Salieron muchas notas y artículos en estos días acerca de qué es real y qué no en esta ficción que es, básicamente, un compendio de unas cuantas conversaciones entre Benedicto XVI (Anthony Hopkins) y el futuro Francisco (Jonathan Pryce), en torno a la renuncia de uno y habemus papa del otro. También hubo notas de Francisco dándole palmadas en la mano a una señora que lo agarró del brazo, y luego las debidas disculpas; otra sobre un rosario que entregó para militares presos por delitos de lesa humanidad; y la última, antes de la cerrar esta nota, de Benedicto diciendo que no apoya la idea de cortarla con el celibato.
Todo eso pasó en la realidad pero, en la película, la cosa termina siendo una especie de alegoría de la situación actual de la Iglesia frente a sus feligreses (que se les escapan) y a los cambios que el mundo presenta. “¿Cambiar es ceder?”, “¿acercarse a Dios es alejarse de las personas?”, se debaten los personajes con ampulosidad y un ingenio medio inocentón, con un maniqueísmo que resume todo en muros y puentes, y en un contexto donde poco importa si el asunto es real o no. Está claro que la idea es lavarle un poco la cara (con agua bendita) tanto al Papa anterior como al actual, y convertirlos en una suerte de arquetipos del conservadurismo y el progresismo, respectivamente, como dos fuerzas que se repelen, se atraen y se complementan. Si hasta el tango bailan. Si hasta el Mundial miran. Contrapuntos.
No es tanto un tema de veracidad entonces (aunque uno se queda con ganas de conocer algo de la política interna del Vaticano, pero no es en Netflix donde se va a mostrar), si se quiere, es más bien un tema de verosímil. Tenemos que creer que Bergoglio es el tipo más bueno del mundo, que incluso sus malas decisiones pasadas fueron tomadas creyendo que hacía lo mejor para el bien común, pero aún sintiendo culpa por ello. Cuando dejó a la novia para ser cura, cuando intentando proteger a los Sacerdotes del Tercer Mundo, los condenó con Massera. A más drama, más se resiente el verosímil, quizá por lo arquetípico de los personajes y lo esquemático del argumento.
Es divertido, por otro lado, verlos comer una pizza en la parte de atrás de la Capilla Sixtina. Esas son las mejores partes, cuando Los dos papas (Fernando Meirelles, 2019) funciona como una comedia. Incluso cuando se pone un poco ilustrativa, también está bien, son licencias de Meirelles: al comienzo, por los pasillos de la villa, vemos graffitis de la historia de San Francisco de Asís que narra Bergoglio en off. Eso es simpático. O cuando van a las sombras del jardín para hablar temas “turbios”.
La estética de documental que tiene el primer acto ayuda a que nos adentremos en este mundo como si fuera el real, aunque esto choca con los varios -demasiados- diálogos profundamente naif que hay entre ellos dos. Y comparte un vicio con Bohemian Rhapsody (Bryan Singer, Dexter Fletcher, 2018), que es del mismo guionista: esta cosa de apurarse en contar el contexto para ir y zambullirse en los diálogos “importantes”, que respiran poco y casi no dejan lugar a que la dinámica fluya con naturalidad. Aunque, por suerte, en Los dos papas este aspecto funciona un poco mejor que en Bohemian Rhapsody, seguramente por mérito de Meirelles y sus excelentes protagonistas.
Bergoglio -que en flashbacks hasta lo vemos tomar mate y usar un poncho- está a pasos de ser el Che Guevara y quiere renunciar; Ratzinger se tiene que mover constantemente por un tema de salud, convenientemente metafórico para la situación en la que se encuentran él y la Iglesia. ¿Los temitas de la Curia? Bien, gracias. En una escena los vemos caminando por unos bellos laberintos en una suerte de quinta muy fastuosa del Vaticano, Joseph Ratzinger devenido en Benedicto XVI acusa a Bergoglio de tener demasiado ego. Su respuesta es un chiste de argentinos (“¿Cómo se suicida un argentino? Se sube a su propio ego y se arroja al vacío”, dice) Como si un argentino fuera a hacer chistes de argentinos.
Y hablando de “argentinadas”, cabe mencionar que, cuando el Bergoglio de Pryce está en Buenos Aires, es doblado «al argentino”, con una tonadita complaciente bastante irritante por parte del doblajista (o mejor dicho, del director de doblaje) que le falta decir “hermano Larguirucho” para ser más Gardelista que Gardel. Toda la puesta argentina, incluso cuando Juan Minujín lo interpreta de joven, presenta un guion evidentemente traducido del inglés, y con un criterio cuestionable, con frases como “(los científicos) vivimos y morimos por los hechos”, en una traducción dolorosamente literal del término “fact”. De hecho, el despliegue de producción en las escenas que suceden en Argentina las hace lucir mucho más ampulosas y pretenciosas que aquellas que representan las conversaciones de Bergoglio y Ratzinger, más austeras y efectivas en términos de puesta en escena. Lo salva que los momentos argentinos son flashbacks, y que el material de archivo ya permitió varias estéticas operando a la vez. Pero la salvada es hasta ahí.
Borradas quedan de la película alusiones al peronismo expreso de Francisco, así como la participación en las Juventudes Hitlerianas de Ratzinger. Quizá para favorecer un esquematismo narrativo, pero aun así no se duda en complejizar la Dictadura del 76 ni el rol de la Iglesia frente a los casos de pedofilia Nuevamente, la función de esto es argumental: ambos tienen un pasado que perdonarse -una herida que sanar- porque el futuro Francisco no puede ser Papa con la culpa que siente, y Dios le dejó de hablar a Benedicto, o mejor dicho empezó a hablarle a través de las palabras y los “hechos” de Bergoglio. O, si lo tradujéramos mejor, a través de sus “actos”.
Si ya está implícita la respuesta en la pregunta acerca de los muros y los puentes, lo interesante, lo entretenido, se vuelve entonces el camino a esa respuesta. Y si bien la que dan funciona narrativamente, ¿en serio vamos a creer que Ratzinger renunció por lo gauchito que resultó ser Bergoglio?
Calificación: 7/10
Los dos papas (The two popes; Gran Bretaña/ Italia; 2019). Dirección: Fernando Meirelles. Guion: Anthony McCarten. Fotografía: César Charlone. Edición: Fernando Stutz. Elenco: Anthony Hopkins, Jonathan Pryce, Juan Minujín. Duración: 125 minutos.
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