Fifi grita de felicidad, que es como morirse de alegría. Desde su título original (Fifi howls from happiness) la película de Mitra Farahani juega a la inversión y al contrapunto. El grito supone ira y desesperación, no dicha. Morirse supone un hecho trágico, no festivo. Y ahí está la clave de toda la película. Entre la solemnidad de su relato y la risa seca, casi cínica del artista que se propone retratar, Farahani construye y deja construir lo que, se supone, es la obra última de un realizador que lo destruyó todo. El resultado: un lienzo blanco sin tocar y una película que intenta reflejar ese acto final.
Bahman Mohassess pintó cuerpos mutilados y deformes en los tiempos en que todo parecía estar en su lugar y todos eran iguales (nadie es igual a nadie, se le escucha decir). Luego agregó bocas y ojos a sus obras en un tiempo (hoy) en el que todo tiende a parecerse a todo. Su pintura principal, la que da nombre a la película, es un cuerpo con una boca gigante y profunda que ocupa toda la cara, es un rostro vacío y redondo que remite al famoso grito de Munch pero que, lejos de expresar un estado de ánimo, transmite una sensación incómoda de vacío a partir de la falta de gestos.
En algún momento de su carrera Mohassess destruye casi toda su obra y desaparece. Se queda con unas pocas obras. Su rastro se pierde y se vuelve casi inhallable. Farahani persigue su sombra y finalmente lo encuentra en un hotel italiano. Una vez allí, Mohassess accede a ser filmado aun cuando no comprende del todo cuál es el objetivo de la directora, eso nunca queda claro, como tampoco queda claro de qué forma se produce el encuentro, pero igualmente da indicaciones, hace observaciones sobre la música, sugiere tomas e incorpora fragmentos de poesía a cada capítulo. La película de a poco se vuelve suya, Farahani accede a ese juego y la creación es compartida. Mohassess habla pero nunca pinta, incluso en el único registro de archivo que se conserva de su juventud nunca se lo ve tocar un cuadro. Habla y fuma, se mueve, se sienta, cuenta anécdotas nocturnas, pero nunca pinta. En algún momento aparecen unos hermanos coleccionistas de arte que le encargan un cuadro. El viejo artista acepta, pero el trabajo nunca va a concretarse.
Aun cuando por momentos Farahani evidencia demasiado las costuras de su película, El Picasso de Persia siempre respira, nunca se vuelve monótona ni aburrida. Descubre la figura de Mohassess, un poco chanta, un poco desconfiada pero siempre querible, que de a ratos recuerda al Elmir d´ Hory retratado por Welles en Fake. Ambas películas hacen de la trampa y el artificio una idea del mundo. Y en esa idea, el cine intenta una vez más capturarlo todo. Mohassess muere y la película registra, fuera de campo, su desaparición, su desprenderse definitivo. Quedan su sombra y su voz para cerrar el relato (los coleccionistas heredan los trabajos conservados). Después de su muerte, la voz del falso Picasso reaparece, no sólo para sugerir finalizar la película con imágenes del mar, sino para certificar una frase que es de su autoría y que antecede a uno de los capítulos: “el hombre vive en la muerte”, y el cine parece estar ahí para confirmar esa inversión imposible.
El Picasso de Persia (Fifi az khoshhali zooze mikeshad, EE.UU. / Irán / Francia, 2013), de Mitra Farahani, c/ Bahman Mohassess, 96’.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: