Contaba Bernardo Bertolucci en su libro de entrevistas con Enzo Ungari y Donald Ranvaud que cuando le preguntaban a Raoul Walsh sobre su cine de manera levemente teórica eludía toda abstracción y respondía con anécdotas extrañas, inexorablemente narrativas. “Quisiera poder hablar de cine como lo hacía Walsh –reflexionaba Bertolucci-, sin temor a contar anécdotas, utilizando la primera persona, sin pudor y con gran cariño por esos absurdos a los que soy tan aficionado. Sé que esto puede resultar ofensivo, porque en Italia el deseo secreto, pero evidente, de los críticos es un director mudo que haga películas y esté callado. Yo, personalmente, encuentro apasionantes las reflexiones de los cineastas sobre su trabajo, tan primarias a veces que rayan lo sublime, tan magníficamente parciales, delirantes o embarazosas hasta el punto de causar vergüenza, pero verdaderos complementos de su cine, palabras líquidas que lavan el cuerpo de las películas”.

De ese intento narcisista de tomar la palabra allí donde parecía inadmisible nació Partner (1968). Además del ideario político del mayo del 68, de la herencia godardiana, del rabioso deseo juvenil de concentrar la atención en medio de eclosiones diversas y contradictorias, se oyeron los gritos de su Giacobbe escindido –interpretado por el buñuelesco Pierre Clémenti-, su discurso explícito y reiterativo, sus anécdotas curiosas y esquivas. Bertolucci le había perdido el respeto a ese silencio que se esperaba de él y sus personajes, y filmaba una película imperfecta, estridente, para algunos inaceptable, pero que lograba escenas geniales. Ahí estaba ese interminable paseo en auto en el que el ¿doble? del sumiso Giaccobe  excitaba y repelía a una jovencísima Stefanía Sandrelli mientras su arrendador y lacayo Petrushka hacía el ruido del motor con resoplidos; y también aquella en la que Clémenti bailaba con Tina Aumont entre la espuma de un moderno lavarropas al ritmo de la Splash! de Ennio Morricone y Peter Boom hasta asfixiarla en un silencio agónico que inundaba el plano junto a las burbujas. Partner era algo más que un ejercicio de estilo de su director o una declaración de principios. Era el final de una época, la exégesis de una frustración y la clausura de una etapa vital para el propio Bertolucci.

Mientras miraba Es solo el fin del mundo de Xavier Dolan, tan resistida por su propensión al griterío  y su catarsis de manual, pensaba que tal vez ahí había una rara evocación de aquel lejano y sonado traspié del joven Bernardo. Tal vez en apariencia Es solo el fin del mundo y Partner no compartan demasiado –pertenecen a dos épocas dispares, una plena de consignas y voluntades expresadas, otra aparentemente carente de ellas, y de otras tantas cosas- pero hay un gesto que comparten, un estruendo –en realidad-, una ostensible falta de pudor y un onanismo brutal. Dolan, luego de ser consagrado como la gran promesa de los nuevos aires que parece demandar el circuito de festivales, como ese niño prodigio que mata y resucita sus propios fantasmas para poder pisar el mismo suelo que Godard, reúne a cuatro grandes figuras del cine francés (Gaspard Ulliel, Vincent Cassel, Marion Cotillard, Léa Seydoux) en la puesta opresiva y asfixiante de una pieza teatral que narra el regreso de un hombre a su pasado, antes del ingreso definitivo al mundo de los muertos. Es solo el fin del mundo conjuga todas las incorrecciones posibles: franceses gritando, infancias bucólicas, machotes golpeadores, mujeres grotescas o sumisas. Un cóctel impensado e imposible que traslada esa omnívora deglución ya evidente en su obra canadiense a las puertas del cine de producción europea (una especie de compañero bastardo del mainstream estadounidense).

Uno puede imaginarse a Dolan como aquel frustrado Pierre Clémenti de Partner intentando seducir a fuerza de locura y delirio a unos espectadores impávidos ante su espectáculo de live theatre. “Theathe, theatre, theatre” vociferaba enajenado Giaccobe, sabiendo que su grito rebotaba una y otra vez en el vacío. Casi cincuenta años después, Dolan impone su mundo en la pantalla y confina su drama escénico a un laberinto grotesco –en el mejor sentido de la palabra- en el que la acumulación feroz termina por resultar liberadora. Sus planos casi quirúrgicos y la casi nula distancia focal hacen que su presencia se filtre a través de nuestros ojos, se impregne en nuestras narices, la sintamos en la humedad de la boca. En tiempos de laconismo y ambigüedad, Dolan martilla el sentido de sus encuadres sustrayendo al tiempo de toda ansiedad. Su infinita despedida, eterna y circular–la de su personaje de la vida, de la gloria insuficiente que había conseguido; la de él como director de esa forma de hacer cine adherida a su ego juvenil-, estira el tiempo hasta el límite y se regodea en sus suspensión histérica, rayana en la alucinación.

Si Bertolucci acumulaba símbolos (la bandera del Vietcong, consignas como “la imaginación al poder”) y citas cinéfilas (las escaleras de Odessa, el scope saturado de colores de El desprecio), Dolan desgaja un imaginario propio, nutrido de la recurrencia de lugares comunes propios del melodrama, de las fantasías infantiles, de los consumos culturales que hoy adquieren claro sentido político. Porque es en esa casa familiar fruto del ascenso social donde el alter ego de Dolan fracasa en encontrar su pasado idílico, aquel inspirador de sus prestigiosas obras teatrales. Esa mediocridad en la que su madre se pintarrajea para emular a la drag que podría ser la estrella de sus historias, o en la que su hermana se consume alternando porros y resignación, es la que no quiere ver el artista, ahora sensible y sofisticado. Esa medianía es la negada, la que los gritos imponen de manera explícita y agobiante, la que resulta la versión afrancesada de la familia de Nino Manfredi en Feos, sucios y malos, sin poética ni mítica alguna. De ese pozo grisáceo salen esos alaridos, esas rabietas que nadie quiere ver ni oír. De ahí salen también esas escenas que, como las de Partner, sorprenden y desconciertan: aquella en la que Marion Cotillard no para de hablar de sus hijos con una cadencia desesperante, la escena confesional entre Nathalie Baye y Gaspard Ulliel, o aquella otra en la que Léa Seydoux estalla contra el verdugueo infantil y lacerante de su hermano en plena mesa familiar. Hay ahí una incomodidad que se prolonga hasta el absurdo, hasta romper esa barrera autoimpuesta de lo debido en el arte y en la vida.

Los personajes de Dolan, por un camino oblicuo e impensado, evocan ese espíritu vulgar que tenía la muerte en la ópera prima de Bertolucci, aquella en la que se diferenciaba de la santidad pasolineana. En La cosecha estéril (1962) la muerte es una muerte en minúsculas –como decía el mismo Bertolucci- es apenas el paso del tiempo, el disgregarse de las horas, lo cotidiano de unos personajes que no tienen ni el destino ni la vocación de pasar a la Historia. Y Dolan le asegura a su Louis moribundo que no hay gloria alguna en esa reunión familiar soñada. Todo es berreta y nauseabundo como era en esa infancia que ahora quiere idealizar. Todos se convirtieron en la peor versión de sí mismos, esa que su imaginación adiestrada no quería recordar. Pero sus gritos se lo recuerdan. Y con ellos también Dolan nos recuerda que, aunque filme en Francia, ahí está la verdadera fuente de su cine.

Partner (Italia, 1968), de Bernardo Bertolucci, c/Pierre Clémenti, Tina Aumont, Stefanía Sandrelli, Sergio Tofano, 105′.

Es solo el fin del mundo (Juste la fin du monde, Canadá/Francia, 2016), c/Gaspard Ulliel, Marion Cotillard, Vincent Cassel, Léa Seydoux, 97′.

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