Por Nuria Silva

No aclares que oscurece. El notorio aplique sobre la nariz de John Cusack para su papel como Richard Nixon es una clave para entender que las ocho presidencias que trazan el relato de la vida (inspirada, según dicen, en hechos reales) del mayordomo de la Casa Blanca, Cecil Gaines (Forest Whitaker), son ocho cameos en los que las emblemáticas estrellas anulan las efigies políticas que representan. Son máscaras antes que retratos, y el único presidente que no presenta un maquillaje obsceno -John F. Kennedy- es, de todas formas, interpretado por James Mardsen, carita linda de Hollywood. Las complejas circunstancias políticas estadounidenses son abordadas con una simpleza digna de un trabajo práctico de primaria y filmadas cual telefilm de Hallmark o, peor, con tanta mascarita bien podría tratarse de una fábula infantil épica. Ésta es la película sobre la negritud y el segregacionismo más blanca que vi en años, incluso mucho más que la zonza Vidas cruzadas que, al menos, podía ampararse en la excusa de estar dirigida por Tate Taylor, un director ignoto, jovencito y caucásico.

Lo que Lee Daniels filma va en detrimento de lo que pretende contar, la lucha de su propia raza. El discurso es asquerosamente republicano y la forma en que exhibe a sus pares llega a puntos tan ridículamente caricaturescos que molesta. Un tema como el que ocupa a esta película, tocado hasta el hartazgo en el cine, termina por sentirse innecesario y tedioso, pero no por la cuestión en sí, sino por la forma en que es abordado. El mayordomo es, además de prescindible, un agravio contra la comunidad negra estadounidense. De hecho, esta película emocionaría al servil y despótico Stephen (Samuel L. Jackson), pero despertaría el ánimo incendiario de Django (Jamie Foxx). El sentido de obediencia que trasluce el personaje de Whitaker bordea el patetismo, y a través de su mirada queda claro que busca emocionar y serenar el cargo de conciencia de la población blanca, antes que declamar la liberación de los afroamericanos, otrora insultados, perseguidos y asesinados de maneras atroces.


Tan negada está la identidad negra, que la única escena que introduce una dialéctica en principio interesante -cuando padre (mayordomo) e hijo (entonces integrante de los Panteras Negras) disienten acerca de la figura pública de Sidney Poitier- termina atentando inconscientemente contra su propio discurso. Si aquel actor era la imagen viva del negro que los blancos podían aceptar (por atildado y asimilado a la cultura blanca estadounidense), qué decir del desfile de actores negros de El mayordomo, desde el propio Whitaker hasta Lenny Kravitz (¡!), pasando por Oprah Winfrey. Pero tanto el hijo como su novia, también Pantera Negra presente en la cena que encuadra dicho debate, resultan inadmisibles y groseros para las buenas costumbres que Gaines aprendió trabajando para gente tan refinada. Daniels ni siquiera da lugar a reflexionar si el accionar de esta agrupación fue acertado (o necesario en aquellas circunstancias), sino que lo condena inmediatamente con una necedad garrafalmente básica. El enfrentamiento armado es malo porque muere gente. Punto. No hay interpelación posible.
El sueño del afroamericano Forest Whitaker no es el de ocupar un lugar digno en la sociedad, siendo orgullosamente negro, sin desprenderse de sus raíces y conquistando el respeto por serlo. Ni siquiere es el de un Denzel Washington que, a veces, de tan reaccionario se pasa de blanco, que se enfrentaría con mayor nobleza a un Pantera negra, sin sopapo melodramático mediante y, encima, en manos de la jermu. Para narrar este cuento de ascenso racial, Daniels mete mano de lleno en todos los lugares comunes posibles, y a medida que avanza la película empiezan a parecer un chiste de mal gusto (por suerte, porque al menos el extremo ridículo la vuelve más interesante que toda la somnífera primera parte de la película). Gaines, ya anciano, no puede servirle un mísero café a su moribunda mujer, y para demostrarlo Daniels le da a Whitaker un plano grotesco. 


¿Se acuerdan del final de Evolution, que terminaba siendo una descarada -pero sincera- publicidad de Head & Shoulders? Bueno, de la misma manera, y queriendo verdaderamente tomarnos por idiotas, El mayordomo culmina con una campaña abierta a Barak Obama, único presidente que no aparece interpretado por nadie (pucha, yo soñaba con que lo hiciera Will Ferrel), como si las repudiables evidencias políticas que ha dado a lo largo de estos años pudieran ser exculpadas simplemente por descender de una raza históricamente oprimida. «No escucha, no ve, sólo sirve» son las palabras repetidas a lo largo de la pelícua que definen al mayordomo, y yo me pregunto si ese fuera de campo final de las convenciones de Obama no nos pone un poquito en ese mismo lugar.

El mayordomo (The Butler, EUA, 2013), de Lee Daniels, c/ Forest Whitaker, Oprah Winfrey, David Banner, Terrence Howard, Cuba Gooding Jr., 132′.

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