Boyhood_Momentos_de_una_vida-954973569-largeCon Boyhood Linklater consigue mostrar la naturaleza trivial del paso del tiempo. Eso puede que tenga que ver también con lo trivial de su mirada, con su impotencia para dramatizar la cuestión tanto como para mostrarla en toda su opacidad: ese misterio de lo vital incapaz de ser atrapado por lo que acaba siendo una versión cinematográfica de ese lugar común sin accidentes geográficos llamado “la vida es un río tranquilo”.  Además, resulta trivial en el contexto de un mundo en el que ya cualquiera puede grabar continuamente a los suyos a través del tiempo y editar lo grabado hasta darle continuidad representativa. Si hasta la ausencia de guión de esas películas caseras puede hacer que sean mucho más efectivas que esta ficción a la que se le ven demasiado las costuras, tanto que eclipsan la singularidad del experimento propuesto. Que supiéramos de antemano que esta película, más que una película, era un experimento tampoco ayudaba. La dimensión conceptual del hecho ha resultado ser mucho más estimulante que la performance concretada, sobre todo porque Linklater hace lo imposible para que Boyhood se parezca al cine más pedestre, y también porque la institucionalización del mundo familiar y social que retrata no parece pesarle al director. La vida estratificada del pibe, el paso de la primaria al secundario y del secundario a la universidad, los rituales de la familia tipo son un dato que se da por sentado con demasiada naturalidad, y allí está el mal. Pero no se percibe malestar alguno profundo de la puesta en escena con la cultura que lo rodea. Linklater ni siquiera parece resignado ante ella ya que si eso se notara habría por lo menos un sesgo crítico, sino más bien esperanzado con esa horizontalidad “democrática” formal.

Quizás al pibe, que tiene una mirada pero sobre todo unas ojeras abismales más elocuentes que sus escasas palabras, no le pase eso justamente porque es pibe, porque adolece todavía; y quizás tampoco se sienta cómoda quien hace de su hermana, Lorelei Linklater, hija del director, portadora de silencios aún más significativos que los del chico, y de una distancia respecto al relato en donde aparecen la incomodidad, la extrañeza, hasta un desasosiego de la ficción, su lado ciego, desplazado. Pero esto también puede ser una impresión causada por el mito previo a la película fundado en el carácter idealista del experimento anunciado; ese idealismo acerca de la posibilidad de captura cinematográfica de lo real en estado puro que, si se da en esta película, sucede por defecto, en las contadas grietas de la estructura que puede aprovechar la percepción –o la fe- del espectador para alimentar su deseo o creencia de que ello esté sucediendo. Más de una película de ficción con actores mal maquillados para representar el paso de los años ha sido más efectiva que ésta a la hora de presentar y/o simular el hiato perceptivo del transcurso, la sorda intensidad de ese crimen cotidiano.

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El momento más tenso de la película, ese en el que un pater familiae desata una situación violenta, es más interesante que el resto porque a través de un clisé narrativo melodramático sacude la progresión maquinal del relato, esa que nos indica una serena elipsis más o menos cada media hora o cuarenta minutos. Eso ilustra también el valor de la agresión, entendida como inquietud perceptiva, como interrupción de la sucesión mortal para sacudir lo cristalizado y captar la doliente vitalidad en el instante mismo del acontecimiento. El personaje que la lleva a cabo es sin duda alguna el más vivo de la película, en contraste con los protagonistas que tanto enternecen al espectador, muertos vivos sin capacidad de rebelión o desahogo, engranajes de una maquinaria (social y estética) represora confortable. La violencia verdaderamente grosera no es la amenaza física llevada a cabo por ese personaje sino la simbólica de la versión paternalista (aunque protagonizada por una mujer) y condescendiente del liberalismo que hay detrás de la puesta en escena en general y del tratamiento de los latinos en particular, encarnada en el personaje del plomero que gracias a los buenos consejos de la protagonista consigue hacer algo útil con su vida, en una intervención narrativa estratégicamente ubicada para aleccionar a personajes y espectadores, con una primera aparición que parece inconsecuente y un remate cerca del final, en el marco de una conversación que gira alrededor de la validez del consejo materno.

En la primera elipsis uno se sorprende mucho, siempre y cuando haya alimentado su fe en la naturaleza extraordinaria del hecho de que esta película filmara a los personajes a lo largo de 12 años; en la segunda ya se vuelve hábito porque uno adivina el patrón estructural estandarizado. La suma de rituales desapasionados podría haber sido radical si causara la exasperación, y no esta agradable abulia de esperar la siguiente elipsis para ver los cambios físicos que se produjeron en los cuerpos de los actores sin que nos interese mayormente lo que les pasa a unos personajes inmersos en un medioambiente y una puesta en escena controlados al extremo, rutinarios y desencantados. Si ese desencanto dejara paso a la desesperación, no ya de un personaje, sino de la puesta en escena… pero no. Con el progresismo sedante de andar poniendo carteles instando a votar por Obama y hacerle mirar a un adolescente el atardecer mientras otro invierte el sentido semántico del carpe diem y un tercero declama lo orgásmico de ver el atardecer en un cañón parece alcanzarle para sugerir un misterio cósmico que brilla por su ausencia y a cuyo nihilismo la película evita asomarse cuidadosamente. La Historia tampoco forma parte de las vidas de ninguno de los personajes y, aunque gravita sobre ellos pesadamente como sucede con todos nosotros, la puesta en escena no deja ver su huella en el presente continuo en el que el relato hace vivir a sus personajes pese a los doce años de lapso durante los que fueron filmados.

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Lo mejor es la duración. Las casi tres horas parecen una extensión inusitada para una película más bien horizontal y pequeña, infunden la esperanza de que pueda pasar de todo en ellas, si no en las vidas de los personajes al menos en las estrategias formales: cambios de ritmos, excesos, simas de morosidad, etc . Nada de eso sucede, pero la posibilidad se mantiene hasta el final porque habría que ser muy crédulo para aceptar de antemano que una película de esta duración y ambiciones constara única y meramente de escenas “descriptivas”, y muy conformistas para entusiasmarse con ella cuando se ha comprobado su medianía. No es un problema la falta de situaciones extraordinarias sino que el hecho supuestamente extraordinario que le sirve de base –la observación del paso del tiempo en unos cuerpos- no es tal, por mucho que nos duela, y que Linklater tampoco hace nada por dotarlo de una dimensión narrativa atrayente o singular. Y estamos en todo nuestro derecho a pedir estrategias espectaculares porque asume desde el vamos las formas transparentes clásicas de contar un cuento en vez de las modernas de intervenirlo. En la película de Linklater no hay sueños, no hay recuerdos, no hay fantasías, por ejemplo, y eso que la personalidad del pibe indica a las claras que todos esos mundos abundan en él como, por otra parte, en todos nosotros (aunque en la formación de su figura hay resabios de un romanticismo ablandado por el grunge). No hay, tampoco, sexo, y eso es grave, porque esa ausencia es otra falta flagrante que se suma a la de los mundos mentales por completo obviados; porque materializar el sexo hubiera sido un verdadero desafío para un proyecto con actores no profesionales, pero también para los actores profesionales que intervienen y hubieran podido tomar un riesgo para nada superfluo tratándose de una película tan consciente de que el tiempo se inscribe en el cuerpo. Y también para los espectadores, porque el sexo duele, molesta, complica, altera. Linklater hizo otra película más sin poner el cuerpo, otra película más en la que la palabra –del guión más que la de los personajes- oculta el acontecimiento, incluso cuando lo tiene delante suyo todo el tiempo, en esos ojos antediluvianos del chico fijos en un fuera de campo que el director tapia de antemano con planos previos de lo mirado (el cielo del inicio y de los títulos; el ventilador de techo que antecede la mirada del hermanastro) en vez de prolongar. El cielo estaba en esos ojos sin necesidad de que lo viéramos antes; el cielo no, la mirada; los paisajes por atrás de esa mirada que Linklater no recrea –apelando a la representación maravillosa de la ficción onírica- ni permite que aparezcan, como aparece aquello que no se muestra nunca porque no hay contraplano que lo figure.

Aquí pueden leer un texto de Paola Menéndez y otro de Marcos Rodríguez sobre la película.

Boyhood (EE.UU. 2014), de Richard Linklater, c/ Ellar Coltrane, Lorelei Linklater, Patricia Arquette, Ethan Hawke, Marco Perella, 165’.

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