Tengo que ir a un velorio”, le dice Julián a Irene. Y no le miente, porque Vildrac acaba de morir y porque a esa mujer no hay forma de engañarla, lo sabe todo desde el principio. Pero como en Invasión no hay «acontecimiento estético del uno», según señaló -con razón- David Oubiña, la frase tiene la ambigüedad clásica de la tragedia y encierra el simbolismo de la duplicidad verbal que recorre toda la película de Santiago: Julián dice la verdad y al mismo tiempo habla de sí mismo. A esa altura la milonga de Manuel Flores ya ha sido cantada por el doctor Silva y los personajes se encaminan de a uno hacia la muerte. No hay mandato ni obediencia, sino involuntaria convicción: “mejor así. Uno se cansa de esperar”, dice Herrera cuando Don Porfirio le advierte de la inminente entrada de los invasores a la ciudad.

Santiago se fue sin decir adiós, metafórica y literalmente. No solo porque aún le quedaba una película por hacer que iba a cerrar la trilogía iniciada con Invasión en 1969 y continuada por Las veredas de Saturno en 1986, sino porque esa película también iba a llevar por título esa sentencia final de despedida. Ya no va a ser, ya no la veremos. Pero ante el lamento por la obra inconclusa no queda otra que aferrarse a lo concreto, a lo que sobrevive al hombre y lo justifica como tal, que en este caso, justamente, son las películas y los gestos que ellas encierran.

Santiago se fue sin decir adiós, y como su deriva es ajena a nuestro conocimiento, solo nos queda imaginar un viaje posible, un último enfrentamiento, y acá nos gusta pensar al director enfrentando ese dolor de “decirle adiós a la vida” con la misma entereza con la que su (anti)héroe lo hacía en Invasión, con ese gesto lleno de estoicismo, con esa corrección del cuerpo que duraba apenas un segundo pero que definía su carácter aristocrático y romántico para pararse frente al umbral de la muerte que lo aguardaba detrás de esa puerta. No debe haber un gesto similar en ninguna otra película argentina.

Nos gusta pensar, ahora, porque justo la cruzamos por estos días y porque la cinefilia nos permite siempre la libertad de la asociación, en esa road movie crepuscular que es Vanishing Point, donde también hay un mundo que se viene abajo y que desaparece junto con su protagonista: allí está Kowalski, dirigiéndose a toda velocidad por la ruta, yendo al encuentro de su destino fatal, con esa semi sonrisa que su cara descubre y que un segundo antes del impacto, de manera casi imperceptible, se borra por completo. Nos gusta pensar en ese melodrama glacial que es Titanic (otro mundo desaparecido) pero no en Jack o Rose, sino en ese hombre de galera que ante lo irreversible de la tragedia decide mantener el hábito de beber su brandy hasta el final. Nos gusta pensar en el miedo cubriendo el rostro de ese hombre cuando el agua empieza a penetrar en el barco. La valentía, en ambos casos, como también en Invasión, no prescinde del temor.

La muerte es cosa seria y Herrera lo sabe y lo dice. Pero Santiago nos perdona su cara en ese instante último, acaso por la herencia bressoniana de quitar toda inflexión, todo gesto enunciativo que subraye el sentido. A cambio, nos regala el cuerpo entero de un hombre en el momento final de su vida que es todo un discurso, toda una postura, toda una forma de la resistencia.

Santiago se fue sin decir adiós. Se fue de día. Y acá también nos gusta pensar que se fue como Moreira, enceguecido por un sol tremendo y por ese chorro de sangre que le caía por la frente; que se fue como el viejo Reales, envuelto en el alcohol y el sueño de su propia despedida, y que se fue como su Julián al abrir esa puerta en la cancha de Boca: de pie, pisando el suelo con determinación, dejando marcada su presencia para siempre.

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