Por Marcos Rodríguez

Durante casi cuatro horas Wang Bing nos somete casi exclusivamente a las palabras y los gestos de los locos. No hay narradores ni carteles, casi no hay doctores, apenas aparece cada tanto algún familiar: la cámara de Wang se encierra y nos encierra en un asilo mental del sur de China, pegados a la vida diaria, a las noches de insomnio interminables, a los encuentros y los diálogos de estos hombres que viven en malas condiciones, encerrados contra su voluntad.
La cámara de Wang es ligera: el registro digital, liviano, pequeño le permite seguir a los pacientes de cerca, correr detrás de ellos, entrar y salir de los cuartos por los que se mueven con lógica maniática. Los pacientes cada tanto miran a cámara, pero siguen con sus vidas, hablan entre ellos, entran y salen de sus camas una infinidad de veces. Con los minutos vamos conociendo este lugar: un piso pequeño, descuidado, en un edificio de geografía extraña, con un gran hueco en el centro al que da el pasillo corrido y enrejado en el que los pacientes pasan la mayor parte de tiempo. La única información que tenemos durante el metraje son carteles que aparecen cada tanto y que indican el nombre de un paciente y cuánto tiempo lleva internado. Muchas veces, al presentar un paciente, Wang lo sigue durante un tiempo, en una situación particular, y después pasa a otro.
El centro de esta película es la duración: los planos se extienden el tiempo exacto para cubrir las acciones mínimas de los pacientes, que vemos completas. Después, sin transiciones, la cámara nos lleva a otro lado, posiblemente a otro personaje. Hacia el final, cuando la mayoría de los personajes principales fueron presentados, empezamos a ver los cruces, las convivencias, los diálogos, incluso hasta la relación entre uno de los pacientes y una paciente que está encerrada en el piso de abajo.
Recién al final, después de estas horas de convivencia resumida, Wang pone un cartel que explica las circunstancias en las que se filmó la película y permite que se filtren sentidos políticos en este espacio que estuvimos recorriendo.
Hasta que la locura nos separe (Feng ai, Hong Kong / Francia / Japón, 2013), de Wang Bing, 228’.

Por Marcos Vieytes

Mi dulce pueblito, Alondras en un hilo y Trenes rigurosamente vigilados, tres películas checoslovacas dirigidas por Jiri Menzel que vi hace 20 años, me bastaron para hacer de la Checoslovaquia fílmica un país a mi medida, de mujeres con cuerpos robustos y curvas generosas, portadoras de un erotismo menos gritón que el italiano, ideal para la hora juguetona, soporífera y clandestina de la siesta. Autocomplaciente imagen -armada al margen de los amores de una rubia de Forman, las locas margaritas experimentales de Vera Chytilova, o el fondo absurdo de la episódica perlita de Jan Nemec- con la que me reencuentro parcial e indirectamente en esta película en la que un padre registra en su diario la primer seña particular de su bebé de meses: “perezoso como un sapo”.
La película de Trestiková es la puesta en imágenes de ese diario que empezó a escribir un esposo y padre de familia checoslovaco cuando nació su primer hijo en 1974 y continúa hasta hoy, con la particularidad de que la directora, amiga de la pareja, los filmó desde entonces. Las imágenes de ellos que, con el paso del tiempo también surgen de filmaciones caseras, se alternan con registros televisivos que giran alrededor de tres ejes conceptuales: el acontecer político que deviene histórico, la omnipresencia en la escena pública del cantante popular Karel Gott, y noticias sobre astronautas. Los tres recortes obedecen a razones domésticas, como la fascinación del hijo mayor por el espacio, que instalan la mirada cotidiana, civil, hogareña (¿también oficial, mediática, no especializada, incluso ingenua?) que se tiene de la vida extramuros o de la cosa pública como cifra del todo, de ese universo privado del título. Por eso la película empieza con esa clase de imágenes dentro del marco de un televisor antiguo al que la cámara se acerca, y que termina ocupando todo el encuadre.


El tono del diario familiar es el amable y afectivo de la voz del padre que lo lee en la actualidad. El amor doméstico de esta familia no comunista en un ámbito provinciano, por más que buena parte de la película transcurra en Praga, prima sobre cualquier otro tipo de consideración, e incluye el reconocimiento de la madre sobre las convenientes condiciones de estabilidad dadas por el comunismo para criar una familia, la liberal y nada dramática actitud de la familia ante el cultivo y consumo de marihuana por parte de su hijo, gran protagonista de la segunda mitad, así como la satisfacción de un hombre contento que, al preguntarse si hay algo mejor que cumplir 54 años, instala una especie de absurdo radicalmente cotidiano. Esta suerte de álbum familiar filmado no aburre jamás porque la dosificación dramática nos involucra gradualmente como en las mejores ficciones convencionales, así como el comienzo con un parto nos instala de inmediato en el relato de un ciclo universal jamás usado para postular y sostener reducciones ideológicas, sino corrientes afectivas que fluyen incluso a lo largo de los créditos.

Universo privado (Soukromý vesmír, República Checa, 2012), de Helena Trestiková, 83’.

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