. Ejemplos sobran: en la Tiburón de Spielberg, el policía que persigue al bicho no sólo lo quiere hacer cazuela sino que también quiere mostrarle al pueblo entero, al alcalde sobre todo, que han tomado todo a la ligera. Ese rati funciona con el mismo peso que carga, por ejemplo, su colega Rick Grimes en The Walking Dead: quien siente suya la responsabilidad de proteger a la comunidad, antes y después del holocausto zombi. En The Shallows, la protagonista es la típica rubia yanqui, que en este caso no supera la reciente muerte de su mamá, y que se debate entre dedicarse al surf o a la medicina. Nada que acotar.

blake-lively-and-the-shark-the-shallows-39717776-1000-544Hay algo que molesta más que la simpleza de la protagonista: su celular. Durante todo el arranque de la película, mientras viaja hacia la playa, chatea con el teléfono y es así cómo el director elige ponernos al tanto del contexto, de transferirnos los datos suficientes para saber qué pasa. No sólo esos datos resultarán innecesarios para entender la película, sino que el recurso de hacer de nuestra pantalla la pantalla del celular resulta un modernismo grasa y sin sentido. No suma, por lo contrario redunda en datos que, sugeridos de otro modo, harían que la cabeza del espectador trabaje un poco.

Pero vamos a la batalla en sí. Por convención, la protagonista es linda. Rubia, de cuerpo torneado y ojos claros, calienta en doble sentido: excita y enoja. ¿Por qué nunca la protagonista puede ser “fea”? La respuesta es sencilla: porque cuando el mensaje es nada, la imagen es todo. Y prueba de esto que digo es la mayor cantidad de planos “casuales” a sus curvas, comparados con los planos del tiburón. Al espectador leche, al cual subliminalmente parecen estar dirigidos estos ardides, lo que lo amenaza no es el depredador más jodido del océano, sino ese traje de baño que en cualquier momento puede zafarse.

Sin detenernos en que la estudiante de medicina y surfista sabe disparar una pistola de luces, se sutura una mordida gigante con un arito y tiene la fortaleza mental de un samurái, tenemos la esperanza de que todo esto-que-ya-se-hizo-antes que nos atrapa hasta el final por lo menos concluya en un desenlace distinto. No estamos ante un hecho verídico, no hay capas de sentido que permitan redimir a ningún personaje, con lo cual esperamos el acto final. Esa excusa para filmar esta película.

s2Y no pasa desapercibido. El primer final: el del bicho y la rubia. Sumergiéndose con fuerza por el impulso de los restos de una boya que se hunden, a la cual la protagonista está agarrada por una cadena, es perseguida de cerca por el tiburón totalmente decidido a comérsela. No vamos a discutir sobre la profundidad del mar a esos metros de la costa, sobre si el recorrido es mayor a los metros que uno supone que puede haber. Pero sí vale la pena poner el ojo en la maniobra que la rubia protagoniza a centímetros de tocar fondo. La médica, antes de chocar contra el suelo marino, en algo parecido al Coyote y el Correcaminos, nada hacia un costado provocando que el tiburón, que venía detrás y a toda prisa, no pueda frenarse y termine incrustándose y clavándose contra los fierros de la boya. El bicho muere anclado al piso, aleta para arriba y con los fierros incrustados en la trompa. El bicho adaptado para el mar, a menor velocidad que la rubia que llega antes al fondo, no puede doblar como ella sí lo hace.

Todavía no terminamos de pronunciar el “déjate de joder” que la imagen nos lleva un año después a la rubia, su padre y su hermana, juntos en la misma playa. Es el final dos. La trama que a nadie le importó, la del debate interno entre una profesión u otra, se dirime cuando el papá la llama “doctora”, y ella se dispone a enseñarle surf a su hermana. Si bien estos segundos sobran, agradecemos que el papá no la llamó doctora por whatsapp, y que el director no volvió nuestra pantalla, una estúpida pantalla de celular.

Infierno azul (The Shallows, EUA, 2016), de Jaume Collet-Sera, c/Blake Lively, Oscar Jaenada, Brett Cullen, Sedona Legge, Angelo Josue Lozano Corso, 86′.

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