
Sin haber leído la primera parte de la trilogía en la que se basa, El silencio de la ciudad blanca, la película, es una historia que ojalá no tenga secuelas fílmicas. Porque, de las otras, tiene bastantes. La primera es que a la hora de elegir una próxima película para ver, el espectador en cuarentena, atrapado en el loop de Netflix, intentará buscar algo diferente. Algo de mejor nivel y lejos del thriller, género al que películas como esta le hacen tan mal. Pero vayamos por partes.
¿Cuál es esa manía de intrincarlo todo? El suspenso es saber administrar la información dada al espectador, es posponer con elegancia una definición. No es enredar, enmarañar, ni plantar pistas falsas con más vulgaridad que un canapé de chorizo; aunque en España, rica en embutidos, quizá se estile. El buen suspenso, el buen thriller, juega con el punto de vista, con los tiempos, incluso puede valerse de pocos elementos en lo argumental, pocos hechos. Pero claro, también los hay de esos con miles de datos, porque quizá la historia lo amerita, como El código Da Vinci, que incluso siguen pasando los años y nadie descubre la manera de derribar semejante mentira cristiana. Pero volviendo a la película, en esta superproducción española a medida que vamos descubriendo información, más nos enojamos y deseamos que termine.
El silencio de la ciudad blanca arranca bien, trillada, con varios clichés, pero el espectador comienza tan desnudo que todavía no se queja. Un policía galán y su jefa coqueteando. Asesinatos rituales en serie que hace veinte años culminaron con el culpable tras las rejas, pero de pronto se vuelven a producir y se plantea el problema: ¿Quién es el asesino? ¿El que está encerrado es inocente? A medida que la película avanza, mientras se atan algunos cabos, la historia se va resquebrajando con giros pedorros y coincidencias injustificables, únicamente sostenidos desde el estilo visual. Aunque la preponderancia estética recuerde al El resplandor de Kubrick, una bonita, fotográfica y pomposa manera de asesinar, quizá, la mejor novela de Stephen King.

La acción transcurre en la ciudad de Vitoria, en el País Vasco. En apariencia un lugar hermoso, aunque podemos suponer que tiene algún recoveco más fiero, peligroso, pero como en la amplia mayoría de las películas protagonizadas por galanes y patrocinadas por multimillonarias empresas, los personajes tienen buen pasar y todo lo disponible para simular ser dueños de esos escenarios. En esta ocasión, esa vocación incluso llega al grotesco cuando, en una de las escenas más ridículas, los protagonistas corren por la Catedral Nueva y el Templo de María “Inmaculada”. Después de la persecución a gamba en Punto Límite, en la que Keanu Reeves persigue a Patrick Swayze atravesando mil hogares en el paraíso de los chorros, sin dudas esta es la más fantástica.
Empezando por el título, siguiendo por las abejas y la coincidencia de nombres, la película es un poco predecible. Aunque a medida que avanza el descalabro, tememos que puedan llegar a ser tan hijos de puta de revelar la identidad del asesino al final sin haberlo presentado antes. Pero no, hay un giro, el más importante, el que destraba todo, que es realmente un insulto, y ayuda a unir todas las piezas vistas. Es como si la película se hubiera pensado a partir de un meme, una de esas boludeces que te llenan el celular de porquerías.
La escena final, no la que precede al fundido a negro sino la que arranca los insultos del espectador, es patética. Tenemos a una mujer acostada a punto de dar a luz; una monja que asiste, y el médico partero. La habitación medio clandestina, pero no lumpen, sino como albergando un acto a escondidas, se mantiene con la puerta cerrada con llave. La mujer, morocha, puja y puja. El médico, pelirrojo, apunta la mirada a su trabajo. La monja, cuasi al pedo como de costumbre. Del otro lado de la puerta, súbitamente llega el padre, morocho. Música de suspense, jua. Cuando por fin la criatura sale… ¡¿Adivinen qué?! Tarán, tarán: ¡es pelirroja! Ahí el espectador astuto, perspicaz, con ojo biónico, resuelve la película. Alejandro Fantino pregunta: “Pará, pará. ¿Vos me estás queriendo decir que el recién llegado es corneta, al médico se le fue la mano, y entonces el recién nacido es el asesino?”. Sí, Ale. Realmente es una vergüenza. Como todas esos memes que ralentizan el celular y terminan siendo eliminados.

El ritmo de la película, gracias a Dios, es rápido. Para la platea hormonal cumple con algunas tetas (nunca una huevo, una pija), una escena ridícula de sexo y un romance trunco. El silencio de la ciudad blanca posee todos los males y vicios que una película debe tener a la hora de pretender parecerse a lo peor del cine yanqui. Ah, y los actores y el director, por plata, hacen cualquier cosa.
Calificación: 2.5/10
El silencio de la ciudad blanca (Estaña, 2019). Dirección: Daniel Calparsoro. Guion: Roger Danès, Eva García Sáenz de Urturi, Alfred Pérez Fargas. Fotografía: Josu Inchaustegui. Montaje: Antonio Frutos. Elenco: Belén Rueda, Javier Rey, Aura Garrido, Manolo Solo, Alex Brendemühl, Ramón Barea. Duración: 110 minutos. Disponible en Netflix.
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