1. Son tiempos de globalización. O sea: ese proceso por el cual las naciones desarrolladas imponen a las más débiles, económicamente hablando, productos propios absolutamente ajenos a la cultura local. Una dosis importante de cipayismo, otro tanto de snobismo, y la obsesión de pertenecer a través del consumo alimentan el circuito. Un proceso que empieza como infiltración psicológica y termina como invasión a secas: cadenas –es decir, corporaciones transnacionales- imponen una cultura del país de origen.
La diferencia fundamental entre este y otros procesos es que la invasión está sustentada en el expansionismo económico. El resultado es la uniformización del gusto y la cultura. Lo que E il cibo va relata es un proceso diferente, absolutamente contrario, que parte de una circulación que nace de una necesidad: no es el interés económico sino el hambre lo que impulsa las oleadas migratorias que llevan consigo las culturas y los saberes del migrante. Lo cual implica que el documental se aferra a una dimensión política: lo artesanal, lo que hacen las manos de los hombres, enfrentado al producto industrial, manufacturado. Despersonalizado, en fin.
2. La comida constituye una de las formas de identificación que el migrante lleva consigo. Es una tradición que intenta sostener. Que el documental se concentre en los inmigrantes italianos podría pensarse como un recurso fácil. Pero no. Debajo de esa apariencia hay una complejidad que se va sosteniendo a lo largo de una hora. Por un lado, porque esa identidad nacional está constituida por identidades regionales que tienen sus particularidades. Por el otro, porque Italia le brinda la posibilidad de explorar la mixtura repartida en dos territorios (Estados Unidos y Argentina) en el pasado. Y porque en el presente es el propio país que funciona como receptor de otras corrientes que traen su cultura al territorio italiano.
3. Es entonces, algo más complejo lo que asoma por debajo de esa superficie que fluye con naturalidad y que se corre de la solemnidad académica anclando en lo descontracturado no carente de humor. Es una mirada que se distancia de la relación causa/efecto para trabajar sobre una idea mucho más potente: la integración. La comida no aparece aquí como un ariete de penetración cultural, sino como un elemento de intercambio que nutre y se nutre del lugar al que llega. Saberes y sabores que se comparten, transformaciones que se cifran en el intercambio y en las características del lugar. Se construye, de nuevo, con lo que hay (¿cómo podrían haber seguido los italianos con su dieta mediterránea en países donde lo que abundaba era la carne de vaca?). La identidad muta, se transforma.
4. La comida funciona en E il cibo va con características similares a las del idioma. Un idioma sin palabras, establecido en la combinación de objetos que también constituyen una forma de contar la propia historia. Un idioma, si se quiere, más universal. Parte de un lugar de origen, es llevado como marca de un grupo social que atraviesa un océano, se convierte en representación de ese grupo, y en el destino termina transformándose. Y allí están para sostener ese doblez, por una parte esas asociaciones que en el país de origen intentan mantener la pureza de ese idioma (“Reconocemos dos escuelas de pizza napolitana: la verdadera pizza napolitana, y la que intenta imitarla”; “Hay infinidad de recetas, pero la carbonara se hace de una sola manera”); por el otro, ese cocoliche, el lunfardo gastronómico, la variante bastarda del idioma de la cocina creada a partir del cruce con otras realidades (“No conozco a nadie que en Italia coma las pastas con carne”).
5. Como consecuencia lógica, lo que irrumpe con fuerza en el documental en ese punto son las nociones de verdadero y falso. Pero lo notable es que esa mirada descree de categorías ligadas a las tradiciones más rancias, al conservadurismo, como también de ciertas modas que, sí, caen también en el snobismo. Hay hasta cierta ternura inesperada cuando registra a esos personajes que desde la península arrojan diatribas contra las imitaciones. “No se pueden hacer cosas ‘a la italiana’ con cosas que no son italianas”, dice uno. “La pizza napolitana es un producto perfecto. Si se la modifica, se la empeora”, dice otro. “El parmesano es una inmundicia americana”, señala alguien más. Pero no hay cuestionamiento, sino un intento de comprender la forma en que funciona ese idioma que otros intentan copiar, transformar, reducir.
6. Y es que al fin de cuentas, la comida es un territorio de conquista también. La imitación produce problemas económicos, al apropiarse del origen y no revelarse como producto sustituto. Cuando alguien señala que la imitación implica “además de un problema económico, un problema de calidad y un problema ético”, vuelve a colocar a la comida en una dimensión que trasciende lo social para entrar en el terreno de lo político. No es casual entonces que se señale que “lo que se hace pasar por italiano es lo más fácil de vender: los productos que tienen la bandera de Italia parecen decir que es algo bueno, aunque no lo sea”. De la pureza a la falsificación se pasa por la apropiación indebida y el engaño. Y todo engaño es político.
7. Del otro lado, los que migraron sostienen la tradición en un camino de varias vías. La estructura familiar, la reunión en un espacio común, el regreso continuo a las comidas que trajeron ellos mismos o sus padres o abuelos, de la Italia natal, por cierto. Pero lo interesante es que en esa dimensión, el proceso de integración no se verifica en la simple aceptación de la comida –y no deja de ser curioso que se afirme que en su época, los norteamericanos pensaban que la comida italiana era mala-, sino en el ingreso de los productos propios en la cultura del otro –las pastas, la pizza como ejemplos más evidentes-. Y que a la vez, esa identidad que se sostiene aún con variantes, funcione como una forma de volver, por los sabores a Italia. De nuevo, la comida como cuestión política más que económica. El cruce de materiales y recetas que tiende a la diversidad y no a la invasión. Al intercambio de conocimientos y no al aplastamiento o la imposición de un gusto globalizado.
8. En ese equilibrio entre los idiomas, en ese camino de idas y vueltas entre el origen y el destino, es que se mueve E il cibo va. Tal vez el resumen de ese recorrido se encuentre en Fabio, ese cocinero italiano de paladar sensible desde la niñez, cuya madre siembra peperonchinos en la terraza de su departamento, para molerlos después cubriendo su boca con un pañuelo de Versace. Allí, en ese restaurant en el que invita a los gritos a no hacer fila, a servirse la comida que acaban de preparar, dice que la cocina es “una música maravillosa, compleja y fascinante”, y que los italianos, “fuimos capaces de captar todo y hacerlo nuestro”. De eso se trata, al fin de cuentas, una cultura.
E il cibo va (Argentina/Italia, 2018). Dirección: Mercedes Córdova. Duración: 65 minutos.
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