Se estrena en salas comerciales El imperio de los sentidos (Ai no korîda, 1976) del director japonés Nagisa Ôshima, película que al momento de su estreno fue censurada en diversos países por sus escenas de sexo explícito (en Argentina con el regreso de la democracia fue calificada como condicionada y sólo pudo verse en algunas salas de ese tipo) y que aún continua censurada en Japón donde sólo se exhibe con escenas cortadas. Es cierto que las escenas de sexo son explícitas y provocadoras, pero el director no apunta a la abyección o al impacto per se en el espectador, sino que el estilo pornográfico está en función de la  temática que se propone retratar y concierne también a su ideario como realizador.

Es importante señalar que Ôshima estudió derecho en la Universidad de Kyoto, donde participó en los movimientos estudiantiles de izquierda que se oponían al retorno del militarismo y el autoritarismo durante los años de la posguerra. Perdió el interés por la abogacía e ingresó a un programa de formación de asistentes en los estudios Shochiku. En su filmografía cultivó un espíritu crítico respecto de los resabios de la sociedad feudad del imperio y bregó como parte de la Nueva Ola del cine japonés en los años sesenta por la creación de nuevas formas cinematográficas para dar cuenta del Japón contemporáneo. Consideraba al cine como una herramienta para revolucionar las conciencias, de ahí su oposición al clasicismo y al humanismo de Ozu, Mizoguchi y Kurosawa, a quienes veía como la encarnación artística de los elementos premodernos de la sociedad. De ahí surge la radicalidad y la audacia de sus propuestas cinematográficas.

Este espíritu de rebeldía y lucha persistente ya se palpa en su primera película. A Town of Love and Hope (1959) suena convencionalmente aceptable: es un drama socio-realista sobre un adolescente pobre que vende una paloma mensajera como mascota a compradores crédulos, para luego llamarla y volver a venderla. En ese contexto, surge la amistad con una chica rica que termina cuando ella descubre la estafa y ordena que disparen a la paloma. En el guion original continuaba otra escena en la que los adolescentes acordaban no dejar que su amistad terminara por algo tan amargo y había un conmovedor mensaje de que juntos construirían una sociedad más genuina. Sin embargo, Ôshima decide terminar la película con la caída de la paloma asesinada, una imagen que atraviesa al espectador hasta su mismo centro. Al estudio Shochiku le molestó ese final que desafiaba la posición conciliadora entre ricos y pobres. La compañía enterró rápidamente la película y la lanzó en un puñado de pequeños cines.

Los años 70, con una censura más suavizada, parecían propicios al director para encarar una película que abordara abiertamente las relaciones entre los sexos. Así que cerró su productora y comenzó a filmar El imperio de los sentidos en Japón, con el apoyo en la producción de  Anatole Dauman (un veterano de la nouvelle vague que produjo películas para Resnais y Godard, entre otros) y luego (para eludir las leyes japonesas) el material se envió a Francia para su post-producción. La película narra la historia de pasión destructiva que se establece entre Sada (Eiko Matsuda), una ex-prostituta que ahora trabaja como sirvienta en una posada, y Kichi-San (Tatsuya Fuji), el propietario de la misma, quien vive junto a su esposa. Está ambientada en la Japón de 1936 y basada en un hecho real que conmovió profundamente a la sociedad.

La inusitada belleza de Sada hace que Kichi se sienta atraído por ella y que, ejerciendo sus privilegios como hombre, la tome sexualmente, mientras realiza sus tareas de limpieza. Sada goza del sexo con Kichi y se va estableciendo entre ellos un amorío. Prontamente el apetito sexual de Sada se revela como insaciable y posesivo: quiere ser la única en gozar del órgano de Kichi, por lo que lo fuerza a abandonar a su esposa. La vida de los amantes va quedando circunscripta al reducto de la habitación donde sólo tienen sexo y beben alcohol, para escándalo de la servidumbre y hasta de las geishas que comienzan a negarse a concurrir. El deseo insaciable de Sada va consumiendo poco a poco a Kichi, quien va adelgazando y perdiendo sus fuerzas viriles, y paulatinamente traspasa los límites del asco (hay escenas con alimentos y suciedad en la habitación), del pudor (osa tener sexo en espacios exteriores y a la vista de terceros) y la moral (lo induce a prácticas de felatio y sado-masoquismo). En la cama se establece la dinámica del amo y el esclavo, que invierte la que se da en la vida social y en las relaciones normalizadas. Sada es quien ejerce la sádica voz de mando, quien ordena las distintas prácticas sexuales que realizarán, mientras que Kichi queda reducido al lugar del desecho masoquista que se ofrece al goce del partenaire.

Mientras que Sada no tiene límites (encarnando lo ilimitado del goce femenino), Kichi opera oficiando de límite a la invasión del goce, que está dado por la misma detumescencia del órgano y por su freno ante la posibilidad de que Sada pueda sufrir, razón por la cual no puede llevar adelante la práctica de la asfixia erótica. Es Sada con su incesante demanda de “¡quiero más!” quien va forzando las barreras psíquicas del temor y del pudor de Kichi, empujándolo finalmente a ofrecerse como cordero sacrificial. En este sentido es interesante reparar en el título literal en japonés: Lidia de amor. Efectivamente para cada protagonista se trata de lidiar con el partenaire En el caso de Kichi se trata de cómo poner un límite a esa voracidad estragante de lo femenino. Para Sada se trata de cómo provocar el deseo en Kichi y lograr que embista hacia ella una y otra vez para su satisfacción, hasta darle la estocada final. Kichi se esfuerza por domeñar y acotar el arrebato del goce de Sada; pero aquí no hay arreglo posible porque se trata de un goce que se presenta como sin ley. Seducido y subyugado por los encantos de esa voz oscura, Kichi se entrega a la muerte por asfixia. Pero hete aquí que ni la muerte de Kichi opera como límite para Sada. En su imperioso goce del órgano masculino, le amputa el pene y yerra con él en sus manos por las calles de Tokio. Es precisamente porque se trata del órgano peniano y no del falo -que es el significante de un límite o el representante simbólico de aquello que se da por amor- que este vínculo no puede culminar sino en el estrago.

Si tomamos el título en francés, cuya traducción es El imperio de los sentidos, también nos brinda un matiz interesante. Se trata, efectivamente, de la dominación de un mandato superyoico que empuja a un goce absoluto e irrestricto, que ante cada cesión, siempre pide más y más. Entre Sada y Kichi se establece la lógica del amor pasión, se trata de un amor que apunta a la pura  fusión carnal en el Uno de la totalidad, renegando de la diferencia, la hiancia y la inconsistencia (de donde brotaría el amor como acontecimiento del decir) y que, por ende, no puede conducir más que a la muerte por asfixia.

Desde lo formal, el director trabaja las cuestiones antes desarrolladas a través de los interiores claustrofóbicos, de los planos cerrados sobre los rostros, de las rejas sobre la ventana que detrás de la cortina dejan ver, a contraluz, a los amantes copulando, y también mediante el kimono rojo sangre y pasión que viste Sada en la escena final.

Más allá del estilo pornográfico y controversial que emplea Ôshima, resulta ineludible que las formas soportan un contenido. En El imperio de los sentidos el director cuestiona directamente a la moral sexual burguesa y presenta un retrato del materialismo de la sociedad japonesa, de la impronta fuertemente patriarcal de la relación entre los sexos, de la emancipación femenina de sus ataduras en los roles sociales tradicionalmente asignados y de la sexualidad como liberación en un contexto de ascenso del imperialismo gubernamental.

Calificación: 7.5/10

El imperio de los sentidos (Ai no korîda, Japón, 1976). Guión y Dirección: Nagisa Ôshima. Fotografía: Hideo Itoh. Montaje: Patrick Sauvion, Keiichi Uraoka. Música: Minoru Miki. Duración: 102 minutos.

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