Cuando era chico, la radio y la televisión –medios masivos por antonomasia- construían prototipos sociales. Identificaciones de personas o personajes con determinadas funciones o trabajos a los que representaban con su solo nombre. Verdaguer era el chiste subido de tono, Landriscina era el contador de cuentos, Chasman el ventrílocuo. Y Raúl Rossi era Papá Noel. Calzarse todos los años el traje de Santa Claus era una condena que Rossi aceptaba. Y todo porque entre finales de la década del 50 y comienzos de los 60 había protagonizado Todo el año es navidad en formato televisivo, y luego, como una derivación, la película en la que Papá Noel era enviado a la tierra antes de la navidad. Pasaron los años y todo cambió. Las generaciones posteriores ni siquiera saben quién fue Raúl Rossi. Papá Noel, a su vez, dejó de tener una representación reconocible para ceder paso a un anónimo que se comenzó a imponer desde la iconografía de una bebida gaseosa. En tiempos de dispersión de imágenes, Papá Noel se multiplicó y se volvió, paradójicamente, un personaje anónimo, una representación que se reproduce una y otra vez como un modelo sobre el cual las variantes se minimizan.

Si el proceso que seguía la película de Román Viñoly Barreto es el de la construcción de una figura humana a partir de la de un Papá Noel que “abandonaba los hábitos” para perderse en la multitud, su consecuencia lógica fue la de hacer del actor la representación de un personaje. Todo el año es navidad, el documental de Néstor Frenkel, no comparte el título por mero capricho ni por tomar algunas escenas de aquella película original para un puñado de momentos puntuales, sino como punto de partida para recorrer el camino inverso. Si allí el Papá Noel/personaje se despojaba de sí mismo para volverse uno más en la multitud, en el documental de Frenkel se sigue el camino que lleva a los seres anónimos a convertirse en el personaje. Camino en el que lo que menos importa es el proceso de transformación –que se produce abruptamente de una escena a la otra– y donde todo parece centrarse en las razones por las cuales alguien asume el lugar del ícono mayor de las navidades.

Una lectura superficial sería la siguiente: Frenkel muestra otra vez una galería de freaks puestos en relación a partir de la representación que realizan, lo cual implicaría inducir a la idea de repetición, si se toma en cuenta la obra anterior del director. No hay que negar que Frenkel tiene un ojo incomparable para encontrar y filmar a este tipo de personajes. Pero sí, sería una lectura superficial. Lo que hace el documental no es solamente darle una cara a Papá Noel, sino desmontar aquella idea de los prototipos que mencionaba al comienzo. Si el ícono es uno y se apuesta a la semejanza, lo que se hace es deconstruirlo a partir de las diferencias. Si la apariencia apunta a ciertos rasgos similares entre quienes encarnan al personaje –piel blanca, ojos claros, pelo y barba larga y blanca– es justamente lo que se corre de ese lugar lo que pone en evidencia que detrás de una imagen construida, hay detalles que los diferencian y los permiten rescatar del anonimato del igual. Lo que hay detrás del personaje entra en el documental en un contrapunto notable con lo que hay detrás de lo navideño: cada vez que vemos un nuevo personaje, Frenkel antepone la construcción de una escenografía navideña en centros comerciales, que solo se diferencian en las formas y que no son más que maquetas en una escala mayor. Los hombres que encarnan a Papá Noel pueden verse –y quizás en un punto lo sean– como representaciones al límite de lo bizarro, corridos del eje de la apariencia de normalidad. Lo que hace Frenkel es, nuevamente, invertir la mirada y de alguna manera dejar aunque sea en un segundo plano, la duda: ¿Y si lo bizarro es esa reconstrucción de luces, cartones y plástico que invade vidrieras, negocios y paseos comerciales y lo que verdaderamente tiene vida es eso que creíamos simples representaciones?

Los Papá Noel exhiben sus marcas y sus diferencias de origen antes que lo que los agrupa. Un fanático de los duendes; un pintor y plomero ocasional; un profesor que hace Papá Noeles en cerámica; un experto en seguridad y en jiu-jitsu; el encargado de una ferretería; un actor especialista en representaciones medievales; un militante de un partido de izquierda: en todos conviven una serie de elementos que son los que los hacen más interesantes que el lugar del que parten. Ninguno lo siente como un trabajo –aunque lo sea– o una carga. Hay un placer personal, una gratificación que los lleva a ponerse la pilcha un mes al año: hay algo en ese contacto con los niños –¿y con el niño que alguna vez fueron?– que se sobrepone a toda contradicción y a todo el negocio que los involucra. A fin de cuentas, cuál es la contradicción entre ese militante del PST en las marchas políticas y el que se deja abrazar por los niños del comedor popular al que llega como Papá Noel. Cuál, la de ese ferretero que se hace un espacio en su rutina para volver a ser el personaje desde el teléfono y llamar a una de las niñas a las que saluda año tras año. Lo notable es que, en la medida en que la película se afirma sobre sus personajes, despegándolos de lo que representan, más se percibe la necesidad de sostener la fantasía, entendida como esa irrupción de lo imaginario en lo real (y que la escena de la feria medieval ejemplifica, mostrando en una misma imagen, en diferentes planos, a chicos con sus skates y a adultos vestidos como en la Edad Media). Fantasía que hay que sostener en la contrariedad (es maravillosa la anécdota que cuenta uno de ellos, cuando una nena lo acusó de impostor), pero sobre todo con los artilugios de la misma representación: teñirse el pelo y la barba de blanco, cuidar el aliento, los posibles olores, poner una voz que se salga de lo cotidiano. Impedir, en fin, que lo real intervenga en un territorio que no le pertenece.

Lo que hace diferente a la película de Frenkel es esa decisión. No la de construir un catálogo de personajes extravagantes, sino lo que hace con ellos, con la forma en que consigue generar empatía en el espectador, con quienes pueden parecer muy diferentes, pero en el fondo no lo son. Y en la resignificación de la idea de la navidad desde otro lugar, apartado de la celebración rutinaria, familiera y comercial, para verla como la pasión de un puñado de hombres que, sí, claro, después del documental, uno termina convencido que parecen haber nacido para vestir las ropas de Santa Claus.

Todo el año es navidad (Argentina, 2018). Guion, dirección y edición: Néstor Frankel. Fotografía: Diego Poleri. Duración: 76 minutos.

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