Un crítico francés cuyo nombre ahora no recuerdo se ha referido al tercero en discordia de Viaje en Italia, de Roberto Rossellini, como un tercero no humano que habilita un triángulo amoroso atípico en el que la crisis de la pareja no se debe al adulterio sino a otra cosa. Un cisma profundo, espiritual, acontece en uno de sus miembros, afectando a la pareja como unidad real o aparente hasta entonces, poniéndola a prueba tanto como a cada uno de ellos. En 45 años pasa eso. Aquí es el hombre quien ha convivido con una presencia virtual latente a lo largo de su vida (virtualidad reelaborada por Abbas Kiarostami en Copia certificada), como Ingrid Bergman lo hizo con el joven poeta mártir tomado del cuento de Joyce (adaptado por John Huston en Desde ahora y para siempre), pero tanto el pasado, que vuelve inesperadamente, como el presente son mujer y tienen prácticamente el mismo nombre. Es Charlotte Rampling, entonces, la obligada a mirarse en un espejo cuya imagen intacta, retrato de Dorian Gray invertido, hace estallar a la persona que se desconoce en su reflejo.
45 años es, en efecto, una película de terror. Claro que, salvo en una ocasión, no se vale abiertamente de la semántica del género. Durante un breve minuto la protagonista se levanta en mitad de la noche. Los pensamientos no la dejan dormir. Algo de lo que se enteró durante el día la perturba. Se acerca al lugar de la casa en el que tuvo acceso a la información que desconocía y, mientras pasa su mano por los bordes de una abertura, la puerta a sus espaldas se entorna sin que nada o nadie visible, salvo una corriente de aire, la impulse. 45 años es una película de terror porque, por un lado, nos hace vivir la experiencia de la protagonista femenina, en quien hace literalmente foco de principio a fin, y resulta que ella vive esa experiencia como terrible. Una experiencia -una información y su manera personal de procesarla- que la aísla, que la deja final y absolutamente sola en medio de una celebración y a una edad en la que las posibilidades de empezar una nueva vida no son exitosas o, en todo caso, duraderas.
Esa información que recibimos junto con ella en los primeros cinco minutos de la película también tiene estrecha relación con la historia de los géneros. En principio, es una noticia singular e inusual, un fenómeno raro, aunque físicamente explicable. Sin embargo, los efectos imaginarios sobreviven al proceso de explicación racional, incrementando su potencia. Algo parecido sucede en contadas películas de ciencia ficción en las que, pese al entorno tecnológico del género, el miedo triunfa. La cosa, de John Carpenter, es una de ellas (varias de David Cronenberg también), película directamente relacionada a esta por su punto de partida: el encuentro de algo dentro de un bloque de hielo desbarata el orden social construido hasta el momento. En la película de 1982 ese hallazgo desbarata un campamento que funciona como representación a escala de la humanidad. En 45 años, la vida de un matrimonio, al que no podemos llamar familia en un sentido tradicional por causas que ese mismo encuentro revelan.
El dispositivo fundamental de la película es el foco. Lo que aparece en cámara nítida o difusamente está en relación con los roles y lugares simbólicos en los que cada uno de los miembros del matrimonio van siendo puestos -o se van poniendo- de acuerdo a los efectos que la noticia provoca en ellos y el desenvolvimiento de la información a través de los diálogos. Un ejemplo de ello puede encontrarse en la escena donde Charlote Rampling ve pasar una lancha. Su cuerpo es la frontera que determina las condiciones de visibilidad de ese vehículo en el que, antes que un hombre, va un color. El rojo suele aparecer como un motivo preciso y singular, siempre a su alrededor. Ya no es -¿nunca lo fue?- ni será parte de ella. Le ha sido destinado, en el principio y al final de la película, el azul, frío como el bloque de hielo que ha desatado su tempestad interior.
Hay una decisión espacial especialmente atractiva en 45 años: asignarle al desván el lugar de la revelación. Si hubiera sido en el sótano estaríamos obligados a hablar desde un principio de lo siniestro. En cambio, Charlotte Rampling debe ascender para acceder a un secreto que, sin embargo, no puede soportar. No diremos cuál es, pero hay quienes han visto en la escena de su revelación parcial y potencialmente imperceptible, cuando vemos desde el otro lado de una pantalla las diapositivas observadas por la protagonista, imágenes de muerte, pese a que no hay objetivamente ninguna que pueda ser calificada de ese modo. El secreto que ella descubre allí le resulta siniestro pese a estar en el lugar más alto de la casa, versión interior de la montaña (sagrada). El sótano y el desván, como lo siniestro y lo sublime, como el sueño y la vigilia, como la consciencia y el inconsciente, están conectados y acabamos por encontrar en uno el reflejo del otro.
La dimensión de lo sublime, esa experiencia radicalmente distinta a lo bello porque implica la conciencia del propio aniquilamiento, acecha desde un fuera de campo que restituye lo que estaba en el plano, pero oculto (si “los pisos altos, el desván, son ‘edificados’ por el soñador, que los reedifica bien edificados”, según Gaston Bachelard en La poética del espacio, Rampling también ha construido aquello que descubre). La imagen renuncia a representar la cosa para sugerir su existencia mediante indicios: el viento tratándose de filtrar al interior de una vivienda de campo confortable, el sonido de algún cuervo, la copa de un árbol y el vértice de un quincho, maqueta de montaña, como índices de una naturaleza y de una vitalidad ya ni siquiera geográficamente lejana, sino pretérita. La palabra mentará nubes, alturas, desfiladeros, nieve, relatos de juventud en un discurso -el del hombre- activado por la (im)posible recuperación del pasado. También a través de las menciones funcionales de Kerouac y de Kierkegaard. Nunca sabremos cuál libro del filósofo, que era poeta, ha sido incapaz de leer el protagonista a lo largo de su vida, pero vuelve a mí una frase leída en uno de ellos cuyo título olvidé: «El matrimonio es un animal lento».
No es el matrimonio, en tanto vínculo cuya posible plenitud radicaría en la relación mantenida a través del tiempo exclusivamente entre un hombre y una mujer, el sentido alrededor del cual gira la película. Eso cuya aparición lo altera todo desde el principio de 45 años no es, tampoco, la cosa de la película, monstruo formidablemente amplio y multiforme que, sin embargo, se cristaliza en una diapositiva (no por nada la placa de títulos nos da a escuchar el ruido del aparato proyector sobre un fondo negro que abstrae dicho motivo sonoro de toda imagen para distinguirlo como núcleo conceptual) donde lo que reina es la imagen de una vida coartada. En 45 años una imagen puede ser monstruosa porque conserva y actualiza la muerte, así como también puede ser monstruoso el vínculo matrimonial por lo que tiene de utilitario, por su función puramente reproductiva y como agente de control social, capitalista en este caso. La precisión política es pertinente porque al menos dos mujeres de la película quedan vinculadas a distintos sistemas ideológicos y económicos, de modo que es lícito pensarlas como representantes involuntarias de ellos. Una es la amiga de Charlotte Rampling, conservadora que supo votar a Margaret Thatcher. La otra, conservada en un bloque de hielo, se llama Katya, viene de Alemania y de un pasado en el que el bloque soviético aún existía. En 45 años la cosa también es un fantasma, quizás ahora más fantasma que nunca, ese que sigue recorriendo Europa y el mundo entero desde 1872. Y acaso esa sea una de las explicaciones del color que persigue a la protagonista.
Puede leer un texto de Romina Quevedo sobre la misma película aquí.
45 años (45 years, Reino Unido. 2015), de Andrew Haigh, c/Charlotte Rampling, Tom Courtenay, Geraldine James, Dolly Wells. 95’.
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