Se ha dicho de La forma del agua que es una fábula despolitizada en la cual la historia que se cuenta es una fábula maniquea entre buenos muy buenos y malos muy malos. Ese cuestionamiento, muy extendido en el ámbito de la crítica, sirve de algún modo para bajarle el precio a esta película multicandidateada al Oscar y transformarla en un objeto de discusión por cuestiones extracinematográficas. Esa observación es injustificada de entrada porque, si bien es cierto que tiene la forma -valga la paradoja- del cuento de hadas, no debemos perder de vista que las mejores películas de Guillermo del Toro tienen ese  formato de cuento irreal. De esta manera, el director mexicano logra plasmar su relación con la historia desde la ficcionalidad del inverosímil. En sus mejores películas este universo tiene cosas que decir del pasado en formato de fábula, lo cual no es una virtud menor en el contexto de un cine industrial contemporáneo en el que la ideología es vista lisa y llanamente como una mala palabra.

A su vez es importante remarcar que Del Toro es un noble artesano que en sus películas más logradas le saca fruto a su cinefilia haciendo que esta no sea solo un modo de mostrarnos todo lo que el director sabe de cine, problema que sí presentan muchos de sus contemporáneos. La cinefilia tiene en su cine una función dramática que pesa en el relato de modo específico. En La forma del agua el  cine clásico de Hollywood es una influencia trascendente que envuelve la atmósfera de la película y que se convierte así en un personaje más. Sin embargo, este homenaje interviene en la trama dándole vida a sus personajes, invistiéndolos de una ética y de una materialidad muy lograda en todo el espesor narrativo. Son ellos, los personajes, los que a través de ese diálogo con el clasicismo ponen de relieve la trascendencia de esa forma de contar historias, a la hora de pensar este amor, en donde la diversidad sexual se aborda de modo infrecuente en el cine americano de la actualidad.

El tema de la sexualidad y de la anormalidad es tratado de modo explícito por el director de Mimic (alguna vez alguien tiene que hablar de esa grandísima película olvidada que presenta un monstruo aterrador como pocos en el cine americano en la década del 90) tomando partido por ese deseo no normativizado y lo que genera en los protagonistas, vistos con amor y ternura por la mirada de Del Toro. Quizás ese afecto hacia estos perdedores es el principal mérito de esta película que decide tomar un posicionamiento moral y ético radical y que quizás por ese carácter fue erróneamente leído como maniqueo. Del Toro quiere decirnos lo que piensa del mundo y para eso utiliza los nobles recursos que el cine tiene para dar.

El tema de la sexualidad diversa no está presente solamente en la relación entre la protagonista (una chica muda) y un monstruo acuático que es torturado de modo brutal solo para probar cuál es el límite físico de esta criatura anómala, sino que también está reflejado en el que es quizás el mejor personaje de la película: el amigo gay de la protagonista, un hombre mayor que vive su sexualidad en una sociedad represora de las minorías (mientras veía La forma del agua pensaba en los melodramas extraordinariamente subversivos de Douglas Sirk).

A su vez, los méritos de La forma del agua no se reducen a la toma de partido ético que lleva adelante Del Toro sino que, en términos exclusivamente cinematográficos, logra sostener con un ritmo de intenso suspenso la relación entre un monstruo sacado a la fuerza de las profundidades del mar y una chica solitaria y diferente, narrado con la sequedad de alguien que sabe hacer de la economía de recursos un arma de filo y que comprende que en el cine esa austeridad resulta una potencia, sacando lo superfluo e insustancial.

La forma del agua también es una película sobre el cine y los fantasmas que nos preceden. Allí, en esa cinefilia, se anclan las virtudes éticas de una película que se opone a la violencia política sobre las minorías de modo claro y poético. La dimensión queer de La forma del agua se afirma también en la concepción de la heroína como parte de una clase relegada, como lo es la clase trabajadora, que forma una alianza fructífera, como una especie de Armada Brancaleone, con su fiel amiga afroamericana, ambas trabajadoras de limpieza en la base científica militar donde  se realizan experimentos, y su amigo gay (Richard Jenkins en una notable interpretación de frágil humanidad), todos enfrentados a una ciencia moralizante y represora que solo busca someter la diversidad en todas sus formas. De este modo la crítica primigenia acerca de la condición apolítica y deshistorizada de la película no se sostiene ante una mirada que es sin duda es la más personal de los films de Del Toro realizados en Estados Unidos (y que podría pensarse como parte de una trilogía junto a El laberinto del fauno y El espinazo del diablo).

Luego de varios films divertidos pero en los que no se observara la mano del autor, La forma del agua es una vuelta a la Historia en la que se lo ve aguerrido y con ganas de decir cosas que revuelvan el avispero de la moral bien pensante. La declaración de amor al amor sin etiquetas y el triunfo de una sexualidad diversa entre un monstruo y un ser humano, tomando el modelo de La bella y la bestia, da cuenta de un director que tiene para decirnos muchas cosas desde  el formato de la fábula. La escena en la que el monstruo acuático y Elisa hacen el amor es la prueba de los caminos a explorar que en un futuro tiene un cine que incorpore la posibilidad de un deseo no normativizado y en el que el goce pueda pensarse desde una genitalidad no tradicional. Lo más osado de la puesta de escena de Del Toro es que esta historia de amor imposible es filmada desde el tributo al cine clásico, como si nos dijera que hay que ir al pasado para luego dar un salto al futuro.

La forma del agua (The Shape of Water, Estados Unidos, 2018). Dirección: Guillermo del Toro. Guion: Guillermo del Toro y Vanessa Taylor. Edición: Sidney Wolinsky. Elenco: Sally Hawkins, Michael Shannon, Richard Jenkins, Octavia Spencer, Doug Jones y Michael Stuhlbarg. Duración:  123 minutos.

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