I.- Una playa en invierno. Bruma, viento y frío. Una nena que camina al borde del mar, seguida por una cámara que la toma en dos planos generales, más lejos y más cerca. Una casilla de madera en donde se guardan sombrillas y otros trastos del verano, convertida en una vivienda precaria. Madre e hija que sobreviven dentro de ella. Los elementos básicos de una historia de amor filial, soledad, silencio y miedo, están resumidos en los primeros minutos de El premio. De forma tan escueta como en este comienzo iremos conociendo el resto; estamos en la Argentina asolada por la dictadura; Cecilia y su madre Lucía están refugiadas en ese lugar por razones que nunca se explicitan del todo. La madre instruye a la hija para que mienta sobre su situación cuando tiene que empezar la escuela: “Papá vende cortinas y mamá es ama de casa”, la nena repite la frase como un mantra, la forma mecánica en que lo hace, para sí misma y para Silvia, su nueva amiga, evoca a las películas de guerra, cuando el oficial capturado se limita a repetir su nombre y grado en los interrogatorios. La analogía no es casual, toda la película es un escenario de guerra oculta, persecución y miedo, un sentimiento que se equipara al elemental deseo de supervivencia al que se abraza la madre; la hija en cambio debe salir al mundo y confrontar sus propios temores con su inocencia infantil.

Si hablamos de niñez amenazada y solitaria, si vemos a chicos solos en la playa mezclando el peligro y la libertad, no podemos menos que recordar al Antoine Doinel de Los 400 golpes corriendo junto al mar, mientras el travelling eterno de François Truffaut lo ampara en su carrera, que es un viaje hacia la vida que viene. Cecilia Edelstein, la niña de El premio, empieza su carrera allí en donde termina la de Antoine; a ambos los emparentan el conflicto con sus padres y con la escuela. Pero mientras Antoine va hacia la libertad de elegir su propio destino, lejos de una familia desavenida y una sociedad rígida y en proceso de evolución, la carrera de Cecilia pone en juego su supervivencia en medio de una guerra silenciosa. Su padre se ha desvanecido en la bruma de la desaparición o la muerte, su madre está a la defensiva, acosada por los mismos peligros y ella debe integrarse a una escuela que reproduce el modelo de orden y represión de la dictadura. Por eso la carrera de Cecilia es distinta, se interrumpe y recomienza, se entretiene en juegos y se desentiende de los peligros que la acechan. Marcovitch no le otorga a su corrida la prolijidad de los rieles del travelling, sino una cámara en mano inestable que la sigue en sus idas y vueltas; la cámara se une luego a Cecilia rumbo a su casa por un camino entre juncos y arena cuyo clima y duración, a un paso de hacerse excesiva, recrea la atmósfera del cine clásico de terror.

II.- “El silencio es salud” era una de las consignas publicitarias con que la dictadura se dirigía a la sociedad. Era una exhortación contra el ruido ciudadano, bocinazos, gritos, motores y todo cuanto sobresaliera del rumor del miedo. La consigna tenía un subtexto: “Cállese”, decía. “Mire pero no vea, y si ve u oye haga silencio”. Una amenaza para los enemigos, una advertencia para los tibios, un consejo para los (muchos) que asentían. El silencio de los protagonistas de El premio es producto de la intimidación y el miedo sintetizados en aquella consigna. Lucía calla y enseña a Cecilia a callar y mentir. La madre está paralizada por el miedo y el dolor y en tal estado vuelca su amor, pero también su rencor, sobre la hija. Su contrafigura es Rosita, la maestra,  “la segunda madre” de la tradición sarmientina; una docente formateada por las nociones de orden y deber, capaz de favorecer la delación, de hacer marchar a sus alumnos bajo la lluvia para castigar una falta, o de ponerlos en posición de firmes frente al militar que los visita; pero capaz también de dar cariño y protección a una niña desamparada y desconocida. Una protección que la revela y la reivindica en el giro más acertado del guión: la escuela –precaria y proletaria, en la que todos los alumnos comparten una sola aula y una única maestra- es visitada por un sargento que patrocina un concurso de redacciones patrióticas. Cecilia entrega un texto en donde revela la verdad: los soldados se llevan a la gente y han matado a su prima. Lucía lee lo que escribió su hija y corre con ella hasta la casa de la maestra; esta se niega al cambio del texto que le propone la madre, hasta que a su vez lo lee y permite que la niña lo cambie por otro improvisado. En el momento decisivo la marcial Rosita se transforma en una madre cabal. Su silencio es protección y no asentimiento. Su fervor por la patria de cartón y consignas que proponen los militares cede ante el más básico impulso de protección. Figura y contrafigura, cuando Lucía retrocede, Rosita crece y viceversa. Cuando Cecilia es premiada por su texto patriótico, su madre se niega a que reciba el premio; Rosita en cambio la alienta y la emprolija para la ceremonia.

III.- Cecilia, Lucía, Rosita y Silvia. El de El premio es un mundo de mujeres. Los hombres están ausentes o son figuras borrosas o débiles, ya sean chicos como el que necesita que Cecilia les pase los resultados de un examen, o el otro que exhibe una cicatriz en un brazo, enorme tajo metafórico de una masculinidad herida; o adultos: el servicial marido de Rosita se limita a cebar mate, los militares son fantoches rígidos y vacíos. Entre la resaca del miedo y el silencio se apaga el verde oliva de la patria y comienza a dibujarse la imperfecta silueta de la matria (palabra acuñada en la primera mitad de los setenta por el poeta revolucionario Julio Huasi). Las mujeres que nacen de este parto forzado mixturan a Lucía y Rosita, son un poco madres y un poco hijas, no tienen quien las proteja pero declinan el afecto cuando más lo necesitan. El abrazo que Cecilia ofrece y su madre rechaza, es aceptado en cambio por el único macho siempre presente, el perro vagabundo que acompaña a la hija.

Recién después del abrazo será posible el llanto que venza al silencio. Frente al mar, en donde viven los muertos que arrojaron los aviones. También el lugar seminal en donde es posible volver a empezar.

Calificación: 8/10

El premio (Argentina, 2011). Guion y dirección: Paula Markovitch. Fotografía: Wojciech Staron. Montaje: Paula Markovitch, Lorena Moriconi, Mariana Rodríguez. Elenco: Paula Galinelli Hertzog, Laura Agorreca, Viviana Suraniti, Sharon Herrera, Diego Alonso. Duración: 115 minutos. Disponible en: Puentes de Cine (www.puentesdecine.com)

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