A John Huston no le gustaba el cine lo suficiente y, con todo lo simpático que me resulta (y con lo maravillosas que me parecen The Asphalt Jungle, Wise Blood, Fat City y The Dead), a veces esa displicencia con la que filmaba molesta demasiado. Algo de eso pasa en Las raíces del cielo, aunque lo más molesto de todo es la misoginia estereotipada, burda (la elección de Juliette Greco para el personaje femenino principal no ayuda en lo más mínimo), nada graciosa y anacrónica. Sin embargo, hay un par de cosas interesantes en esta historia de un tipo que se juega la vida para detener una matanza de elefantes. En principio, está Trevor Howard, otro de esos actores que siempre fueron viejos, componiendo a una especie de idealista brusco, mal hablado, algo misántropo y medio loco, que se gana nuestro afecto justamente debido a la suma de esos defectos. El es el protagonista y no Errol Flynn, a quien Huston hace aparecer siempre borracho y cargando la culpa de haber delatado a sus compañeros de regimiento. La muerte acaba siendo una redención para ese personaje cuyo itinerario se asemeja demasiado al del actor fuera del cine, y verlo avejentado en pantalla resulta patético. También aparece Orson Welles como un presuntuoso periodista que, tres recibir una perdigonada en el culo, promociona la causa del héroe desde la radio y la televisión, menos por fraternidad ecológica que por odio a la humanidad. Sólo está en pantalla tres minutos pero eso le sirve para llamar la atención y desencadenar el conflicto dramático, además de que junto a las episódicas y fantasmales intervenciones de Flynn, hacen de la película una ficción agujereada por la que se filtra la realidad, ya que la participación de esos actores resulta ser un comentario sobre sí mismos. Algo de esa índole pasa también cuando aparecen planos documentales de la fauna africana. A pesar de que el technicolor procure homogeneizarlos, late en ellos una singularidad que contrasta con el resto de los planos ostentosamente artificiales (en Wind Across the Everglades, Ray no los domestica y, debido a ello, se integran naturalmente a la puesta en escena de la lucha entre civilización y vida salvaje), y hace de esos desniveles discursivos involuntarios el máximo foco de interés. En la magnífica Cazador blanco, corazón negro, el Huston interpretado por Eastwood es culpable de la muerte de un hombre por querer cazar un elefante justo antes del rodaje de La reina africana. Si ese episodio fue real, no sería extraño que esta película en la que un tipo hace de la salvación de esos mastodontes un sustituto de la fe y la militancia ideológica, haya funcionada para Huston como una expiación. Para una historia de la relación entre el cine y los elefantes, prefiero Elephant Walk, de Dieterle, en la que la presencia de los bichos es una amenza permanente que acecha desde el fuera de campo, y en la que un terrateniente británico recién casado con Elizabeth Taylor prefiere pasarse las noches jugando al criquet en bicicleta con sus amigos.

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