Mientras en la pantalla en negro van corriendo los títulos, la banda sonora nos coloca ante un diálogo que pone en claro, desde el vamos, cuáles son las coordenadas para entender a Yo, Daniel Blake. De un lado, un hombre a quien no conocemos aún ni por su apariencia física ni por su nombre –en el que quizás sea el planteo más universalista de toda la película-, respondiendo preguntas. Del otro, un sistema, en el cual la persona que lo representa –una “profesional de la salud”, según dice, tomando para sí el lenguaje del propio sistema- no es más que un engranaje que no lo justifica sino que lo sostiene. Un sistema que con sus intermediaciones más o menos tecnológicas –cartas, mensajes en la casilla de voz, llamadas telefónicas, Internet- despersonaliza, casi como único objetivo. No es casual que, con la excepción de quienes atienden en persona, no haya nombres propios: incluso “el decisor” no tiene nombre ni fisicidad, es como un ente que está más allá del conocimiento del hombre común (en cierto sentido “el decisor” es como “el rey”, no necesita de un nombre definido en ese esquema).

La apuesta que asume Loach, como en casi toda su filmografía, es construir una respuesta al sistema desde el retrato de las personas, desde un proceso de re-personalización de los individuos. La diferencia que establece Yo, Daniel Blake respecto de otras de sus películas es la renuncia a la constitución de una épica social basada en su personaje central. Y también, un rechazo a la historia amorosa que se entreteje para sostener esa épica –y que en algunos casos terminaba debilitándola, como ocurría en Carla’s song (1996), Bread and roses (2000) o Ae fond kiss (2004)-. De allí que en esos casos, el cine de Loach, más que resentirse, se haya tornado anacrónico. Esa postura de idealizado romanticismo en torno a lo social puede haber funcionado en el clasicismo cinematográfico, pero en la modernidad y en Europa, termina agotándose por su angostamiento de miras. Yo, Daniel Blake parece, en cambio, retomar la línea de otras películas de Loach, como Raining Stones (1993) o Ladybird, ladybird (1994), en las que el realismo no estaba contaminado de esa idealización, lo cual permitía  ingresar de forma plena en los modos y reacciones de un grupo social ante la despersonalización.

De allí que el cine de Loach funcione mejor cuando se asume como un intento de descripción que como una narrativa. Es que su territorio es el de las ideas, no el de las historias, lo cual hace que aquellas predominen incluso cuando funcionan como declaraciones de principios, aprisionadas en algunos casos en la altisonancia que pretende emular las luchas obreras de comienzos del siglo XX. Yo Daniel Blake funciona tanto mejor en su primer tramo porque no recarga las tintas. Entiende que no se necesita que Daniel (Dave Johns) explicite el funcionamiento, sino que alcanza con ponerlo ante la cotidianeidad del sistema para comprenderlo en toda su dimensión. Esa descripción de la Inglaterra del siglo XXI es más efectiva mientras menos explícita, al punto de construir a la Oficina de Pensiones y Empleos como un espacio casi terrorífico, en tanto funciona desde una corrección vacía que se impone como norma que apunta a no resolver los problemas que se exponen.

La representación de ese sistema es un Estado entendido desde un espacio de cierta ambigüedad. Hay una sensación continua de presencia en tanto estructura, pero de ausencia en cuanto a sus funciones. La delegación de esas funciones vía tercerización implica el ingreso de los intereses privados –y sus negocios- en el control del sistema (“Ustedes van a ser privatizados también” le grita un presunto homeless a la policía que se lleva detenido a Daniel). Puede resultar curioso, pero mientras veía la película de Loach recordaba la forma en que el cine rumano de los últimos años ha insistido con la representación del Estado desde otro lugar, menos incómodo de lo que podría parecer. Películas en apariencia disímiles como Graduación (Bacalaureat, Cristian Mungiu, 2016) o El tesoro (Comoara, Corneliu Porumboiu, 2015) construyen la idea del Estado como una presencia que se mantiene fuera del campo narrativo pero ejerciendo una carga sobre la vida cotidiana. El Estado en ese cine rumano es la continuación de la corrupción del pasado que proyecta su sombra ominosa, inoculándola en el tejido social. Pero nunca es el enemigo. Para Loach, el Estado es algo más complejo en tanto funciona como mecanismo de aniquilación de los desprotegidos, exigiendo hasta el absurdo (demostrar que se busca trabajo para conseguir una pensión por no poder trabajar por las consecuencias de un infarto), pero provocando una reacción en los personajes, que sostienen su dignidad y exigen la persistencia de sus derechos enfrentando el ejercicio burocrático. Si hay algo de idealismo en este planteo, Loach lo equilibra con un pesimismo que se deriva de la desigualdad de fuerzas y de los resultados finales de la lucha diaria (no resulta extraño, por otro lado, la desaparición de la figura de los sindicatos como instancia de intermediación, lo que se pone en mayor evidencia incluso en Dos días, una noche (2014) de los Dardenne).

Esa descripción, no obstante, tiene una contraparte que pone a la luz lo que suele permanecer invisible: la existencia de una red de contención social que funciona como un anticuerpo del sistema. El simple hecho de comprender el lugar que ocupa el otro y las necesidades que lo acucian. Las limitaciones de Daniel ante el universo tecnológico encuentran un cauce de salida en su joven vecino China (Kema Sikazwe) o en los habitués del cyber. La desesperación de Katie (Hayley Squires) trasplantada a una ciudad ajena con sus dos hijos y sin trabajo, encuentra refugio en la ayuda de Daniel, en la comprensión de la mujer que la ayuda en el Banco de Alimentos, en la actitud del administrador de un supermercado. En ese tejido confía Loach para sostener a sus personajes y para lograr, especialmente en la relación paternal que se establece entre Daniel y Katie y por consecuencia con los hijos de ella, una emotividad genuina de la que su cine parecía haberse desprendido hace tiempo.

Sin embargo, los problemas de Yo Daniel Blake aparecen cuando Loach tiene que abandonar esa dimensión descriptiva para hacer avanzar la estructura narrativa. Es allí donde a la potencia de los personajes centrales le opone cierto maniqueísmo en la caracterización de algunos secundarios –en especial, el excesivo contraste entre dos empleadas que lo atienden, la estricta Sheila (Sharon Percy) y la comprensiva Ann (Kate Rutter)-, a lo que se suma una poco creíble identificación de los transeúntes con Daniel en la escena del graffiti, la única que tiende a caer en una épica innecesaria. Cuando Loach debe avanzar en la resolución de la historia da pasos en falso al abandonar la cotidianeidad  como eje del drama para desplazarse a la excepcionalidad. Lo previsible surge como síntoma de la caída en el lugar común, en la resolución fácil. La escena del supermercado, que debía centrarse en la reacción del administrador, se cierra con la actitud del encargado de seguridad, cuya única función es encontrar un enlace al destino que elegirá Katie. De la misma forma resulta previsible el final en la audiencia, desde el preciso momento en que Daniel se levanta después de hablar con el abogado. Aunque por cierto, el momento de mayor torpeza del relato es la forma en que Daniel se entera del trabajo de Katie, a través de un papel caído en la entrada del departamento.

En ese tramo final, Loach trabaja sobre una estructura de pequeñas escenas que se cierran, con cierto pudor y equilibrio, en fundidos a negro. Ese recurso le permite no estirar innecesariamente las escenas de cierta intimidad entre los personajes, pero termina poniendo en cuestión al relato mismo. Las elipsis entre esas escenas no trabajan la consecución de la historia, sino que proponen saltos que dejan huecos inexplicados en el entramado y que debilitan la apuesta que lleva adelante en la primera mitad del film, en la que los hilos de lo cotidiano y la relación entre los personajes guiaban al espectador por el camino de su drama. Lo que queda al desnudo en ese tramo es, más que las consecuencias del sistema sobre el cual se posa la mirada cuestionadora, las dificultades de Loach para cerrar su historia sin el apuro y la impaciencia que denotan y confiando, como lo había hecho en buena parte de la película, en sus personajes.

Yo, Daniel Blake (I, Daniel Blake, Inglaterra/Francia/Bélgica, 2016), de Kean Loach c/Dave Johns, Hayley Squires, Briana Shann, 100′.

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