Teresa (Paulina García) tiene 54 años, a los 20 vino de Chile a la Argentina para trabajar como parte del servicio doméstico de una familia de Buenos Aires. Atareada con el cuidado del pequeño niño Rodrigo, haciendo las camas, lavando ropa, Teresa se pasó la mayor parte de su vida viviendo para servir. Cobraba un buen sueldo, estudió Enfermería para terminar ejerciendo la profesión de forma doméstica en su trabajo eterno. Treinta y cuatro años después, cuando la familia decide vender la propiedad, Teresa acepta ir a San Juan para trabajar allí en la casa de otro miembro de la familia, logrando así conservar su trabajo. Este viaje la coloca frente a lo imprevisible: a mitad de camino, un desperfecto en el micro la obliga a esperar en una feria, allí se enreda con “Gringo” (Claudio Rissi), un comerciante ambulante, y durante la búsqueda de su bolso perdido, sucederá un breve romance que le revelará una nueva forma de comportarse frente a la vida (?).

En definitiva, Teresa, empleada doméstica, no vivió porque estuvo 30 años al servicio de una familia pudiente. No tuvo hijos, cuidó como suyo al niño de otras personas. Teresa no tuvo vida, porque se la ofreció a otros. Vivió 34 años con un agrio disgusto, y ahora que su amado Rodrigo es grande, tiene barba y se pone la camisa adentro del pantalón, Teresa ya no es útil. Nunca viajó, ni tuvo una relación con un hombre, por eso les escapa, manteniendo su aflicción; Teresa va a aprender que si no se vincula, si no conoce nuevos espacios, su vida está agotada.

La película intenta regir las situaciones bajo un acercamiento a la subjetividad impasible de Teresa, pero la condición apremiante de concretarse en su mirada termina siendo más alienante que conmovedora, porque todo lo enmarca dentro de un dramatismo rancio. Nos ofrece un reparo para el malestar de sus propias respuestas concretas, circulamos en la aridez del desierto a través engranajes centrales que nos llevan a los lugares comunes, eficaces, funcionales. La congoja de sus personajes, aletargados en la sombra de sus improbabilidades, no nos permite conocerlos en profundidad. Las interpretaciones se ven enmarcadas en personajes lavados, diálogos pronunciados de memoria, pausas demasiado artificiales que no generan la incomodidad que se proponen.

Su estructura funciona, todo es correcto, la rigurosa puesta en escena es digna de ser incluidas en la programación de Cannes, sin embargo, el increíble trabajo conjunto de fotografía, arte y vestuario, se ven comprometidos por una amargura moralizante que decanta en un optimismo pasajero, intrascendente y degenerativo. Sus personajes, bellos pero artificiales, cargan con el remordimiento de un pasado desabrido, pero del que ignoramos su esencia. Llevan a cuestas su incomodidad para relacionarse con una nueva vida, produciendo una identificación tan feroz que nos deja completos, acabados, terminados.

La novia del desierto (Argentina/Chile/Ecuador, 2017), de Cecilia Aitán y Valeria Pivato, c/Paulina García, Claudio Risi, Martín Slipak, 78′.

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