I.- La onomatopéyica aldea de Knockemstiff (en adelante Knock) no solo es una ínfima población de cuatrocientos habitantes ubicada en el estado de Ohio; también, desde que, primero la novela de Donald Ray Pollock y ahora la película de Antonio Campos la recrearon, es parte de una geografía tan ficcional como el condado de Yoknapatawhpa, fundado para la literatura por William Faulkner. Las conductas de los habitantes de Knock, sus taras, sus miserias y sus hábitos diarios, pertenecen al territorio de la ficción, pero, como en toda obra de cualquiera de las siete artes, guardan una relación más o menos cercana con la realidad que evocan. Por eso la cadenciosa simetría de violencia, muerte y religión que se distribuye en el círculo de su estructura, connota a la realidad perpetua del sur estadounidense (aunque Ohio pertenezca en realidad al medio oeste), vista aquí como parte de otro inmenso círculo, tan grande como todos los del infierno dantesco.

II.- El joven Willard combate en el Pacífico durante la Segunda Guerra. Él y sus compañeros encuentran a un soldado estadounidense crucificado por los japoneses; el soldado todavía vive, la única opción que encuentran para aliviar su sufrimiento es pegarle un tiro. De regreso, ya en camino a Knock, Williard conoce a Charlotte, una camarera de otro pueblo cercano, se casa con ella y juntos tienen a Arvin. En el mismo bar, Sandy, otra camarera, conoce simultáneamente a Carl, con el que también se casa. En Knock vive Emma, madre de Willard, ella y su hermano Earskill crían a la huérfana Lenora. Podríamos seguir enumerando personajes, la película del neoyorquino Campos respeta la pluralidad de voces de la novela de Donald Ray Pollock, que a su vez continúa la tradición coral de la literatura y el teatro sureños. Lo que importa en la estructura de una y otra son los cruces y las cruces. Los cruces del azar que los reúnen en un bar o en un templo, o en las encrucijadas de algún camino, en donde Carl y Sandy levantan autostopistas para hacerlos víctimas de sus ceremonias erótico-criminales. El resultado de estos cruces estará marcado por las cruces, las de las bodas y las misas en el despojado templo bautista de Knock; pero también las de las ceremonias fúnebres, públicas en el templo y privadas en el bosque.

Todo lo que vive está destinado a cruzarse y padecer en el mundo trágico de Knock, y todo lo que padece debe perecer bajo la cruz. El amor, al otro, a sí mismo o al Dios de esa comarca, muere por la vía del cáncer de Charlotte, de la navaja de Willard, la soga de Lenora, o las pistolas de Carl, Arvin o el demente Pastor Laferty. Todos proclaman el amor, o lo piden o se cruzan con él allí en donde el azar lo determine; pero todos terminan siendo sus víctimas o victimarios. El amor es un espejito de colores que les ha prometido un Dios terrible, salido de las páginas del Antiguo Testamento para vigilar y castigar. Si este Dios existe es uno que odia al amor y sus criaturas. Los que predican sus palabras son locos homicidas como el Pastor Laferty, que ofrece a su mujer en sacrificio, tal como Abraham a Isaac, pero se estrella contra el cielo al que invoca; o son perversos terrenales como el Reverendo Teagarden que abusa de la palabra como de las niñas de su comunidad. La cruz clama por Dios pero el azares obra del diablo.

No hay tremendismo ni miserabilismo (ese término menesteroso, desembarcado y hecho correr en nuestro léxico crítico por quienes reposan en el círculo dantesco de la pereza, aquellos para los que es preferible traficar vocablos que pensar por sí mismos), en El diablo a toda hora hay por el contrario una religiosidad cargada de escepticismo que continúa y lleva al extremo las tradiciones de la literatura gótica del sur estadounidense. El respeto que la película de Campos tiene por la novela de Pollock está a la vista y no la perjudica; por el contrario Campos parece seguir a Bresson y a Truffaut, que sostenían que toda obra literaria era adaptable al cine y abogaban por su transcripción literal (ver Diario de un cura de campaña de Bernanos/Bresson). Ese respeto se nota en el lugar que le da a la “voiceover” (perdón) del propio Pollock, que conduce el relato con un impronta y una intención bíblicas. Aún sin conocer su novela se puede arriesgar que el narrador sigue en ella a su vez las voces de los maestros del gótico sureño, el contemporáneo Corman Mc Carthy en primer lugar, pero sobre todo Flannery O’Connor (el psicópata Carl parece un personaje de “Un hombre bueno es difícil de encontrar”). Por supuesto, más lejos, como un eco inalcanzable, resuena la voz paterna de William Faulkner.

El conjunto de referencias a las que se remite la película es bíblico o literario, ninguna parece venir del cine. Desconozco la obra anterior de Antonio Campos pero, tratándose de esta literatura y de éste cine, tal carencia no se hace notar. Fue un caballero del sur de los Estados Unidos, David Wark Griffith, el pionero que vio la tierra prometida del lenguaje cinematográfico, lo exploró y canonizó en los tiempos míticos de la creación del cine. Griffith filmaba historias épicas, ya fueran alegatos racistas de nobles señores del Klan, o manifiestos múltiples de buena voluntad cristiana como Intolerancia. La cultura en la que Griffith se formó era la de la tragedia clásica, la de Shakespeare y la poesía inglesa; el conjunto de su obra es la saga aristocrática de un poeta derrotado. Su herencia, su formidable sentido narrativo, su modernidad, se fueron para el oeste de la mano de los yanquis y se asentaron en Hollywood. El cine hollywoodense reservó la épica de Griffith para el western y preservó el resto de la tradición sureña repitiéndola como un salmo de iglesia dominical. No otra cosa hace Campos al recostarse en la voz pastoral de Pollock para construir su relato. La literalidad, la circularidad y la reiteración son necesarias para adentrarse en esta cosmogonía negra, en esta religiosidad gnóstica en donde solo existe el diablo y en la cual la búsqueda de Dios es un ejercicio inútil, o cruel, o depravado. “Lo que Sandy no entendía era que para su forma de pensar, esta era la verdadera religión. Solo en la presencia de la muerte podía sentir la presencia de algo como Dios”, dice en off el narrador Pollock cuando describe las motivaciones del asesino Carl.

Esto es todo lo que hay, ser víctimas del azar, que es obra del diablo, o rogar a un dios que si existe es más cruel que el demonio. La consecuencia es la locura y la soledad. “La libertad, en el contexto de la Religión Americana, significa estar a solas con Dios o con Jesús, el Dios americano, el Cristo americano. En la realidad social, esto se traduce en soledad, al menos en el sentido más íntimo…”, dice Harold Bloom en La religión americana. Este es el sentido íntimo y último de El diablo a todas horas, la existencia como un padecimiento, una condena a la soledad, una guerra perpetua consigo mismo que obliga a la guerra con los demás, un círculo maldito que empieza en el infierno del Pacífico, continúa en el pantano infernal de Knock y termina en el infierno prometido de Vietnam.

El diablo a todas horas (The Devil All The Time, Estados Unidos, 2020). Dirección: Antonio Campos. Guion: Antonio Campos, Paulo Campos, Donald Ray Pollock. Fotografía: Lol Crawley. Montaje: Sofia Subercaseaux. Elenco: Tom Holland, Bill Skarsgard, Robert Pattinson, Haley Bennett, Kristin Griggith, Riley Keough, Sebastian Stan, Eliza Scanlen. Duración: 138 minutos. Disponible en Netflix.

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